Pastis, tussi, cocaína, música electrónica y botellas de agua: dos noches en los after de Santiago
A pesar de que son fiestas que están fuera de la legalidad -funcionan con o sin patente de alcohol, usualmente entre jueves y lunes-, los afters llegan a reunir más de cien personas por noche. La música y las drogas -en especial, la cocaína, el tussi y el éxtasis-, son lo que los motiva a estar despiertos bailando más allá de las ocho de la mañana. Una periodista de The Clinic fue a dos afters, uno ubicado en Providencia y el otro en Santiago Centro, para hablar con las personas que asisten y ver cómo se desarrollan este tipo de fiestas. Acá escribe lo que vio y conversó.
Por Valentina HoyosCompartir
Hay dos maneras de llegar a un after: por contactos o por captadores que se agrupan afuera de las discotecas cuando cierran. En ese contexto, no son pocos las personas que se acercan y que quieren seguir la fiesta. Afuera de una conocida discoteque en Recoleta, un joven de menos de 25 años ofrece entradas para lo que promete “el mejor after de Santiago”.
“Chiquillos, aquí el after a cinco mil pesos”, dice animado. A las personas que aceptan la oferta, les entrega una dirección, les toma la manos y les envuelve las muñecas con una pulsera de papel amarillo fosforescente.
“Pagan allá, en la puerta del after”, menciona apurado, antes de seguir convenciendo a más personas que quieran alargar la noche, cuando ya van a ser las cinco de la madrugada de un sábado.
El viaje corre por cuenta propia. La dirección está en el corazón del barrio Matta. Algunos atrevidos van en auto y lo estacionan a riego de perder un espejo, otros se van en Uber o Didi, el que los deja al frente de una vieja casona blanca de tres pisos.
En la puerta, cerca de unas diez personas esperando a que abran. Algunos de ellos ya están tomando: tienen cervezas o botellas de alcohol en las manos. Un guardia corpulento se encarga de abrir la puerta y de a cobrar las entradas con una máquina de Transbank. Para los que llegan con las pulseras de los “captadores”, el precio es un 30% rebajado.
Al ingresar hay una larga y angosta escalera. En los tiempos mozos de la casa debió ser lujosa y espléndida, pero hoy cruje a cada paso. En el segundo piso se abre la fiesta. La música no suena tan fuerte. Allí hay una amplia habitación con cerca de veinte personas: a la derecha está la barra y unas cinco personas están comprando tragos.
Lo más barato que venden son vasos de piscola y latas de cerveza, que están a cuatro mil pesos. El centro de la habitación es una especie de sala de descanso, tiene un par de sillones negros de tres cuerpos que ya están siendo ocupados.
La decoración no es mucha: algunas paredes están pintadas con graffitis de personas caricaturizadas, con los ojos y las bocas grandes. Las que no están dibujadas, tienen espejos pequeños y redondos con luces rojas.
Antes de la pista de baile están los baños. Un lugar para poder drogarse privadamente se podría pensar, y se está en lo cierto, aunque relativamente. En este after no parece existir una condena social y la gente inhala polvos de distintos colores en cada rincón.
Los baños huelen a una mezcla entre orina y cloro. A la salida de ellos, algunos dealers venden distintas drogas: “Amigo, ¿falopita o tussi? Está a diez”, ofrece uno de ellos, con el estereotipado look que tendría un dealer, un polerón ancho y un banano cruzado al pecho, el que en su interior está repleto de bolsas pequeñas con polvo blanco y rosado.
A la izquierda de la habitación de descanso está la primera pista de baile. Tocan música electrónica. Dentro de ella está lleno. Cerca de cincuenta personas están bailando al frente de una plataforma alta en la que se encuentra el DJ. Varios de ellos están con lentes de sol y tienen koyaks en la boca.
La música es repetitiva y envolvente. Si no se es un habituado puede resultar agobiante, pero la gente parece disfrutar del trance. Los bailarines son de variadas edades: hay veinteañeras vestidas con enteritos elasticados pegados a la piel. Se parecen a Gatúbela. Al lado de ellos, hay cuarentones con chaquetas de cuero y pantalones grises rasgados. También hay hombres jóvenes y atléticos con el torso desnudo, mujeres delineadas y tatuadas que parecen una muñeca Bratz y muchos, pero muchos pantalones holgados.
En la pista de baile varios bailan con los ojos cerrados, beben sus botellas de agua. Un grupo de amigos formados en círculo se comparten una llave que en la punta tiene tussi. Uno de ellos la pone debajo de la nariz de su amigo.
