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Opinión

25 de Agosto de 2012

La soledad del pornógrafo

A sus 83 años Hernán Hoyos camina por el centro de Cali con tal vigor y habilidad que me toca alargar mi zancada y bajarme del andén para no perderlo entre la muchedumbre. Me lleva así unas cinco cuadras, luego de haberme dicho que me tenía que presentar a su “nuevo proyecto amoroso”, como él […]

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A sus 83 años Hernán Hoyos camina por el centro de Cali con tal vigor y habilidad que me toca alargar mi zancada y bajarme del andén para no perderlo entre la muchedumbre. Me lleva así unas cinco cuadras, luego de haberme dicho que me tenía que presentar a su “nuevo proyecto amoroso”, como él la llama.

–Es una mestiza de 24 años, finita, tiene nariz judía –me la describe excitado–. Trabaja vendiendo relojes en un local. Ya me dirás qué te parece.

Antes de llegar, me anticipa que la conoció hace dos días, que la saludó y recibió respuesta, que la convidó a mango biche con sal y ella se dejó, que le recibió una moneda de 500 pesos para que lo llamara al celular cuando ella quisiera verlo.

–¿Y ya te llamó?

–No, pero qué carajos –responde–. Le voy a caer de sorpresa. Le digo que sos un amigo que mañana se va de Cali y que los quiero invitar a mi casa para cenar los tres. Es probable que si te ve a vos acepte.

Dos meses atrás me había presentado otro “nuevo proyecto amoroso”: una despachadora de mensajería en el barrio Bretaña. De unos 45 años, piel trigueña y cuerpo de fruta, lo más llamativo de la mujer eran las sombras oscuras en los párpados y el labial rojo. Una vez llegamos, Hoyos comenzó a cortejarla y a declamarle versos de un poema romántico. Sin ser grosera, la señora dejó ver que no le interesaba. Justo en el momento de despedirnos, apareció un hombre que la saludó de beso en la boca.

–Yo que pensé que sí le gustaba –me dijo Hoyos, desilusionado.

Le pregunté la razón.

–Ella fue muy dulce y delicada una vez que llevé un paquete para mandar a Pereira.

–¡¿Solo eso?! –exclamé, sorprendido. Hoyos me miró contrariado como respondiendo: “¿Es que se necesitaba algo más?”.

A Hernán Hoyos muchos lo consideran el pionero de la literatura porno en Colombia. Desde finales de los años sesenta, ha venido publicando libros testimoniales, cuentos y novelas en los que abundan detalles explícitos de sexo, descripciones gráficas de tríos y orgías, de felaciones, cunnilingus o anilingus, y nombres populares de posiciones como el 69 o el pollo asado. En Sin calzones llegó la desconocida, una de sus pulp fictions más celebradas, describe escenas como esta en la que una lesbiana viola a una muchacha ante los ojos salaces de un pastor evangélico y su monaguillo:

Amarilis seguía lamiendo con frenesí. Soltó una mano y subiéndose la falda y bajándose los calzones se metió un dedo y sin dejar de lamer comenzó a masturbarse. La desconocida tiró fuertemente del cabello de Amarilis y logró quitársela de encima. Entonces la mujer se montó sobre la muchacha y le introdujo violentamente un dedo dentro de la vagina. Hundió su dedo tres o cuatro veces dentro de la muchacha y en seguida se dobló sobre sí misma con entrecortados lamentos. En ese momento el pene del reverendo soltaba semen junto con el del muchacho indio.

Antes de Hoyos, el sexo más explícito en literatura colombiana podía leerse en poemas de Miguel Rasch Isla o de Jorge Rojas, y en algunos pasajes de la novela Salomé de José María Vargas Vila. Y aunque había salas de cine triple x en varias ciudades, pasaría más de una década antes de que fundaran en 1979 Trópico Producciones, la primera empresa colombiana de cine porno.

Para mediados de los ochenta, libros como Nadie conoce mi sexo, Sor Terrible, Magola la prostituta, El tumbalocas, Aventuras de una bogotana, Ofelia la voluptuosa, El club del beso negro, Frentenalga y Careculo, se conseguían en librerías y colgaban de kioscos de periódicos y revistas.

En el documental Hernán Hoyos, un escritor de mala reputación, realizado por Carlos Fernando Rodríguez en 2009, el columnista Óscar Collazos admite que en una época le tuvo a Hoyos “una envidia muy grande porque era el único es-critor colombiano que ganaba plata antes de García Márquez”. El cineasta Lisandro Duque añade: “Hoyos fue un rompedor de la castidad de los jóvenes lectores colombianos”. Y el poeta Juan Gustavo Cobo Borda aclara que dentro de la lista de libros leídos por Andrés Caicedo “de modo admirativo estaba Hernán Hoyos”.

