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Reportajes

26 de Noviembre de 2023

Salones de belleza en la capital: el reflejo que se resiste a desaparecer

Salones de belleza Fotos: Felipe Figueroa

Con el paso del tiempo, estos tradicionales lugares han ido perdiendo terreno. Pero los que aún resisten en una esquina, un pasaje o una galería siguen siendo un lugar de comunión entre cliente y estilista. The Clinic conversó con tres propietarias y sus clientas constatando que ir a uno de ellos sigue siendo no solo realizarse un corte de pelo, sino que una experiencia con tintes de confesionario, un lugar de contención o simplemente de abstraerse, por un instante, de todo y simplemente dedicarse un tiempo para uno.

Por

La belleza comprende requisitos, convenciones, consensos. Y si bien el paso de los tiempos supone la desaparición de algunos y las miradas sobre esta se flexibilizan —apiadan, compadecen—, finalmente parece ser que solo es una readecuación de algunos estándares. Las modas o tendencias son una muestra de eso: una tablero en Pinterest, un reel en Instagram o influencers hablándole a un celular en TikTok sugiere de igual manera que antes una forma de belleza consensuada, convencional y susceptible a cumplir requisitos; las generaciones propenden a generar identidad a través del desprendimiento de, precisamente, la generalidad.

Ya no abundan los segmentos en los matinales hablando de los vestidos para el verano, los peinados para una fiesta de graduación o la minucia del ropaje de algún famoso. Los estilistas dejaron de ser voces recurrentes en paneles, y esos nombres pasaron a ser de culto. Mirado con ojos de ahora, la belleza vista en ese espejo relucía frívola, sobrecargada, luciendo exigua con los años, reservada para un tiempo que parece lejano.

Y el baluarte de esa belleza eran los salones, con la estampa de otrora, que hoy por hoy escasean. Pero están, por lo que el verbo se conjuga en presente. A pesar de mucho o de todo, existen todavía de soslayo, en una esquina, un pasaje, una galería, dentro de un sistema simbólico que parece negarlos. Son remanentes de un tiempo que reluce superficial, y sin embargo resguarda algo que se contrapone a la tendencia individual de la actualidad. Ahí, entre las paredes de un local con nombre de mujer, permanece un sentido esquivo de la intimidad hoy, inherentemente asociado a esa época ajena, distante; un lugar al que sin embargo, siempre vuelve alguien.

***

En una de las puertas de vidrio, las letras blancas pegadas dicen “Lissette, salón de belleza”. Su labial rosado eléctrico en su boca está desgastado. “Dame un segundo”, dice, y en uno de los espejos de su peluquería se los pinta de nuevo. “Toma asiento”. Dos mesones, dos sillones de peluquera, un lavatorio de pelo, espejos. Atrás, sillones y una mesa de centro, sobre la que hay revistas de modas, de matrimonios, de espectáculos, pero de años anteriores. También, budas, una fuente de agua, elementos del feng shui.

—Me recibí el 3 de mayo del setenta y cuatro, en la Escuela Unión de Peluqueros, ahí hice el curso. Estudié cinco años peluquería, no como ahora que se estudia un mes, un año y los lanzan a la calle. Yo podría poner todos mis diplomas y mis fotos de cuando empecé a trabajar.

Lissette, salón de belleza
“Lissette”, salón de belleza.

Lissette Becerra tiene 64 años, su pelo es castaño claro y lleva los ojos delineados negros. Es peluquera por herencia familiar: la hermana de la mamá de su papá era peluquera. Creció en Nos y estudió en San Bernardo, hasta que se casó, tuvo dos hijos y se vino a Santiago, a la calle Luis Beltrán con Sucre en los años 90. Cuando caminaba por el barrio veía una peluquería, atendida por una argentina, en la esquina de José Manuel Infante con Ana Luisa Prats. “Ahí voy a tener mi peluquería un día yo”, decía cuando pasaba.

—Yo cuando chica iba a la peluquería del barrio en Nos, que me llevaba mi papá y mi mamá. Me cortaban el pelo corto y me lo tenía que pegar con cola fría.

De esa época, Lissette recuerda la peluquería antigua, en una casa en el barrio. Gente esperando, conversaciones, hospitalidad pero matizada con la rectitud de esos años.

—Antes los papás mandaban. Yo por eso no les corto el pelo corto a los chicos cuando vienen. Yo lloraba, me llevaba pésimo con esa señora.