En el tercer piso del after, el ambiente es totalmente distinto. Allá no hay una barra, sino que una pista de reggaetón. La música determina un ambiente totalmente distinto. Si en la electrónica la gente bailaba sola, aquí todos están en pareja y se aprietan contra el cuerpo del otro. Huele a sudor y a trago derramado. El ambiente se asemeja a lo que eran las antiguas fiestas pokemonas, salvo que los looks son distintos, y en el parlante, además de cantantes puertoriqueños, suenan varios traperos nacionales de moda, como Jere Klein y Cris MJ.
Al revisar la aplicación SoSafe se puede apreciar que los vecinos se quejan del lugar. El primer anuncio que aparece lo demuestra: “Nuevamente y como todos los días, funciona un after clandestino. Con venta de alcohol, ruidos molestos, disturbios. Favor fiscalizar”, consigna la publicación. En los comentarios aparece un comentario de la municipalidad, que indican que le hablarán al usuario por chat.
“Los denominados after o fiestas clandestinas son espacios que, habitualmente, se han alojado en los sectores centrales metropolitanos. Y especialmente, en la comuna de Santiago, ya sea en barros comerciales o habitacionales (…) Existen distintos procedimientos para poder abordarlos, uno de ellos es través de la flagrancia, cuando se puede corroborar efectivamente que se está realizando una de estas fiestas clandestinas. Así, se puede asegurar la venta de alcohol y de entradas”, explica Kevin Díaz, Director de Prevención y Seguridad de la Municipalidad de Santiago.
Desde 2023, el funcionario público cuenta que han allanado más de una docena de establecimientos, y que la mayoría se encuentran en el barrio Matta. Así, se han detenido a personas, incautado alcohol, parlantes y otros elementos. Para encontrarlos, disponen de varios canales de denuncias: SoSafe, Aló Santiago y los reclamos de los vecinos.
A las nueve de la mañana, varios de los asistentes siguen allí. No parecen con intenciones de irse, salvo dos amigos que bajan por las escaleras y salen a la ciudad. El mismo guardia que los recibió les saca las pulseras y les abre la puerta. El sol de los mañanas los encandila y entra violentamente a la casona. Una pequeña imagen del mundo exterior, entrando a un lugar donde la dimensión del tiempo se pierde por completo.
Un after en Bellavista
Un after siempre pasa inadvertido, nunca es lo que parece y esta no es la excepción. El lugar donde debería estar la fiesta es un restaurante en Bellavista que está cerrado: las dos ventanas de la casona están tapadas con una cortina metálica, un par de mesas y sillas apiladas en la vereda y la puerta principal aparece con pestillo.
Pero es una fachada. Son las cinco de la madrugada y adentro hay una fiesta que recién está comenzando: cerca de diez personas están haciendo fila en el vestíbulo para poder ingresar. La mayoría tiene el teléfono en su mano para mostrar que se inscribieron al Google Forms del after, y así acceder al descuento de la entrada: el ingreso cuesta doce mil, pero para ellos saldrá diez mil.
Al entrar, treinta personas están en una sala de descanso decorada como si fuera una playa: en un par de esquinas hay algunas palmeras en macetero, en otras unos árboles de cerezo falsos. Al lado de ellos, y colgados en las paredes, varios letreros fluorescentes con dibujos de tablas de surf y moais resplandecen la habitación.
En medio de la sala se ubica el bar, donde lo más barato y lo que más se consume es el agua envasada: cinco mil pesos. Tragos como un whisky, por ejemplo, son más caros: valen quince mil. Una piscola, cinco mil. Al lado izquierdo del bar se ve una hilera de sillones blancos, que están sobre un piso de arena.
En esos asientos hay tres jóvenes hablando de su vida amorosa. Una de ellas parece estar afligida, y como respuesta, una de sus amigas le dice: “Bueno, amiga, tranqui. Olvídate con esto, nomás”, mientras saca una bolsita pequeña con polvo blanco de su bolso.
Con una de sus manos, sostiene un removedor de cutículas y unta el accesorio en la cocaína. Cuando tiene un poco de la sustancia en la punta, lo dirige a la nariz de su amiga y la otra inhala. Repiten ese ritual entre todas unas tres veces y siguen conversando.
Luego de eso, se van al fondo de la sala de descanso, donde está una de las atracciones principales de todo el after: la pista de baile. Está sellada completamente, y sólo cuando una de las chicas abre la puerta, la música electrónica se escucha con claridad. Así, las tres chicas se ríen y se pierden en el interior del salón, que está iluminado con un color rojo intenso.
En la pista de baile hay cerca de sesenta personas bailando. A pesar de que sean tantas, la mayoría de ellas no están pegadas: pareciera que cada uno está en un trance, escuchando la música como si estuvieran solos en su habitación. A pesar de que la luz roja es la única iluminación que hay, gran parte de los asistentes están con lentes de sol oscuros y tienen chupetes en la boca.