En la Semana Santa de 2009, a escasos meses de morir, el periodista cubano José Pardo Llada me contó que no ol-vidaba un día de finales de los ochenta en que lo invitaron a un colegio femenino al sur de Cali para hablar sobre perio-dismo y literatura a las estudiantes de grado once. Luego de las formalidades, el cubano les dijo: “Levanten la mano las que hayan leído a Gabriel García Márquez”. De un salón de treinta, dos o tres lo hicieron. “Levanten la mano las que han leído a Hernán Hoyos”, les dijo luego.

–Y de todas, Juan Miguel, ninguna se quedó con la mano sobre el escritorio.

Pocos días antes me había citado con Hoyos en la Plaza de Caicedo. Sentados en una banca, estuvimos contem-plando mujeres de todo tipo: adolescentes y veteranas, mestizas y mulatas, indígenas y negras, altas y bajitas, flacas y gordas. Entre ellas, una mulata de culo portentoso nos dejo boquiabiertos. Hoyos me explicó que en Cali el mestizaje había creado un tipo de mujer curvilínea, muy provocativa.

–El problema es que si uno se mete con una joven de esas –agregó señalando con los labios a la mulata que se alejaba– también se mete con la familia. Tal como está la situación en el país y acá en Cali, no sería raro que el papá estuviera en la cárcel, el hermano en la calle inhalando pegante, y ella prostituyéndose para alimentar a dos muchachitos.

Solté una carcajada.

–Vos te reís –me dijo, completamente serio– porque estás muy joven y no tenés problema para conseguir novia–. Hizo una pausa. Dio una mirada fugaz al andén por el que se perdió la mulata y concluyó: –Para uno ya tan viejo es terrible.

Hernán Hoyos vive en una casa espaciosa con piso de cemento, paredes sin resanar, y puertas y ventanas en madera rústica protegidas por rejas de hierro forjado. No tiene cielorraso. La construyó hace unos veinticinco años con el dinero de una herencia. Hoyos fue uno de los primeros que llegaron tumbando monte a esta colina del sur de Cali. Hoy la zona recibe el nombre de Alto Nápoles y está delimitada por la cerca del Batallón Pichincha.

En su biblioteca tiene los originales de sus cuarentaipico libros (la imprecisión es de él), entre los cuales hay uno que otro de ensayos y una biografía inédita de Joaquín de Caicedo y Cuero. Son bloques de hojas parduzcas, perforadas por polillas, varias con la tinta desvanecida. También tiene copias de un largometraje que escribió, dirigió y produjo en 2006, titulado Mariposas oscuras, una historia de infidelidades, crímenes y fantasmas en una familia de clase media. Junto a los anaqueles hay un piano vertical de color negro que Hoyos procura tocar todos los días. Noches atrás, con suficiente habilidad interpretó para mí Claro de luna, Para Elisa y un vals de Brahms.

Hijo de un exitoso corredor de seguros y de una profesora de piano, Hernán Hoyos nació en Cali como el mayor de tres hermanos y vivió su niñez entre esta ciudad, Popayán y Pasto. A los doce años, su madre lo matriculó en el Con-servatorio de la Universidad del Cauca. Entre el piano y el violín, Hoyos descubrió su predilección por la literatura. Leía a Julio Verne y era un visitante habitual de la Librería Climent –en esos días lugar de tertulias entre Baldomero Sanín Cano y Guillermo Valencia–. En una clase de español de tercero de bachillerato, Hoyos escribió su primer cuento: la historia de un niño que al regresar a casa descubre muerta a su mamá.

–El profesor nos dijo: “Escribir cuentos es muy difícil”, y le dije que yo podía escribir uno y mostrárselo al otro día. Eso hice. Yo ya estaba convencido de que iba a ser escritor.

Sería hasta 1953 cuando vería en letras de molde su primera novela, El retorno de la monja alférez, la historia de Catalina de Erauso. Personaje histórico del siglo XVII, nacida en San Sebastián, España, esta mujer escapó del convento, se disfrazó de hombre para enlistarse en el ejército español y desapareció en el naufragio de un barco en el Golfo de Veracruz. La novela de Hoyos, que muestra a la monja salvándose del naufragio y viviendo en la Colombia de la Colonia, fue publicada en tres entregas en el Diario del Pacífico –impreso caleño, conservador y sectario, destruido por la turba du-rante el paro nacional de 1957 que propició la caída de Rojas Pinilla–.

