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Nacional

28 de Septiembre de 2012

La historia íntima de Mario Mejías y del hijo que perdió por hablar frente al Papa

Mario Mejías se hizo famoso en 1987 cuando denunció frente a Juan Pablo II las torturas y asesinatos de la dictadura de Pinochet. Su acto fue considerado heroico en medio del terror de los fusiles. Eso de nada sirve para él: está seguro que su denuncia le costó la vida a su hijo y hoy siente que no puede celebrar hasta no encontrar justicia.

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Fue una camioneta roja sin patente. Doble cabina. Lo atropelló. No hizo el amague de detenerse. Esto recuerda María Donoso, esposa de Mario Mejías, el poblador de Lo Hermida que en 1987 pidió al Papa Juan Pablo II que hiciera algo para que “los poderosos dejen el orgullo y el egoísmo y nos dejen de matar en las poblaciones”.

María habla de su hijo. Su hijo muerto. Su hijo Mario Mejías Donoso, que la madrugada del 18 de marzo de 1990 fue atropellado cuando volvía a su casa después de una fiesta.

Mario casi no habla. Está sentado en el comedor de su casa y cada vez que intenta seguir con el relato su voz se quiebra.

-Me lo mataron- dice.

El plural de su frase apunta a un solo lugar: la Central Nacional de Inteligencia. Para el hombre que esta semana ha sido noticia por el reflote de su momento -en la serie Los 80- con el Papa durante la dictadura no hay dudas de que la muerte de su hijo no fue un accidente. Fue la última venganza por haber dejado en vergüenza a un gobierno que trató de limpiar su imagen con la visita de Juan Pablo II, dice.

Por eso las cosas no son tan sencillas de digerir para él. Siente que de alguna forma tiene culpa en esa pérdida. La culpa de un hombre que dijo lo que tenía que decir, que no tuvo miedo, que fue secuestrado una noche por la CNI en su casa, golpeado, torturado y abandonado dado por muerto, pero no. Se salvó y eso, cree, tuvo consecuencias para su familia.

***

Son las cinco de la mañana del jueves 2 de abril de 1987. Mario y su familia madrugaron para asegurar un buen lugar en el encuentro del Papa con pobladores de Santiago en el acto en La Bandera. Puta, se lamenta cuando se da cuenta de que no trajo la identificación para subir al escenario y leer el discurso que tiene preparado. Solo una anécdota. Al final sube. Tiembla. Nunca en 14 años había visto tanta gente reunida.

Lleva más de 10 años trabajando en la Iglesia. Ha sido catequista, profesor y casi diácono. Aunque se declara comunista, la iglesia que habla de temas mundanos, que deja de lado a ese Dios lejano, por allá en las nubes, lo seduce porque habla de la vida. De los abusos de la dictadura. De la tortura. De los desaparecidos.

Entonces ese día dice cosas muy distintas a las que le dijeron que dijera:

-Lo que me atraía era ser un denunciador. Ser un cristiano que denuncia. Poder decirle al Santo Padre lo que estaba pasando. Lo único que me permitían era decirle, puta, que acá muy bienvenido, todo hermoso y muy bonito. Y no.

Entonces se suelta. En cadena nacional lee un discurso en el que denuncia los asesinatos de Pinochet. Es como un sueño. Aplausos. Gritos. Pan, justicia, trabajo y libertad, se escucha a coro. El Papa lo recibe, le dice cosas que olvidó. Ovaciones y Mario solo piensa en arrancar. Se baja del escenario y entre la gente de su comunidad la sentencia es la misma: muy lindo, muy bonito, muy valiente pero ahora vas a tener que irte del país. Ahora vas a tener que tener cuidado. Ahora las cosas van a cambiar.

Y sí. Un mes después -durante la madrugada del 1 de mayo- Mario duerme en su cama cuando su esposa lo despierta asustada: “cortaron la cadena”. Prende la luz de su pieza y qué susto: un hombre con una metralleta pregunta quién es Mario Mejía. Yo. Vámonos. Dicen que lo llevan a una comisaría, que tuvo un accidente en auto, que se vista porque nos vamos. Hay tres hombres más en el pasillo. Llevan metralletas. Lo demás es conocido: lo tiran al piso de un auto, lo pasean por Santiago, Mario siente que se aleja de su casa. Que va rumbo al matadero. Se despide de su familia mentalmente. Tiene la certeza de que lo van a matar. No pasa eso. Aunque casi: lo golpean. Una, dos, muchísimas veces y le dicen que esto es por no hacer lo que el Frente dijo. Mario sabe que lo dicen en caso de que sobreviva, lo dicen para distraerlo, lo dicen como estrategia burda para que en cualquier caso diga que fue el FMPR el que lo secuestró y torturó.