Aunque la mayoría está en su propio mundo, un hombre -que debe estar en los treinta-, tiene la linterna de su celular prendida. “¿¡Dónde está la bolsa, hueón?!”, pregunta a uno de sus amigos, mientras apunta la luz hacia el suelo. “¡No sé, hueón! ¡Creo que se perdió!”, le responde, encogiéndose de hombros. Los dos parecen buscar un rato, pero a medida que pasa el tiempo, se dan cuenta que es una misión imposible entre tanta gente.
Entre ellos está Violeta (24), quien accedió a conversar con la condición de que no se revelara su nombre real. A pesar de que está bailando, se está sintiendo un poco incómoda: hace un rato jaló tussi y muchos hombres la están mirando de reojo insistentemente. Esa combinación de sucesos están logrando que se vaya “en mala”.
“Estoy súper drogada, amiga”, es una de las primeras cosas que dice. Es la rutina que hace, por lo menos, un día a la semana. En estas fiestas, usualmente, suele gastar cerca de 100 mil pesos. Y si bien en la semana eso se traduce a un gasto de 400 mil pesos y ella sólo trabaja en una óptica como vendedora, es una rutina que logra realizar porque vive en Pudahuel con sus padres. Sólo hace el trayecto desde allí a Providencia por la fiesta.
“Es que esto del after es como un nuevo mundo. Son las drogas y la gente loca. Siempre hay gente traspapelada, haciendo puras huevadas, no sé. A veces es fome venir, porque te empiezan a mirar raro los jotes. Pero vengo aquí porque vacilo la música. Las drogas son un añadido”, explica Violeta, quien frecuenta los after desde hace cuatros años, y ni siquiera en la pandemia dejó de ir.
Violeta está con una de sus amigas: Javiera (26). “Es la primera vez que vengo a este after. Ella me trajo”, explica. A diferencia de Violeta, cuenta que sólo ha tomado alcohol y nunca consume otro tipo de drogas. Incluso, relata sobre la primera vez que fumó marihuana: “Me atrapé y me dio mucho sueño”, recuerda. La experiencia de Violeta es distinta: jaló por primera vez con su expareja, el mismo que le presentó “la escena”.
Desde entonces, suele consumir drogas, como cocaína, tussi o pilas. “(El tussi) se siente como si estuvieras flotando. No sé cómo podría explicártelo, la verdad. Es euforia, estás feliz”, cuenta. Luego, toma de la mano a Javiera y se pierden nuevamente en la pista de baile.
“Las drogas no son para asustarse“
Cerca de las siete de la mañana, y Felipe (26) está sentado en uno de los sillones blancos de la sala de descanso pensando en cómo irse, mientras mira su celular y fuma un tabaco. Una vez que accede a la entrevista, pone en pausa su plan de devolverse a su casa en Las Condes. “Mira, lo primero que tienes que poner en tu reportaje sobre mí es: ‘Él es un drogadicto’”, dice mientras se ríe. Esa noche, confiesa que “ha hecho de todo”: un cóctel de alcohol y tussi.
Aún recuerda cómo empezó a ir a los after, cuando comenzaba a estudiar ingeniería industrial en la Universidad Federico Santa María. Un día, un compañero de él, “cuiquisímo y zorrón”, llegó a clases contando a clases cómo fue la fiesta.
-Perro, no te imaginai’ lo que viví este fin de semana. Drogas, alcohol: fue increíble -le dijo su compañero.
Ese fue el comienzo: le gustó tanto el ambiente bohemio, la música y las personas que iban, que llegó a ir a un after cuatro veces a la semana. Si bien no sabe bien con exactitud cómo pudo graduarse de la carrera sin atrasarse, él lo atribuye a una cualidad innata: “Es que soy inteligente. Siempre me fue bien en clases”, explica. Luego, empezó a trabajar en una consultoría, por lo que tuvo que bajar la frecuencia de ida. Y si bien dejó de carretear tanto, su empleo le dio una libertad monetaria que antes no tenía. “Mira, ahora gano dos palos. Entonces, cuando estoy aquí, no hago ni la cuenta de cuánto gasto”, dice.
A pesar de que consume varias drogas cada vez que frecuenta los after, asegura: “Es que las drogas no son para asustarse. Son para disfrutarlas”, contesta. Felipe ni siquiera le da miedo que le lleguen a hacer mal, como sufrir una sobredosis o algo por el estilo. “Bueno, es que eso es parte del viaje”, explica.