A los 25 años, Hernán Hoyos ganó el concurso de cuento de la revista mexicana Aventura y Misterio, con el relato “Las hermanas del coronel”. El segundo lugar lo ocupó el después muy famoso José de la Colina con “El jardín de las señoritas Villahermosa”. El jurado dijo del relato de Hoyos que era uno de los más originales que había recibido la revista, “pequeña obra maestra del género”. Un año más tarde, gastó sus ahorros en la edición de su segunda novela, Callejón de San Roque, historia de un sicario del Partido Conservador –pájaros, les decían– que en plena violencia partidista se enamora de un imposible. La siguiente novela fue Ron, Ginger y limón, de 1962. Otro relato de amores imposibles, aunque sin la cortina de la violencia.

Los días de Hernán Hoyos pasaban entre la escritura y empleos varios –recepcionista de hotel, operario de fábrica, ayudante de biblioteca, auxiliar en El País, vendedor de electrodomésticos–, hasta que una noche de 1968, sentado en la cafetería de la Librería Nacional, conoció a José Pardo Llada. Se hicieron amigos. Conversaron de Cali y de Cuba, del oficio de la escritura.

–Pero como la obsesión de los cubanos es el sexo, siempre terminábamos hablando de viejas –dice Hoyos–. Él me contaba sus aventuras. A las mías yo les agregaba observaciones de la vida sexual. Para darte un ejemplo: todas las les-bianas que he conocido son paticorticas. La pierna larga es propia de la mujer heterosexual.

Pardo Llada le dijo: “Tú lo que debes escribir es el Informe Kinsey colombiano, un estudio detallado de la vida sexual en este país”. Se refería al estudio del científico gringo Alfred Kinsey, el cual reveló que muchas de las prácticas sexuales consideradas marginales eran en realidad muy comunes.

–Agarré la idea en el aire –continúa Hoyos–. En vez de hacer un informe académico, vi que si escribía las vidas sexuales de varias personas, de diferente género y condición sexual y económica, podría dar una idea de lo que era el sexo en Cali.

Hoyos conversó con gente de la aristocracia valluna, con artistas, intelectuales y periodistas, casi todos de clase media; con prostitutas, travestis y proxenetas de la zona de tolerancia; hasta con delincuentes encarcelados.

–Vos sabés que no es fácil tener acceso a la vida íntima de las personas. Lo primero fue echar mano de mis amigos. Como mi padre tenía una acción en el Club San Fernando y otra en el Club Colombia, y yo iba a diario a esos clubes, tenía amigos de la clase alta. A los de más confianza, les decía que estaba escribiendo un libro y necesitaba que me con-taran sus cuentos de cama. Les prometía reserva de identidad. Algunos accedieron. Hice lo mismo con amigas de mi hermana Marianella. De esta manera, escuché la historia de exitosos profesionales y de mujeres de alta sociedad. Por ejemplo, la de un amigo del San Fernando que era actor de teatro. Él me confesó su homosexualidad y que su última orgía había sido con otro actor y dos arquitectos. Luego, busqué personajes distintos y me fui para la cárcel de Cali. El director me permitió entrevistar a algunos criminales. Uno de ellos había violado a su compañero de celda, amenazándolo con un cuchillo en la barriga. Después de escucharlo un rato, le pregunté si penetrar a un hombre era distinto que a una mujer. El tipo sonrió con vanidad y me dijo: “No. Metérselo a un hombre es igual que metérselo a una hembra”. Fueron estos detalles los que hicieron tan exitoso el libro.

Siguió con personajes de burdeles. Hoyos se había inaugurado en los prostíbulos antes de los veinte años, así que recorría la zona de tolerancia con familiaridad y muchas de las prostitutas lo distinguían. Él las invitaba a tomar algo, les contaba que estaba escribiendo un libro y las escuchaba. Luego de preguntárselo, me aclaró que ni sus entrevistados más pobres le habían recibido dinero a cambio de sus testimonios. Todos habían hablado sin esperar recompensa.

–Mirá, yo estaba convencido de que ese libro iba a ser un aporte importantísimo a la cultura caleña –me dice Hoyos, divertido–. Entonces me volví un cínico terrible. Recuerdo que fui a buscar al cura de la iglesia del barrio San Fernando. Cuando me presenté en la parroquia, le dije: “Padre, estoy escribiendo un libro sobre la condición sexual de los caleños y vengo a que me cuente su vida sexual”. Imaginate, ni me conocía. El padre, muy cortés, me hizo entrar. Frío pero no grosero, me dijo que él era completamente casto.

