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Opinión

1 de Agosto de 2011

Una cuica en Londres

Ya llevaba un par de meses viviendo en Londres cuando me di cuenta que no me quedaba ni un peso partido por la mitad. Literalmente. El balance del banco no miente y, como en tantas otras cosas, calculé mal, o no calculé, y la plata que se suponía me iba a alcanzar, las pegas que […]

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Ya llevaba un par de meses viviendo en Londres cuando me di cuenta que no me quedaba ni un peso partido por la mitad. Literalmente. El balance del banco no miente y, como en tantas otras cosas, calculé mal, o no calculé, y la plata que se suponía me iba a alcanzar, las pegas que iban a llegar, las 20 horas de trabajo que mi visa me permite y por las que, por supuesto, eventuales empresas de diseño londinenses se iban a pelear, nada fue como tenía que ser.

Con mis últimos tres pounds en el bolsillo me fui a sentar a un pub con una pint al frente. Me demoré en tomármela y me propuse esclarecer antes de que la cerveza llegara al fondo, cuándo comenzó a salir todo tan mal. Cierto, llevaba un par de años sintiéndome cada vez más incómoda en Santiago. Cuando giré la cabeza a lado y lado y me di cuenta que era la última soltera sin pega estable de mi generación, decidí hacerle caso a mi instinto. Hasta las marchas gay en Santiago se organizan para salvaguardar el derecho a emparejarse ante la ley, Chile es un país para vivirlo en dupla y los guachos de comienzos del siglo XXI somos los que sobran de los ’80. Excepto que nadie nos canta que nos unamos a ningún baile.

Tengo un amigo, Alejandro, mucho más inteligente que yo. Él se dio cuenta pa’ dónde iba la micro hace diez años y se vino a Europa. “Ven a darte una vuelta, Londres es el sumidero de los que sobran”. Por lo menos sola no me iba a sentir. Y, tan chilena de los ’80 que es una, no se me ocurrió que me podía venir a la aventura, mentir sobre un supuesto curso de inglés o usar los seis meses que, con un poco más o menos de susto en el aeropuerto, se le puede sacar al pasaporte chileno por estos lados. No, yo tenía que venirme a algo. Y así di con mi master en teoría de la moda… En este punto voy a darles una pausa para que se rían.

(PAUSA)

En defensa de las Becas Chile y de cualquier otra burocracia concursable, tengo que confesar que ningún estamento oficial quiso financiarme. Bien por ellos. En lugar de beca, me vine con vaca. Mi familia entera, que por alguna mutación genética ignota me sigue teniendo fe, se puso con el costo de la colegiatura -elevado incluso para estándares de educación chilena sin fines de lucro-. Me las emplumé en el vuelo más barato y… eso, aquí estoy en una de las ciudades más caras del mundo, con al menos un año por delante, master pagado, familia que no se banca que le siga pechando y ninguna noción de cómo me las voy a arreglar ya no para comprarme ropa, para comer. Aunque sea algo, un poco, un par de kilos menos no me vendrían mal.

La sabiduría me llegó con el último sorbo de cerveza. “Lo que tengo que hacer es activar mis redes”. Bien por el seminario de desvinculación en que terminó la única pega digna del nombre que alguna vez tuve. Activar mis redes… En Santiago, eso implicaría un mail con una larga lista de copias ocultas (lo cortés no quita lo valiente) a familia, compañeros de universidad, conocidos de diversas etapas laborales, conocidos de conocidos, recomendados y un casi interminable etcétera. Digamos que 100 copias. Un 10% contestaría con al menos algo al grito de “necesito pega”, si de esos diez, dos o tres me hubieran dado datos concretos, al poco tiempo ya no sería una chica sin trabajo, sería una chica con opciones. ¿Qué tan distinto podía ser en London Land?

Diferencia uno: Como no comprara una base de datos trucha, acá no tenía de dónde sacar los 100, 50 o siquiera 10 chanchos que potencialmente pudieran dar manteca. Conozco al Alejandro, que además me tiene de invitada de piedra en su casa, pero no se me ocurre que un analista financiero sepa cómo ni en qué emplear a una diseñadora/futura teórica de la moda. No, necesitaba a alguien más y no bien entré a mi edificio, la respuesta estuvo frente a mis ojos. Gloria: australiana, vecina y siempre necesitada de interacción social. No tenía idea en qué trabajaba pero, por su ropa, imaginé que no en finanzas de ningún tipo. Algo era algo. La invité a la casa a tomar un té. No EL té, eso sería en Chile. Acá es un té, una taza cualquiera de té cargado y con leche. Se lo puse en las manos y, sin darle tiempo a pensar en otros temas, le solté: “necesito trabajo”.

Me miró con esos ojos desorientados que sólo pueden venir del primer mundo y de a quien nunca le ha faltado. “Why?” Fue su primera pregunta. Si ya la hubiera escrito y la tuviera con subtítulos, le habría pasado esta columna. Pero no, tuve que explicarle lo del master, que mis ahorros se habían acabado a mitad de camino y que tenía que comer… Creo que eso lo entendió. Se quedó callada un rato, tomó un sorbo de su té y me preguntó, “¿sabes limpiar?” Miré en derredor. Cierto que el departamento no estaba a la altura de los estándares de mi madre, pero no era para tanto. Hice un gesto vago. “Y planchar, ¿sabes?” Ahora si que la gringa me perdió por completo. Iba a contestarle pero no alcancé. “Porque la señora María, que nos ayuda con el aseo, piensa tomarse vacaciones y…”

¿Nana?, ¿quería que trabajara de nana? A esta mina el sol de Sydney le hizo algo. ¿Acaso no vio la película? ¿No sabe quiénes son nanas en Chile? ¿No se fijó en mis ojos azules? Por única vez en mi vida me dieron ganas de gritar que soy cuica. Puedo no tener un prostituto peso pero soy cuica. Métete tu trabajo de nana donde el sol no alumbre, primermundista subdesarrollada.

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