A mediados de los 90, entró a trabajar a la peluquería del Hotel Sheraton. Ahí estuvo durante 13 años, una época que recuerda con lo que muchos llaman “glamour”: famosos, el espectáculo, el refinamiento, lo que ya no está.

—Nuestro jefe, llegado el momento, nos dijo: “Ya, es momento de que se independicen”.

Aunque los recuerdos asociados a la peluquería de barrio a la que iba de niña podrían asociarse a un trauma contenido, hoy el salón de belleza “Lissette” remite a la lógica de esos años. Revistas de otros tiempos, fotografías de peinados para matrimonio, implementos antiguos. Especialmente, la cercanía.

—Respecto a esos años, uno acá tiene más cercanía con las clientas. Se hace amistad, de años. Imagínese. Atiendo a mi clientela con risa, con un cafecito, una galletita, pongo caramelos. Siempre mi peluquería limpia. Les converso. “¿Cómo están?”, “¿Cómo le ha ido?”, “¿Su familia?”. 

Lissette atiende de lunes a lunes, entre 11 de la mañana y 10 de la noche. Si una clienta la llama y le dice que necesita con urgencia un teñido o un corte, Lissette se adapta. Hace énfasis en que el servicio es completamente distinto al que puede entregar una peluquería de cadena. “Es pésimo”, dice con la voz alzada, “me cargan las de los mall”. “Yo aquí les ofrezco cafecito, pan de pascua, cola de mono”.

—Y las mujeres son las que cuentan más cosas que los hombres.

Sobre la mesa, hay un frasco con dulces envueltos. Lissette a esta hora se toma un espacio para descansar. Bajo uno de los sillones donde corta, aún hay pelo negro y cano de mujer, fino, delgado. Vuelan moscas, suena la radio. El sol entra escurriendo por las baldosas. Lissette mira constantemente hacia afuera. A ratos sus ojos están entrecerrados. El ánimo aletargado de la hora posterior al almuerzo le da a la peluquería un hálito provinciano, en que cada minuto parece arrastrarse un poco más que el anterior.

—Se siente el cansancio. Cuántas horas llevo yo trabajando, cuántos años. Saca la cuenta. En peluquería va muy bien, pero como dueña una tiene que estar aquí. Porque si una asistente hace un trabajo de mecha o decoloración y no le queda bien, la responsabilidad la tengo yo.

Deja su índice en su pecho un instante. Lissette cuenta que, sobre todo, lo más desgastante es escuchar.

—Uno no es psicólogo. A veces… qué soluciones le pueda dar uno. Tengo clientes que han venido a morirse. Han venido aquí a contarme y a la semana después se han suicidado. ¿Cómo lo encuentra? Es súper complicado. La gente se abre aquí.

“Lissette”, salón de belleza.

Una peluquería de barrio es una experiencia con la extensión, quizás, de apenas un momento del día. Tocar pelo, estar cerca. Muy cerca.

—En el Sheraton eso no pasaba. “Me vengo a cortar el pelo” y punto. En la peluquería de barrio sí, la gente se viene a desahogar. Y vuelven a mi salón, porque las dejo bonitas. Esa es mi mayor satisfacción.

De fondo, en la radio, suena “Si voy a perderte”, de Gloria Estefan. Lissette se levanta, comienza a barrer, tira insecticida al aire. Su imagen se ve duplicada, caleidoscópica, en el espejo. Se despide. En el salón de belleza, con el sol aún encumbrado afuera, algo se resiste a atardecer, a dejar de ser. “Si voy a perderte ya no vuelvas, no vuelvas”, dice la canción en su coro.

***

—Buscábamos crear una peluquería que transmitiera esta cosa como hogareña al salón.

Carola Andrews tiene 47 años, y hace diecisiete que instaló la primera sucursal de “Mi Lady Señorita“, un salón de belleza boutique.

—Porque hasta hace no mucho, las peluquerías tenían esto medio de clínica: todo blanco, baldosas, las peluqueras casi que con bata blanca.

“Mi Lady Señorita” de Manquehue Norte es la casa matriz, y si bien no comprende el lenguaje ni la lógica de un salón de belleza antiguo, sí lo remita, lo cita, y busca ofrecer la vocación de club que tenían antes las peluquerías, “que sí represente algo más cercano incluso visualmente”.