Cuando ya había reunido más de treinta historias, descartó las que le parecieron poco sinceras o exageradas, o las que no tenían escenas curiosas.

–Con el tiempo entendí que era imposible comprobar la veracidad de lo que me decían. La gente se inventa un per-sonaje para quedar bien. Mirá, el relato titulado “Seductor” es la historia de un amigo mío. Luego me di cuenta de que apenas una parte era verdad, la de que podía tener solo un orgasmo por relación pero penetrando a una mujer podía durar cuatro horas. Lo que no me contó y descubrí después es que le escribía cartas a una amante en las que inventaba aventuras homosexuales y ella se excitaba con eso.

Hoyos tituló el libro Crónicas de la vida sexual. Por la armada e impresión pagó 6.000 pesos –el arriendo mensual de una casa podía costar 500–. Lo llevó a la Librería Nacional de la Plaza de Caicedo. Negoció con Pardo Llada el 10% de la venta total por la publicidad en sus espacios de prensa y radio, y en menos de quince días agotó 2.500 ejemplares distribuidos únicamente en Cali, solo en ese punto de venta. Uno de los libreros de la época me contó que por las tardes la gente hacía fila para comprar un ejemplar. Que un amigo suyo había sorprendido a su abuela encerrada en el sanitario leyendo las Crónicas. Raúl Echavarría Barrientos, durante años director del diario Occidente y amigo del novelista, lo leía sin sacarlo del cajón de su escritorio y si se antojaba de hojearlo fuera de la oficina, digamos haciendo cola en un banco, lo ocultaba en un libro más grande.

–Cuando yo caminaba por el centro de la ciudad, algunas personas me detenían y me decían que el libro les había gustado mucho. En general, entre lectores de literatura yo percibía que mi libro había sido aprobado. Había algunas personas mayores, viejos sobre todo, que decían que yo narraba cosas horrorosas, pero eran minoría. Ni la Iglesia se molestó. Acaso un cura que me topé en el cerro de Cristo Rey y que al reconocerme me dijo: “Usted es un escritor de porno. Usted contemporiza con todo”.

Al final, Hoyos cobró 11.000 pesos por las ventas. Dinero suficiente para decidirse a vivir de sus libros. Abandonó el trabajo que tenía –vendedor de productos de Croydon del Pacífico– y desertó de la carrera de humanidades que recién iniciaba en la Universidad del Valle.

Arañando hasta el último peso, un año y medio después publicó Crónica de ultratumba, novela sobre una casa de espiritistas en la que timaban a los clientes. Un fracaso en ventas. Doce meses más tarde, regresó a la fórmula de las Crónicas con Casos insólitos de la vida sexual. Y aunque no alcanzó el éxito de su antecedente, logró que un literato gringo amigo suyo, Robert Maxwell, tradujera tres relatos del libro y los vendiera por cien dólares cada uno a la revista Knight –competencia de Playboy en Los Ángeles–, que los publicó a lo largo de 1972.

–Uno fue “El caso de la prostituta virgen”; otro, “Las hijas seducidas”. No recuerdo el tercero. Eso fue hace mucho tiempo. Además, yo voté las revistas originales pensando que no valía la pena guardarlas, o que sí valía la pena pero que me faltaba por hacer, me faltaba por hacer, me faltaba por hacer… y así se me fue la vida.

Vinieron luego dos de los títulos que más vendió: La colegiala y Sor Terrible. Unos 6.000 ejemplares de cada uno en tres ediciones consecutivas. Ambos, relatos reales basados en las conversaciones con las protagonistas. El primero, la vida sexual de una adolescente de dieciséis años. El segundo, la vida lésbica de una monja desde la adolescencia hasta la madurez.

Durante este tiempo, Hoyos había vivido con su madre en el barrio San Fernando. Cumplidos 43 años, se independizó. Con el ánimo de industrializar su escritura, alquiló una casa en el mismo barrio, armó el depósito de sus libros, instaló cuatro máquinas de escribir y se dedicó a teclear todo el día, todos los días. Mantenía su estado físico trotando hasta el cerro de Cristo Rey y alimentándose con una dieta poderosa en carbohidratos.