Mario parece muerto y es lo que los agentes creen: cagó, escucha el poblador decir al que parece jefe. Otro le pisa las manos para ver si hay reacciones. Lo abandonan en El Salto.

***

Fueron tres goles: Carlos Muñoz, Felipe Flores y Mauro Olivi. Tres a cero ganó Colo Colo a Unión Española el domingo pasado, el cuarto triunfo al hilo y Mario Mejías quería llegar a su casa para ver el repunte del albo. Como él, su hijo muerto era del Colo.

Mario quería ver los goles. Y entre cambie y cambie de canal su mujer lo convence de ver Los 80s. El capítulo está dedicado al tema de su vida: la visita del Papa a Chile. Es la primera vez que Mario ve en televisión el día que cambió su vida. Estalla en lágrimas y siente que todo vuelve a pasar de nuevo: las llamadas, los amigos, la prensa, la gente y, después, la pena profunda: revivir su discurso es revivir la muerte de su hijo.

-A él me lo mataron, me lo mató la dictadura.

***

Es 12 de marzo de 1990. Mario Mejías Donoso, hijo del poblador que vende repuestos de bicicletas hace más de treinta años, tiene 16 años y cree que la alegría está a la vuelta de la esquina, viniendo. Por eso está en las graderías del Estadio Nacional cuando el nuevo presidente, Patricio Aylwin, dijo que su gobierno buscaría verdad y justicia para los crímenes de la dictadura. Una semana después pasará a engrosar la lista de los fallecidos en misteriosas circunstancias. Para su familia se trata de uno de los últimos crímenes de la dictadura.

El sábado 17 de marzo de ese año Mario hijo salió de su casa para celebrar el cumpleaños de un compañero del Liceo York de Peñalolén. Un tiempo atrás, sabrá después María, hombres sospechosos fueron al colegio de avenida Egaña a preguntar por él. Que quién era, que cómo era, que qué hacía, que dónde vivía.

Esa noche hay cambio de hora y Mario no vuelve a su casa. Se habrá confundido con eso, piensan sus papás. Pero el hijo no vuelve. No volverá nunca más, porque una camioneta Chevrolet roja, doble cabina, sin patente, lo arrolló en la avenida, a una cuadra de su casa. Son las tres de la mañana y los amigos que lo acompañaban buscan ayuda.

En una foto en el living de su casa sonríe junto a un árbol. Tiene el uniforme del colegio. Estaba en segundo medio cuando fue atropellado y hoy, junto a la foto, Mario dice:

-Lo hicieron mierda. Una camioneta sin patente, no se la pudo identificar. Salimos a buscarlo en toda la población. No hubo caso. Hasta el día de hoy nada se supo. Nada se sabe.

Doce horas después del atropello, Mario murió.

Hubo una investigación, cuenta María, pero la familia decidió dejarla el día que comenzaron a llegar citaciones para que su hijo fallecido declarara sobre el accidente:
-Era una burla de ellos. Eso me confirmó que lo habían matado. Desde ahí dejé de ir a las citaciones- Dice ella y su marido la interrumpe:

-La esperanza mía de hacer esto -contar su historia- es que en una de esas sale alguien y dice, yo tuve que matar, yo tuve que atropellar. Para que algún día alguien se ilumine y diga la verdad. Para nosotros y para tantas familias. Porque ahí se ven las injustuicias, nosotros no hicimos nada malo, nosotros lo único que hicimos fue decir la verdad. Entonces ¿Por qué se nos castiga así? ¿Por qué no nos dicen quién mató? ¿Y por qué causa?

Mario comienza a quebrarse y dice que solo quiere poder despertar tranquilo.

– Yo toda la vida, hasta el día de hoy, me echo la culpa. Si no hubiésemos participado en nada, si hubiésemos seguido el camino de muchas familias, sin mirar lo que pasaba alrededor, las cosas habrían sido distintas y tendríamos al hijo aquí. Esto no ha valido nada, nunca he podido celebrar con alegría porque nunca ha habido justicia para nosotros.

Con la foto de su hijo sobre la mesa, cierra:

-Puta, cómo me gustaría recordar esto con alegría.

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