—Nosotras somos de una generación donde nos dejaron traumadas a todas porque nos llevaban a la peluquería como si fuese el dentista. Llegaba la señora que te atendía, no te preguntaba mucho, hacía lo que te pedía tu mamá y punto. Sí rescato mucho que era la persona que atendía a toda tu familia.

El salón tiene dos espacios con múltiples sillones, una sala aparte para lavados, dos terrazas. El lema del salón es “la belleza de la felicidad”, y a pesar de las características de un salón boutique, con equipamiento y refinación que podría distanciarse de la esencia de una salón de barrio, el énfasis está puesto en el trato.

Mi Lady Señorita
Salón de belleza boutique “Mi Lady Señorita”.

—Tratamos de educar a nuestras clientas. Nuestro lema tiene que ver con eso, que una es bella en la medida que una es feliz, no es que una se ponga bella y ahí se hace feliz. Entonces cuando aprendes a manejar tu pelo, a tratarlo bien, a usar los productos apropiados, eres más feliz. Y que la experiencia tiene que ver con sentarse, decirle “tú tienes rulos, los rulos se tratan de esta forma”. No llegar, sentarla, hacerle un brushing, que se vea regia, estupenda y después llegue a su casa y diga “qué hago con este pelo”.

El salón es atendido por 12 personas, en su mayoría por mujeres, que promedian 24 o 25 años. Su público es mixto, pero principalmente mujeres que rondan esa edad. Algunas, las que son mayores, llegan al salón como viudas de algo que ya no está más.

“Antes yo iba a una peluquería en Gilberto Fuenzalida, y después de muchos lugares vine acá y me gustó”, dice Milagros Herrera Astorga, una señora de 74 años a la que le tiñen el pelo de un color cobrizo vivo. Vivió en Venezuela unos años, y allá se cortaba el pelo en el Centro Comercial Tamanaco, donde “se iban a arreglar las misses”.

Pero durante su juventud, se cortaba el pelo en una peluquería en Las Condes. Recuerda que era un local pequeño, estrecho, que al momento de ser atendida se sentía ahí, sin la premura del tiempo y con el turno y atención de Tito, el peluquero, a completa disposición de ella. Quien la atiende es María Jesús, de 37 años, tiene el pelo ondulado y recogido, de tez clara. Lleva 13 años en el salón. “Me gusta que acá una puede ser como es, no es con uniforme, eso crea identidad y complicidad. Saben más de una”, destaca. El trato, según María Jesús —Jesu—, es lo que genera fidelidad.

—La peluquería es algo íntimo, siempre ha sido así. La diferencia es que antes la peluquería del barrio se iba donde se atendía toda la familia, y hoy es donde se atiendan sus preferencias estéticas. Ya no van obligados. Nuestra estética habla de nuestra alma, y eso habla de cómo estamos, entonces son espacios vistos súper superficialmente, pero son súper profundos. Es un espacio privado e importante para el ser humano —dice Carola.

Ofrecen café, marcas hacen convenios y se hacen degustaciones con las clientas, se retoman historias que fueron contadas semanas atrás. Se generan lazos, sostenidos un poco más de una hora, al menos dos veces al mes. Se saben los nombres.

—A la Jesu la conozco hace poco, pero siento que nos conociéramos de antes. Me gusta la cordialidad, que te reconozcan. Cosas mínimas.

Milagros dice que antes se vivía más en integración, y que en el itinerario de peluquerías se fue desvaneciendo la —su— presencia. En este salón encontró una proyección de eso. Milagros, frente a su reflejo, dice entre risas que “no me gusta no existir”.

Salón de belleza boutique “Mi Lady Señorita”.

***

La galería Madrid fue construida en 1978. Está al fondo de la Plaza Pedro de Valdivia. Tiene cinco niveles. Está dividida por dos espirales que se encuentran en un gran forado en medio del edificio. Reparación de celulares, artículos tecnológicos, sastrerías, reparadoras de ropa, una “clínica del DJ”, un local de impresión y servicio de fax. Letreros termolaminados. Un café Haití en el -1 con sillas forradas en cuero café y mesas con patas de acero cromado. En la galería hay, más que cualquier otra cosa, peluquerías.

—Yo llevo 12 años aquí, pero la peluquería existe desde que se construyó el edificio. Han pasado tres dueñas. Yo soy la última.

