Opinión
21 de Junio de 2025

50 años del Metro: ¿Y si retomamos la “elegancia”?

La columnista Rita Cox analiza los 50 años de Metro y las problemáticas que viven los ciudadanos día a día en el transporte público entre comercio ambulante, música callejera y falta de accesibilidad para personas en situación de discapacidad.
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Tengo casi la misma edad que el Metro de Santiago, que el 15 de septiembre cumple 50 años desde que inauguró oficialmente sus operaciones con la puesta en marcha del trayecto San Pablo-La Moneda. Es decir, no conozco esta ciudad sin el tren subterráneo, y mi trayectoria emocional, estudiantil y profesional está marcada por este medio de transporte único en Chile.
Recuerdo claramente cómo comenzar a circular sola en metro tuvo algo de iniciático en el camino hacia la independencia. También en la conexión con un mundo que parecía demasiado lejano, y a cuyas grandes ciudades –con sus Subway, Underground, Métro– era posible aproximarse a través del cine, la televisión o tal vez una que otra revista. Andar en metro me producía, de adolescente, una ensoñación cosmopolita.
Sola, de escolar o con ropa de calle, me recuerdo también como un personaje secundario de Ciertos chicos, de Fuguet, o una página de El gran libro del Metro de Santiago: 40 años de viajes subterráneos, que la agencia Felicidad publicó en 2015, cuando todos éramos otros, también el metro.
Metro –como proyecto de desarrollo capitalino– no se entiende sin una carrera de relevos entre mandatarios. Por las dimensiones de sus obras, inversiones, tiempos e impacto social, necesariamente trasciende promesas de campaña. El puntapié inicial, es bueno recordarlo, lo dio Eduardo Frei Montalva casi a fines de 1968, cuando firmó el decreto que comenzó a hacerlo posible.
El genio, sin que Frei no hubiese tenido las certezas técnicas, fue el arquitecto Juan Parrochia Beguin, Premio Nacional de Urbanismo 1996. Tras titularse en la Universidad de Chile, Parrochia recorrió las principales ciudades del mundo y sus sistemas de trenes metropolitanos. En Bélgica estudió Urbanismo antes de regresar al país cargado de determinación.
Desde Frei, el primer tren andando en el 75′ y la entrega de la primera obra de extensión de la Línea 1 hasta Salvador en el 77′, cada gobierno ha logrado su medalla; su capital político a través de la marca Metro. El gobierno que comienza a despedirse no es la excepción.
Durante su última cuenta pública, el Presidente Gabriel Boric anunció que, “apenas esté asegurado su financiamiento”, comenzará a trabajarse en la extensión de la Línea 4 hasta la comuna de Lo Espejo, y una nueva extensión de la Línea 6 para Maipú poniente. Sobre la Línea 9 –anuncio hecho en 2023 y que conectará Bajos de Mena, Puente Alto y La Pintana con Santiago– informó que prontamente comenzarán las obras. También confirmó la futura línea al aeropuerto internacional, desde la estación Huelén de la Línea 7. Esta última permitiría conectarse desde Cerro Navia hasta el terminal aéreo por vía subterránea en cerca de 7 minutos.

Reducir los tiempos de viaje; bajarse del auto; descongestionar la ciudad y disminuir las emisiones; destrabar la billetera que, con el costo de la bencina, se ve cada año más impactada; potenciar barrios, la plusvalía de sus viviendas, mover comercios de oportunidad. Para nadie son un misterio los beneficios del desarrollo que genera cada nuevo proyecto de Metro.
En cifras, si consideramos exclusivamente el factor tiempo, de acuerdo con un estudio realizado por el Consejo de Políticas de Infraestructura (CPI), solo la extensión de la Línea 4 hasta Bajos de Mena y las líneas 7, 8 y 9 beneficiarían a 4,4 millones de personas, que ganarían 124,5 millones de horas al año (un año tiene 8.760) gracias a la reducción de sus tiempos de traslado. Por supuesto que es magnífico. Pero también es urgente preguntarse sobre la calidad de ese tiempo de viaje.
En 2017, el abogado Tomás Cox Ferrer –que da la casualidad es mi hermano– publicó un librito bajo el sello Ocho Libros Editores donde mostraba una selección de los retratos que durante años había venido haciendo con la cámara de su celular a sus anónimos compañeros de vagón durante las horas punta. Primero como estudiante de la Casa Central de la UC, y luego como trabajador del centro de Santiago. Todos esos hombres y mujeres tenían algo en común: sus miradas absortas, perdidas en la intimidad de sus propias preocupaciones, divagaciones, fantasías, asuntos pendientes, tormentos.
No imagino ese paréntesis personal hoy. Todo lo contrario, esos minutos –pienso en mi traslado del lunes 16 de junio, el lunes de lluvia y de Línea 1 con problemas por persona en la vía en Universidad de Chile– son de alerta. De evitar que alguien meta la mano en el bolso; de un empujón; de esquivar la mirada del vendedor informal o tal vez sucumbir al producto de oportunidad; de detestar al músico viajero o sentir admiración y, a la vez, tristeza por su talento desplegado en el escenario equivocado; de no saber si enfrentar o resistir en silencio al que escucha videos sin audífonos y a todo volumen parado casi encima de mi humanidad.