Cuando recibía los ejemplares de la imprenta, él mismo salía a venderlos maletín en mano o a dejarlos en consignación en librerías y puestos de revistas. Como su fama le alcanzaba, llevó libros a Buga, Tuluá, Cartago, Pereira, Ibagué. A Bogotá iba tres o cuatro veces por año. Al menos una vez viajaba a la costa y dejaba ejemplares en Barranquilla y Cartagena. Cuando lo consideraba prudente, pasaba por cada punto recogiendo el dinero. En la época en que pagaba 2.500 pesos mensuales de arriendo, tenía en bodega 200.000 pesos en ejemplares.

–En todo caso, era una vida pobre porque los libros no son negocio –dice Hoyos–. Nadie te compra grandes lotes de libros.

Fueron años de intensa producción editorial. Nada más en 1975 publicó cuatro novelas y una recopilación de cuentos que antes habían visto la luz en el suplemento cultural del diario Occidente. Con cada máquina de escribir avanzaba en una historia diferente. Si culminaba una escena o un capítulo de novela, o si se bloqueaba desarrollando un personaje, pasaba a la siguiente máquina y proseguía otra historia. Su sello editorial se llamaba Ediciones Exclusivas y las solapas de cada ejemplar informaban: “Ediciones Exclusivas publica novelas de tres géneros: social, de aventura y misterio, y eróticas”. Una de las que llamaba sociales era Protectores de doncellas, en la que dos tipos con plata seducían a adolescentes pobres y las obligaban a abortar luego de preñarlas; una de misterio era La fortuna de los Mendieta, la lucha de un detective por evitar que una familia quedara en bancarrota.

En Cali, la publicidad de Pardo Llada mantenía arriba la venta de las novelas, sobre todo porque nunca dejaba de referirse a ellas como “absolutamente pornográficas”. Además, lo visitaba con frecuencia siempre acompañado por gente de la farándula caleña o por colegas periodistas. Así, a Hoyos un día le caía un amigo poeta con su joven amante; al otro, un comisionista del periódico se le aparecía con una prostituta. Él a todos los recibía con cordialidad y aprovechaba para preguntarles por sus vidas sentimentales, o por anécdotas de cama. La gente, fascinada con la posibilidad de leerse luego en alguno de los libros de Hernán Hoyos, le contaba intimidades sin tapujos.

No pocas veces estas visitas terminaban en cópulas, en orgías. A pesar de que el novelista evitaba las fiestas con música a alto volumen y nadie se podía quejar de que él o sus visitantes protagonizaran escándalos o peleas, su casa comenzó a ser vista por algunos vecinos como un sitio de libertinaje y vicio.

–La casa se fue desacreditando y yo no entendía muy bien cuál era la razón –dice–. Los vecinos solo veían que mucha gente entraba y salía, nada más. Hasta que un día un amigo mío le dijo algo a una niña de quince años, hija de la vecina, que estaba muy bonita, nada grosero. La niña le contó a la mamá. Esa señora me sermoneó y me gritó: “¡Con mi niña no se meta!”. Le respondí que yo ni siquiera le dirigía la palabra a la niña. Pero la señora estaba envenenada: cuando publiqué la novela Coca, un auxiliar me empacaba los libros en mi maletín y yo le decía: “Para hoy necesito cincuenta ejemplares de Coca”. Como de esta señora solo me separaba una pared, ella escuchaba todas mis conversaciones y se imaginó que yo era un traficante y me denunció con la policía. Cuando me cayeron, se dieron cuenta de que era un libro. A los días, el dueño de la casa me llamó y me dijo que se la entregara. Yo le dije que no me quería ir y que le podía pagar un poco más de arriendo. El tipo no aceptó y me tocó irme.

De aquella temporada en San Fernando le quedó su esposa. Una vecina de 22 años llamada Nubia. Menuda, de piel blanca, pelo castaño oscuro. Fue amor a primera vista. A los días de haberse conocido, el novelista se la llevó a vivir con él, y aunque la familia de la mujer se opuso, Hoyos la hizo su esposa y rápidamente la dejó embarazada.

El nacimiento de su primer hijo obligó al novelista a mejorar sus cuentas. Tras dejar San Fernando, saltó de barrio en barrio. Le quitó tiempo a su escritura y ensayó negocios propios: abrió una vinería y quebró. Abrió una hostería y quebró. A mediados de los ochenta, su esposa ya le había dado cuatro hijos –una mujer y tres hombres– y él ya había comenzado a edificar su casa en Alto Nápoles. A su oficio de colaborador permanente en Occidente sumó el de comisionista de anuncios para el mismo periódico.

Fue en esa época cuando lo conocí.