La galería, a las 5 de la tarde del mismo martes, es poco concurrida. Por las planchas de plástico que recubren algunos espacios hacia el exterior del edificio, entra la luz de la tarde matizada de amarillo pálido. Katia Naranjo tiene 62 años. Su pelo es café oscuro, con la chasquilla decolorada. Es dueña de “Pura Vanidad (espacio de belleza)”, ubicada en el tercer nivel, local 99. Tiene un sillón de corte de pelo, un sillón de espera, un lavado, un fijador antiguo. Para Katia no era un objetivo ser peluquera.

—Después que tuve a mi hijo, tuve un receso. Y me pregunté, qué quiero hacer yo. Mi objetivo no era ser peluquera, era tener una peluquería.

El tiempo pasó. Su mamá le regaló un curso hace quince años, “y me fue súper bien”. Trabajó con una asistente, pero hace seis años que trabaja sola. Dice estar más ordenada, menos preocupada y que recibe todo lo que gana.

—Yo me cortaba el pelo cuando joven en el centro, porque yo trabajaba por ahí. Recuerdo que siempre estaba llena. Me atendía un peluquero, que era súper buen peluquero, pero era bien mañoso. Se llenaba de horas y tenías que esperarlo nomás. Me tocó pedirle hora a la 1 una vez, y llegó a las 3. Y tenías que esperarlo porque el tipo era fantástico. Que por exilio había vivido en Francia, parece, y sabía el teje y maneje de la peluquería con los truquitos bonitos y todo eso.

Contraria a ese tacto, y trabajando con una sola asistente o ella en solitario, Katia notó que la gente agradecía el tiempo de exclusividad e intimidad con la clienta.

—Puede relajarse, puede dormir, puede leer. La persona hace lo que quiere, es su momento. Pero de lo que me di cuenta es que si llega otra señora, se ponen celosas, porque se corta el vínculo que se generó en ese breve momento.

La clientela de Katia es principalmente gente mayor, y aunque la peluquería bajo su dominio no tenga muchos años, tiene una clienta que va al salón desde que lo tenía la primera dueña, quien compró el local con los planos del edificio en verde. Se llama Lucy. Tiene 85 años.

Pura Vanidad
Salón de belleza “Pura Vanidad”.

—Yo era amiga de la dueña antigua. Todas eran peluquerías antiguas en el edificio. A veces traían peluqueros de afuera. Cuando cambiaron de dueña conocí a Katia y vi que trabaja muy bien, muy amable, es una dama— dice Lucy por teléfono con una voz temblorosa.

Frente al espejo, Patricia. 

—En cierta forma, la peluquera es tu psicóloga, es tu amiga. Vengo hace ocho meses acá, y yo te cuento, “me siento mal”, “ahora tengo sueño, Katy”. “Ya, duerme”, me dice. Después me despierta, “ya, te tengo que lavar”. Entonces ese es el lazo que se produce aquí. Ella si no te va a poder atender, te llama. En otras partes uno llega y el peluquero o la peluquera no está nomás. La Katy además de mi peluquera es mi psicóloga. A veces vengo mal y me dice “paciencia, todo va a salir bien”. Aunque me digan que en otro lado es más barato, yo no me iría de acá.

Patricia tiene pliegues de papel aluminio haciendo presión en su pelo. La tintura se asoma. Cuando habla, mira en el reflejo a Katia, y gira levemente la cabeza. Hace poco tuvo un accidente, que la tiene con un corset inmovilizando su columna. “Ya”, dice Katia, y la ayuda a levantarse para hacerle el lavado final.

La belleza comprende requisitos, convenciones, consensos. Pero también, un carácter obviado de recóndita. Katia dice que mucha gente no sabe de la existencia de la galería Madrid. Las otras peluquerías tienen uno o dos clientes, las que ninguno o ninguna, sus dependientas se ven sentadas a través del vidrio mirando la tele o el celular, o afuera, conversando con algún otro locatario.

Las galerías de Santiago, y esta en particular, se anega con una sensación de nostalgia, a la misma vez que letargo. El pundonor de los oficios que adornan la galería también se deja ver, con un ánimo de resistencia a la gentrificación, la depredación inmobiliaria, al olvido. Ese carácter recóndito también se refleja en cómo se gesta y se concibe la belleza en su forma, dentro de un salón de esa naturaleza.

Y la palabra no está ahí por nada: una belleza velada por los cánones reposa íntimamente —recóndita— en una mujer mayor, mirándose con recelo, pero también con amor, añoranza, en un reflejo que se resiste a desaparecer.

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