La música electrónica también lo es. A pesar de que, a primera vista, pareciera que el ritmo es un poco monótono, Felipe afirma que ese es el punto de la experiencia. “Es que la música es para estar en tu volá. Lo que me gusta de venir a acá es que puedes bailar, sacarte la polera y hacer lo que quieras. Nadie te va a mirar raro. Hay de todo aquí”, dice.
Tiene razón. En este after, una variedad de personas convergen en el espacio: algunos de ellos se visten con ropa de marca, otros tienen el cuerpo tatuado entero, y unos pocos usan jockeys dados vueltas y cadenas grandes en el cuello. Pero todos parecen tener un interés en común: la música. Y, quizás, las drogas.
La casona, de a poco, se está vaciando. Son cerca de las nueve de la mañana, y de las treinta personas que habían en lounge, no quedan más de quince.
Detrás de la escena del after
Paulina (28) -quien accedió a esta entrevista con la condición de que no se revalara su nombre-, empezó a ir a este tipo de fiestas hace siete años, y desde que las frecuenta, parte de su vida ha girado alrededor de ellas. Primero se dedicó a organizarlas, y luego decidió convertirse en DJ. “A mí, lo que me gusta del ambiente electrónico, es que uno puede ser libre como tú quieras ser. O sea, nadie te va a decir: ‘Oye, ¿por qué estás bailando así? o ¿por qué estás vestida así?’. Es bien libre el ambiente y, la verdad, la música a mí me enganchó demasiado. Cuando ya te empieza a gustar la electrónica dicen que no hay vuelta atrás”, explica. A pesar de que va a los after todas las semanas, dice que no suele consumir drogas, y menos cuando está tocando. Para ella es su trabajo, y como tal, lo toma con seriedad.
Hace más de un año es residente –como se les dice a los músicos que son parte de la parrilla permanente de la fiesta–, del after que está en Providencia. Si bien no ha estado tocando allí desde que empezó a funcionar, estima que el evento tiene cerca de dos años de vida. Incluso, recuerda que antes no estaba ubicado en esa casona que funciona como restaurante: antes, la fiesta se celebraba en la terraza de un hotel de la comuna. Sin embargo, al poco tiempo lo clausuraron. “Estuvo un tiempo cerrado, porque hay pocos locales que aceptan que se hagan after. Pero bueno, ya se encontró este lugar que es realmente cómodo y es lindo para tener una buena experiencia”, cuenta Paulina.
La razón por la que pocos establecimientos acceden a realizar afters es porque su existencia va en contra de la Ley de expendio y bebidas alcohólicas (19.925). Por un lado, se debe a que todos los locales que venden alcohol están dentro de una categoría de funcionamiento. Por ejemplo, si un restaurante paga una 1,2 UTM por una patente que le permita la venta, una discoteca debe cancelar 2 UTM. De esa manera, si uno de ellos no está funcionando según su clasificación, no está abonando la cantidad acordada. Segundo, los establecimientos que cuenten con el permiso de comercialización de bebidas alcohólicos tienen un horario de funcionamiento: sólo se puede vender hasta las cuatro de la mañana, exceptuando los días sábados y festivos. En estos dos últimos días, el horario se extiende una hora más.
De acuerdo con la Municipalidad de Providencia, estas consideraciones son cruciales: si un local realiza actividades que no estén figuradas en las patente otorgada, este no será considerado como clandestino, pero sí estará violando la ley. En cambio, si el after está funcionando en un establecimiento sin permiso alguno, sí será considerado como un local clandestino.
“La municipalidad de Providencia está constantemente verificando el comportamiento de los locales, de acuerdo a la normativa y a los reclamos de nuestros vecinos (…). Tanto la Alcaldesa de Providencia, como el Concejo Municipal, han tenido una política de tolerancia cero respecto de aquellos locales que han sido calificados como “problemáticos”. Esto debido a las molestias que generan a su entorno o por infracciones continúas a la normativa legal”, aclara Marcela Ortiz, Jefa del Departamento de Coordinación de Planificación y Operaciones de la Dirección de Fiscalización.
Desde el 2023, el municipio ha clausurado nueve locales de expendio de bebidas alcohólicas. De ellos, tres correspondían a la definición de un after.
A pesar de la ilegalidad, varias personas como Paulina, desarrollan su trabajo como DJ en clubes y en este tipo de fiestas. En el caso de ella, usualmente trabaja de jueves a lunes, aunque no siempre sea en el after de Providencia. A este último, en especial, le guarda mucho cariño y lo considera como uno de los más seguros de la escena. “Conozco a la dueña, y realmente se preocupa mucho de generar un buen ambiente. No se permiten malas situaciones, ni gente que se sabe que puede causar un problema. Es más para las personas a las que le gusta la música de verdad, más allá del vacile en sí”, aclara.