Era una tarde de marzo o abril de 1992 (la imprecisión es mía). Yo estaba en la oficina de mi papá, asistente de la Dirección en Occidente. Un hombre de poca estatura, bastante calvo, de piel cobriza y ojos escondidos de un color entre verde y café, entró y nos saludó. Luego de una breve conversación, mi padre me lo presentó. “Mijo, el escritor Hernán Hoyos”. Me sorprendí. “Ah, es él”, pensé.

En esa época sus libros me tenían engolosinado. Uno tras otro, los leía con la fiebre sexual de un adolescente de ca-torce años. De la modesta colección de pornografía oculta entre unos dos mil títulos de la biblioteca de mi padre, yo ya había hojeado las revistas y leído todos los cuentos y artículos. Y como esa colección no se actualizaba, llegué a las ca-rátulas de los libros de Hoyos. Recuerdo la de El tumbalocas, la foto de una mujer semidesnuda con unas tetas suculentas de pezones colorados. La de Sin calzones llegó la desconocida, la foto de una rubia hermosa, desnuda junto a una puerta con las bragas en la mano. La de El precio del crimen, un collage de mujeres semidesnudas y hombres armados, y la de 008 contra Sancocho, una caricatura de un viejito que ampliaba con lupa la huella de una mano sobre la nalga turgente de una mesera en babydoll. Aquellas ediciones eran del mismo tamaño que las Selecciones del Reader’s Digest. Cuando le pregunté por las carátulas, me explicó que las había hecho con fotografías que recortaba de revistas extranjeras. Las ilustraciones se las pedía a Luis E. López, caricaturista de Occidente.

Una tarde de junio de 2010 caminé con Hoyos por varias librerías de viejo buscando estas ediciones. Aunque muchos libreros no lo reconocieron al verlo, todos sabían de sus libros y decían que la gente los demandaba con regularidad. Al final, solo hallamos Se me paró el negocio, justo el único sin mujeres lascivas o ilustraciones insinuantes en la carátula, apenas el título sobre la tapa verde.

Esa tarde le pregunté si alguna vez había ofrecido o intentado negociar sus novelas con editoriales grandes para tratar de recibir adelantos y pagos sobre las ventas. Me dijo que sí, que a Plaza y Janés y a Norma había enviado La herencia de los Molina. A Bruguera, otra. No recordó cuál.

–En Plaza y Janés me contestaron: “Rechazado” y en Norma ni me respondieron ni me devolvieron el manuscrito. Tuve que ir por él. En Bruguera me dijeron que la novela era interesante, pero no la publicaron y tampoco me devolvieron la copia. No te sorprenda que se la hayan vendido a algún autor de novelitas de vaqueros.

Le pregunté si lo había intentado con los libros de sexo explícito y me dijo que no.

–¿Por qué no?

–Porque me gustaba el oficio de ser escritor, editor y mi propio distribuidor –dijo–. Porque he tenido la compulsión por ser independiente. Y porque coroné por mi propia cuenta –añadió, enfático, como si mi pregunta hubiese puesto en duda su carrera–. Tengo mi casa, la gente me ha leído, me reconocen, los periodistas me volvieron famoso y si lo hicieron por algo fue. En este momento he llegado a la realización de cosas que me propuse hace muchos años. Mirá, Pardo Llada me decía: “¿Y tú por qué estás tan pobre con semejante éxito?”, “¿A qué llamas tú pobre?”, le decía yo. La riqueza tiene varias formas. Su chofer se metía: “Don Hernán es buena gente y pobre”. ¡Imaginate, el chofer de Pardo Llada! Yo, callado. Con el dinero que gasté en la película Mariposas oscuras hubiera podido comprar un automóvil y no lo hice.

Tras un silencio, añadió que había emprendido la reedición de todos sus libros pero como ya no le gustaba viajar, únicamente los distribuía en Cali.

–Por eso apenas son trescientos ejemplares de cada título. Lo que pasa es que tengo más de cuarenta obras para re-editar. Multiplicá eso por trescientos ejemplares, da una cantidad espantosa de libros. Y estoy dispuesto a reeditarlos todos. Comencé en 2002 y van cinco, la que ahora está en prensa es Sor Terrible. La próxima será El miembro de Lucifer.

Le dije que considerara hacer una selección de sus novelas para enviarla a una editorial, que quizás yo le pudiera hacer el puente con algún editor para que las leyera sin compromiso de publicación. Y me dijo que no, que una selección implicaría entregar toda la obra y que esa era su vida entera. Hizo un silencio largo como dándose una oportunidad de pensar mejor lo que acababa de escuchar.

–Te ruego que me comprendás –finalizó, alejando cualquier duda–. No quiero perder el control de mi pequeño ne-gocito editorial.

