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Opinión

23 de Abril de 2014

Columna: Asignaturas pendientes

El tema del pueblo mapuche y las relaciones con Bolivia son dos fenómenos aparentemente distintos, pero que pertenecen a la misma naturaleza, esto es, provienen del mismo tronco e historia, apelan a los mismos fantasmas, y nos hablan del lado oscuro de nuestra “identidad nacional”. Veamos. Algo ocurría en la zona central de Chile alrededor […]

José Bengoa
José Bengoa
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El tema del pueblo mapuche y las relaciones con Bolivia son dos fenómenos aparentemente distintos, pero que pertenecen a la misma naturaleza, esto es, provienen del mismo tronco e historia, apelan a los mismos fantasmas, y nos hablan del lado oscuro de nuestra “identidad nacional”. Veamos.

Algo ocurría en la zona central de Chile alrededor de la mitad del siglo diecinueve. Muchos historiadores lo han tratado de comprender, pero creo que aún falta mucho que decir. Las haciendas dominaban el territorio. Más que productoras de alimentos eran fábricas de seres humanos. Cada familia tenía diez o más hijos. Vivían en la miseria. El territorio de Chile era muy pequeño, Armando de Ramón decía que era el país más pequeño de América del Sur, incluyendo Uruguay. Allí creció el sentimiento de nacionalidad y nuestros principales estereotipos: que somos blancos, católicos, hablamos castellano y sobre todo, rotos y ricos, el orgullo de ser chilenos. No hubo revolución agraria a pesar que la caldera aumentó su presión. El resultado fue una fuerza expansiva desde el centro hacia el norte y hacia el sur.

Miles de campesinos, hijos de inquilinos se fueron de carrilanos primero y luego al norte pampeano; cientos de desarrapados se fueron hacia el “sur araucano”. La imaginación reinante los consideraba dos territorios vacíos, “terra nullius”, tierra de nadie. A eso se agregaba que no solamente eran “fronteras nacionales”, el límite hasta dónde llegaba el país, sino que eran al mismo tiempo “fronteras étnicas”. Más allá del Valle Central estaba poblado de “indios”. Se hablaba en esos años de “civilización y barbarie” y se lo enseñaba en las escuelas que había fundado Sarmiento. El desplazamiento hacia el norte y hacia el sur se transformaba de esa manera en una “misión civilizatoria”. Y en medio de esas conversaciones y miradas se fue construyendo la denominada “identidad nacional”.

Lo que vino es conocido. La población de Antofagasta mayoritariamente chilena, entró en conflictos con las autoridades bolivianas y tras numerosos episodios, Chile declara la guerra y avanza sus fronteras. Las tropas oponen poca resistencia y Daza se refugia en el Tíbet sudamericano, inexpugnable, pero solitario. El Ministro de Guerra, Rafael Sotomayor, civil, dirige las tropas, como consta, hasta llegar a Lima; y no solo eso, suben desmedidamente a la sierra donde enfrentados finalmente con la “barbarie de Cáceres” y sus “montoneras de indios”, es derrotada la flor y nata de nuestra juventud, los Héroes de la Concepción. La simbólica se llena de colores, rumores, estereotipos que confirman la bruta relación entre fronteras nacionales y étnicas. No hace muchos años en Chacarilla ascendía a la montaña el mismo número de los niños muertos en la sierra peruana.

El mismo ejército que ha llegado a Lima, ahora comandado por el Ministro del Interior, Manuel Recabarren, pasa de largo por Valparaíso, desembarca en Talcahuano, y con los mismos fusiles y cañones avanza hacia el sur “Pacificando la Araucanía”, como decían y aún dicen nuestros libros escolares de Historia. Funda fuertes, domina habitantes, y abre territorios “para la civilización”. Estos dos movimientos, para quienes no recuerden la Historia de Chile, ocurren entre 1879 y 1881. Chile pasa de ser un pequeño espacio entre cordillera y mar en el Valle Central a una larga y delgada lombriz que va desde Tacna, durante algunos años, hasta el Estrecho de Magallanes y la “Antártida famosa”. Serán las nuevas fronteras de la Nación moderna del siglo veinte.