Ese mismo 16, Metro puso en marcha una primera medida para atajar el comercio informal que se instala en los pasillos de las estaciones, dentro de los trenes, obstaculiza escaleras y ascensores. Desde esta semana, entonces, no pueden ingresar carros de supermercado ni “yeguas” de carga, y se realizan fiscalizaciones con foco en las 36 estaciones con mayor afluencia de pasajeros. Habrá que esperar unas semanas para una primera evaluación por parte de la empresa, considerando, sabemos, la rápida adaptación de los informales.
De funcionar las medidas, estas resolverán parte del problema, pero no todo. Aunque Pulso informó hace unos días sobre el ambicioso plan de inversiones de Metro, que incluye ascensores, escaleras mecánicas, mejoras de iluminación en estaciones y reemplazo de torniquetes por puertas automáticas bidireccionales antievasión, nada se sabe respecto de medidas que nos permitan seguir conviviendo, y sobre el rol de quienes no infringen la ley, pero sí ciertas convenciones de amabilidad y educación.
2,1 millones de personas se trasladan todos los días laborales en el metro, y todas tenemos los mismos derechos desde el momento en que pagamos nuestro ticket. ¿Cómo abordamos el ruido que daña, cansa y estresa?
Inolvidable es la carta que Carlos Iturra publicó en 2024 contando las dificultades que le significaba a su hijo con trastorno del espectro autista los trayectos que debía hacer entre las estaciones Vicente Valdés y Bellas Artes, y que se tornaban “insostenibles” debido al ruido generado por los músicos informales de los vagones. El padre detallaba que el recorrido, que demoraba 20 minutos, terminaban haciéndolo en cincuenta.
¿Qué hacemos con la falta de accesibilidad? Hace pocos días, el influencer Randy Oliveros, dependiente de una silla de ruedas, compartió varios videos en redes sociales donde mostraba cómo debía bajar por las escaleras del metro, hacer malabares frente a ascensores malos, y contaba que, finalmente, había prescindido del servicio.
Metro tiene un sitio web ( www.metro.cl/estacion/) y un número 800 que, según se lee, “entregan información sobre la ubicación exacta de los ascensores en los accesos y la disponibilidad de estos equipos en la estación”. Con 20 años, el planificador de viajes se actualiza dos veces al día.
Advirtiendo falencias de ese sistema es que el pasado 3 de junio, en el contexto del XXII Congreso de Ingeniería de Transporte, organizado por SOCHITRAN, se presentó una App (https://ariellopez.cl/metro/accesibilidad) que muestra en tiempo real el estado de los ascensores y las escaleras mecánicas. Liderada por el ingeniero Ariel López, especialista en movilidad y diseño de sistemas de transporte, la App es de sencilla visualización y comprensión. “Extraigo la data desde la web de Metro. Ellos la actualizan manualmente en un sistema que lo muestra en la web con un punto verde o rojo. Pero es una forma engorrosa para el usuario que tiene que revisar estación por estación, una a una”, me explica.
Agrega que “lo que hace esta App es recorrer varias veces al día toda la web de Metro extrayendo información del estado de ascensores y escaleras, con eso alimenta una base de datos que es la que se muestra en el visualizador. Cada vez que un dispositivo cambia de estado (rojo a verde, o verde a rojo), guarda la fecha y la hora de ese cambio. Con eso, además de informar minuto a minuto, podemos tener la data histórica de cada dispositivo. Eso permite que cada uno tenga una barra mostrando el tiempo que lleva bueno o malo, y señalando hace cuántos días está en este estado y su porcentaje de operatividad. Esa información no la entrega Metro. Esperamos que esas métricas, al ser públicas, puedan presionar a las autoridades a tomar medidas y hagan lo que corresponde para que esos porcentajes se acerquen a cero”.
Y pasa que a veces los ascensores sí funcionan; que no son los ambulantes con su mercadería quienes los ocupan, sino personas de todas las edades, con perfectas condiciones de movilidad, a quienes simplemente les da lata avanzar a pie y ocupan el lugar de otro que no tiene opción.
¿En la lógica del tiempo que muchos ganamos no subyace también el que algunos pierden porque otros sustraen?
Recuerdo una nota de televisión en blanco y negro –disponible en YouTube– sobre la llegada de los carros de metro y su pronta inauguración en 1975. Allí, un hombre vestido de traje y de edad indeterminada le dice a la reportera que el nuevo medio de transporte será “más elegante”.
Me pregunto a qué se habrá referido con “elegante” ese histórico usuario. Tal vez su razonamiento conectó con la procedencia francesa de la nueva tecnología, o con su promesa modernizadora. Me aventuro a parafrasear a Oscar Wilde, con palabras que podrían servir de guía para los próximos 50 años de metro -y todo espacio de uso público-, pensando en las siempre mayores exigencias de convivencia para una población cada vez más diversa en todos los sentidos: la elegancia es la manera más visible de ejercer una buena educación.