Una actitud parecida había tenido con dos muchachos caleños representantes de un célebre sitio porno llamado lindapop.com. Enterados de los libros de Hoyos por una nota en la edición online de El Tiempo en mayo de 2010, los muchachos le pidieron una cita, se encontraron en la terraza del Hotel Royal en la Plaza de Caicedo, le explicaron qué ofrecía el sitio y quisieron saber si le sonaba adaptar una de sus novelas para una película que se vendiera a través de la página. Hoyos se negó de plano. Dijo que él no tenía tiempo para escribir el guion y orientar la adaptación, y no iba a permitir que otro lo hiciera. Por más que los muchachos le explicaron la forma en que podría ganar plata a través de internet, el novelista permaneció inflexible.

En uno de nuestros primeros encuentros, Hoyos me contó que un amigo suyo le había propuesto vender los libros descargándolos de internet. Y no le había ido bien:

–El tipo me adelantó 100.000 pesos y yo le di un cedé con Sor Terrible y mis datos biográficos. Luego, se desapareció. No creo en internet como negocio, es una güevonada. El negocio funciona si tú vas a cobrarle al cliente y te paga en efectivo o en cheque. En esta época hay cosas que son muy nombradas pero no son negocio: el internet y las librerías.

El negocio que sí le dio alguna estabilidad económica fue la venta de repuestos eléctricos de automóvil a nombre de la importadora que su hermano Octavio tiene en Pereira. A partir de 2002, como había hecho en sus ventas anteriores, Hoyos tomó un maletín, un bloc de facturas y un puñado de hojas sueltas, y fue de un almacén a otro ofreciendo la mercancía. Empezó con dos o tres clientes y en diciembre de 2010, una tarde en que lo acompañé a dejar encargos y cobrar cuentas, visitamos no menos de diez locales. Recuerdo que entramos a un almacén atendido por tres hombres de overol manchado de grasa de motor. En la pared, había calendarios con fotos de mujeres muy jóvenes en diminutos trajes de baño. Tras los saludos, Hoyos se detuvo en los calendarios y preguntó:

–¿Cuántos de ustedes se comerían a una mujer de estas, sin pensar en sus esposas? –Los tres dijeron que sí–. Enton-ces, los tres son normales –concluyó, serio.

Lo miré sin entender.

–Ninguno es marica –acotó con una risita burlona–. En esta época, pueden tomarlo como un cumplido.

Después de dos almacenes más, entramos a una cafetería. Caía la tarde y el sofoco daba paso a la brisa caleña que hace bailar las ramas de los árboles. Luego de una que otra idea suelta, me preguntó por mi profesión, cómo me ganaba la vida. Mi explicación le despertó recuerdos:

–Con los periodistas de El País nos íbamos para la zona de tolerancia. ¿A vos te tocó la zona de tolerancia de Cali?

–La de mi época quedaba en la avenida octava norte, entre el barrio Granada y la avenida sexta. Los travestis y las putas se ofrecían en las esquinas. En las discotecas se compraban drogas sin problema. Todo eso –recalqué– hoy en día es la zona rosa.

–No, yo te hablo de la calle 19, en el centro –dijo Hoyos, arrellanándose en la silla–. Había una cuadra entera de ma-ricas, la mayoría provenían del Eje Cafetero. Recuerdo a Beatriz, de ojos grandes y pestañas largas, un culote. Apenas dieciséis años y le preguntábamos: “¿Beatriz para qué tenés ese culo?”, y decía: “Para los hombres, para los hombres”. Y cuando no hablaba con nadie musitaba para sí misma: “Prefiero la muerte, prefiero la muerte”. Algunos amigos míos se la comían. Igual con las muchachas, casi todas eran del Eje Cafetero, lindísimas, blancas de pelo negro, todo un privilegio porque las putas de Cali eran negras o mulatas. Yo me alcancé a enamorar de una y le quedé mal. Uno de joven… Era una quindiana linda. Se llamaba Edith. La invité a comer, a bailar y luego a que nos acostáramos. “¿Y si le dijera que no?”, me dijo. “¿Por qué me vas a decir que no?”. Pichamos cinco veces esa noche. Quedó enamorada de mí. Le conseguí trabajo en un café y se fue a vivir a un apartamentico decente. Ahora pienso que hizo eso para que yo la encontrara más digna de mí. Y no fui capaz de proponerle que viviéramos juntos y que tuviéramos una familia.

Hizo una pausa y desvió su mirada hacia la calle. El rumor de la avenida deformaba la música de la cafetería.