En 1904 se firmó el Tratado con los bolivianos; en el sur no lo hubo, solo radicación de indígenas en pequeñas reducciones, así llamadas, ya que se redujo su territorio. Se pensó que se trataba de dos asuntos terminados. Las poblaciones del centro comenzaron a viajar hacia el norte y hacia el sur y el Valle Central quedó menos poblado; los hacendados aunque se quejaban de falta de mano de obra, no temían por sus tierras enormes. Nadie se las discutía. De Europa llegaban oleadas de suizos al sur, yugoeslavos al norte, italianos al norte y al sur, y así florecían esos antiguos territorios desocupados, en uno se producía el oro blanco y en el sur, el trigo que también viajaba ensacado en barcos a Inglaterra.

Lamentablemente para el Valle Central, algo no quedó bien amarrado. Domingo Santa María, Presidente, vio y temió que lo del norte nos iba a traer problemas en el futuro; algunos también miraban con preocupación lo que ocurriría en el sur. Y así fue. Después de años, los reclamos comenzaron a escucharse y desde hace un tiempo se han vuelto ensordecedores. Son dos fenómenos diferentes dirá la mayoría, pero insisto, son de naturaleza similar. Allí se jugó una combinación compleja de territorios, riquezas, tierras, mar, en fin, recursos, con estereotipos culturales, imágenes multiétnicas, identidades profundas y odiosas.

“No hay con quien conversar” es lo que se dice siempre en ambos casos. No hay interlocutor válido ni en el norte ni en el sur. En uno cambian los gobiernos y no son de fiar, en el otro, las dirigencias no tienen legitimidad y están sujetos a la anarquía. Curiosa similitud. ¿Será verdadera? , o ¿será simplemente ceguera de las élites criollas ?

Chile no será un país moderno hasta que no solucione estos dos asuntos, estas asignaturas pendientes. Y no lo será porque la asignatura del norte es la que sigue justificando el militarismo nacional. Es cuando en la parada militar vemos pasar volando “hospitales” sobre Santiago, ya que cada uno de esos aviones vale un enorme consultorio moderno; o cuando vemos miles de hombres y mujeres con su gallardo paso de parada y pensamos en miles de maestros bien pagados, bien vestidos, bien tratados, o cuando observamos que los únicos hospitales nuevos del Estado son los militares, o que cada barco equivale al presupuesto de la Universidad de Chile. En fin, nos podemos preguntar con razón la importancia de sentarse a conversar en el norte. Y no habrá una sociedad democrática en Chile sino se resuelve la asignatura pendiente del sur. Seguiremos siendo el país de la discriminación, de la ridícula soberbia de creerse los “ingleses de América”, de negar la Historia, el mestizaje, y afirmar la identidad nacional en el latrocinio y la estupidez.

Nada o poco de esto se dice en los proyectos de cambio de la Constitución. Pero a mi modesto modo de ver, es lo sustantivo. Si no tenemos paz en nuestras fronteras externas e internas, no saldremos nunca del atolladero, del subdesarrollo, del militarismo, de la ausencia de solidaridades entre los que vivimos en este territorio. Y para ello es preciso sentarse a conversar. Huenchumilla ha dado el primer paso en el sur; probablemente por su afiatada identidad de mapuche y chileno. Es un enorme paso que lo honra y compromete. En cambio, Morales y Choquehuanca en el norte, ante nuestra negativa persistente de sentarse a la mesa, envían un libelo a La Haya, solicitándole a los jueces de empolvadas pelucas, que nos pidan que nos sentemos a conversar. No piden siquiera revisar el Tratado de 1904, como nos ha dicho en su Conferencia en la Universidad, el destacado profesor boliviano, Gustavo Rodríguez. Ojalá que nos adelantemos y les digamos, para conversar de buena fe, no es necesario que nos lo digan los jueces de La Haya. Así como ojalá que para conversar también de buena fe en el sur, no tengamos que pasar por un juicio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como ha estado sucediendo. Porque no es casualidad que los dos casos en que Chile es acusado, en dos de las principales Cortes Internacionales, sean justamente estas dos asignaturas pendientes.

*Historiador y antropólogo.

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