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LA CALLE

29 de Marzo de 2010

Las imágenes del horror

Alfredo Jocelyn Holt
Alfredo Jocelyn Holt
Por

POR ALFREDO JOCELYN-HOLT
FOTO: ALEJANDRO OLIVARES

Leo en un texto de Alberto Manguel el sugerente dato que, quizá, la más potente imagen del horror producida durante ese siglo del horror que fue el siglo XX —el lienzo gigante de “Guernica”— se la debemos a uno de los artistas más insensibles a la violencia que ha habido. A Picasso, quien, además de ser un fanático de las corridas de toros, solía martirizar con esmerada crueldad a sus modelos-amantes, ridiculizándolas o despertándoles celos enfermizos, hasta hacerlas llorar para luego retratarlas desesperadas. “A mí nadie me importa de veras”, le confesaría a una de ellas. Un tanto paradójico porque lo que suscita el cuadro en los espectadores es justo lo contrario; es piedad empática para con las víctimas.

¿Era un bárbaro Picasso al provocar este combo perverso de amor y odio? Probablemente sí. Los expertos en ritos aztecas sostienen (cito a Balandier) que el impacto dramático de la violencia sacrificial consistía en una suerte de “fascinación asustada”, cómplice y devoradora, de parte de los testigos del ceremonial escenificado, y eso nadie lo sabe mejor que el cristianismo, que viene haciendo otro tanto desde hace dos mil años con la imagen trillada del dios agónico, los ojos en blanco, colgando de la cruz.

¿Qué sería del ministerio del dolor sin aquel sufrimiento coreografiado? Debidamente repetido, en dosis calculadas, puede operar, incluso, como analgésico. Llegado cierto punto de inflexión, la saciedad emocional se traduce en resignación hipnótica. La víctima propicia “muere por nosotros” y, a continuación, a los sobrevivientes se nos conduce al siguiente episodio levítico, al duelo, a la paz del cansancio acabado, la resurrección del cuerpo y del ánimo perdido. Al final, se nos asegurará que todo está más o menos bien; la vida seguirá el curso cotidiano, y a la pesadilla se la recluirá a ese altillo de material ligero —la memoria— con que luego improvisamos el recuerdo flojo.

Claro que, en nuestros días, dada la velocidad relámpago con que nos solemos manejar, para que el olvido no devenga inmediato ni desechable, hay que prolongar el orgasmo voyerista un poco más. Grado ocho, ojalá con réplicas y estremecimientos varios. Si para volver presente la desgracia, le bastó a Picasso con un mural, una sola mujer despavorida, un caballo herido aullando, una única casa en llamas, y un puro toro imperturbable y, ya antes, era suficiente también una sola imagen de la crucifixión, preferentemente en el altar mayor, eso, hace tiempo, que dejó de convenirnos. Para que no se pierda el efecto, la dosis obliga, ahora último, a centenares, cuando no miles, de imágenes, a las cuales los soportes técnicos de máxima resolución, cuan auxilio viagra, ayudan para qué decir. Permiten que los registros se recarguen y reproduzcan tantas veces lo exija el morbo paparazzi. Acompañadas de, a veces, las mismas palabras una y otra vez repetidas (“dantesco” y “resiliencia”, por ejemplo) a modo de asombro y aliento, sólo entonces se puede asegurar una mínima impresión… twitter abreviada. Usted sabe: somos económicos y hay que guardar energías suficientes para la patriótica reconstrucción que sigue. Estamos en el año del Bicentenario.

En otras épocas en que se han fotografiado terremotos (en Chile tales oportunidades sobran), se ha sido un poco más discreto y púdico. El efecto que producen las fotos antiguas es algo más recatado. Aunque menos inmediatas, quizá algo artificiosas (las personas captadas en cámara a menudo “posan”), las escenas más escabrosas se omiten (presumo que por censura) recurriéndose, en cambio, a ilustraciones a mano, dibujos que amortiguan el efecto de realidad cruda. El blanco y negro, como en “Guernica”, sin embargo, resalta las escenas, como si con esas dos tonalidades elementales se quisiera reflejar cierta disyuntiva maniquea en juego. Con todo, cuidan mucho en guardar distancia con lo que muestran. No hay registros de aficionados, son todas de profesionales y, por lo mismo, no precisan de musiquitas impostadas “en off” para proveerse de solemnidad como en los videos amateur que hemos visto en estos días. Por lo general, se concentran en retratar ruinas cuando ya la catástrofe se ha producido. No en el desastre en curso, y sin esa típica urgencia periodística, la de la noticia en desarrollo (efecto de la televisión), todavía imprevisible su término, que tiende a elevar la angustia en quien mira. Definitivamente, carecen de ese sentido democrático protagónico participativo, con nombre y apellido (la de víctimas que registran su propio infortunio), tan de hoy en día.

Paul Virilio acierta cuando afirma que, en la actualidad, vivimos en una suerte de “museo de accidentes”, de un horror sin muros que lo contengan; galerías enteras de catástrofes acumulativas, que se suceden cuan impromptu, capaces de reproducirse ad infinitum. Vivimos lo propio y revivimos, a la vez, cantidades de otros desastres ya “vistos” en serie que impiden despegarnos de una pantalla virtual en que todo se convierte en espectáculo-realidad. Según Susan Sontag, las fotos son armas de doble filo; “las fotografías son un medio que dota de `realidad´ (o de `mayor realidad´) a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes acaso prefieren ignorar”. Las imágenes no hablan por sí solas, presumen de una supuesta inocencia de cuya manipulación posible no siempre se tiene conciencia. Toda foto o secuencia de imágenes exhibidas suponen montajes, encuadres, perspectivas, políticas editoriales. A las imágenes no basta con sólo mirarlas; hay que saber leerlas, “verlas” por lo que son, es decir, interpretarlas (John Berger). Aunque se plantean como una ventana abierta al mundo, suelen camuflar al factótum que siempre hay detrás; de hecho, siempre hay alguien “detrás” de la foto, es decir, de la cámara. Por cierto, se benefician del horror y del “dolor de los demás” quienes siempre debiéramos saber que se aprovechan en estos casos. Y, de eso, nadie por supuesto, nos advierte.

Me quedo con la no-descripción de Voltaire del terremoto de Lisboa en “Cándido o el Optimismo”. Voltaire no se detiene en el terremoto (y eso que fue terrible), no se regocija en su recreación. Cándido y su acompañante —el Doctor Pangloss, quien cree que a pesar de todas nuestras miserias, vivimos en el mejor de los mundos— lo sobreviven, aunque a uno la Inquisición lo condena a la horca por hereje y al otro lo azotan. En estos días que se caen las iglesias, vigas y tejas, simplemente ándese con sumo cuidado.

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