–Pasaron los años y me la encontré –prosiguió volviéndose hacia mí–. Un carro paró al lado mío. Nos vimos. Estaba toda nerviosa y me dijo: “Entre, entre Hernán”. Vi que tenía dos hijos pequeñitos, cabezones. Le pregunté de quién eran y me dijo: “Estoy viviendo con un médico”. No dije nada. Pero entendí que estaba nerviosa por haberse encontrado conmigo –agachó la cabeza–. Para resumirte: no le respondí –su voz cobró el tono de la autorrecriminación–, no les respondí a varias mujeres porque con esa capacidad sexual que había adquirido con mi dieta de carbohidratos, solo me interesaba copular y copular y copular. Y ahora tengo remordimiento. Me casé de 45 años y mi esposa me dio cuatro hijos inmejorables. Pero ahora siento remordimiento por esos años de mi juventud. Cómo es la vida… ¿no?

Hoyos no lloraba ni tenía los ojos aguados, pero su abatimiento era inocultable. Puso los codos sobre la mesa y guardó silencio. Ya me tenía acostumbrado a esos silencios repentinos tras haber hablado largo rato, como si pusiera un punto aparte al final de un extenso párrafo. Recapitulé: a su edad, Hernán Hoyos vivía prácticamente solo. Dos de sus hijos varones llevaban años viviendo fuera de Cali y habían comprado una casa en un condominio en Pereira, a donde se había ido a vivir la mamá de ellos tras haberse separado del novelista. Su hija también vivía por su cuenta. Con Hoyos solo vivía uno de sus hijos, pero era cuestión de tiempo para que se fuera de la casa. El menor, Octavio, me había explicado no sin cierta dureza que la soledad de su papá se la había ganado él mismo porque era una persona “muy difícil”. Y que la obsesión por el sexo y las mujeres había sido su infortunio.

Como si lo hubiera percibido de antemano y ya me resultara obvio, le dije:

–Me parece que ese remordimiento es la reacción a tu soledad o el temor a la soledad.

Hoyos me buscó los ojos. Y lo negó con la cabeza. En un tono ligeramente fanfarrón respondió:

–Mirá, tengo una o dos cincuentonas que mantienen detrás de mí, me lo han pedido de frente, no te las he presen-tado. Pero yo no me dejo atrapar.

Una de las últimas veces que vi a Hoyos fue en la casa de sus hijos en Pereira. Era la tarde de un martes, a comienzos de 2011. Hoyos me había traído de Cali un paquete con fotocopias de sus novelas, varios cuentos completos y reseñas de prensa acerca de su obra. En el paquete también había metido las reediciones de Sor Terrible y de La colegiala, cuyo aspecto era muy distinto al de las viejas ediciones que yo tenía. Estas parecían cartillas y las carátulas eran dibujos a lápiz sin mujeres desnudas, del mismo Luis E. López, ya también octogenario. Durante largo rato habíamos hablado de las similitudes entre Cali y Pereira, y de algunas de sus novelas. Yo ya me iba.

–¿Hubieras preferido –le pregunté camino a la puerta– que en este momento de tu vida los lectores te reconocieran por ser un novelista versátil, no solo por ser el escritor pornográfico?

–A mí me gustaba el sexo como tema para la literatura, pero no me hubiera inclinado a escribir historias exclusivamente eróticas si no hubiese recibido el empujón de Pardo Llada. Ahora, esos libros me hicieron famoso porque la gente prefiere el sexo a otros temas. De ahí en adelante, aunque escriba cualquier cosa con la misma técnica y habilidad narrativa, la gente va a pensar que leerá sexo. Y eso no se puede cambiar.

–¿Cómo te está yendo con las ventas de las reediciones?

–No es fácil vender libros en Cali. Cuando voy por la calle, la gente me reconoce, me saluda, algunos me invitan a almorzar, pero no tienen 5.000 pesos para comprarme un libro. Eso es Colombia.

Le dije que con las fotocopias que me había traído pensaba ponerle punto final a este perfil. Hoyos no hizo ningún comentario; parado al lado de la puerta se limitó a decirme muy serio:

–Tengo que presentarte a mi nuevo proyecto amoroso. Tiene como veinte años. Es la hija de un panadero. Se deja coger la mano, se deja besar la mano. Es linda.

–¿Qué tendrías qué hacer para que una mujer de esas se fijara en vos?

–No sé –vaciló un instante y luego sonrió generosamente dejando ver un hueco negro en medio de su tablero dental–: la constancia vence lo que la pinta no alcanza.
Fuente: www.elmalpensante.com

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