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Opinión

4 de Enero de 2013

La defensa del padre O’Reilly

A juzgar por la reciente entrevista que concedió a The Clinic, no caben dudas que el sacerdote legionario John O’Reilly está golpeado. Las denuncias de abuso sexual levantadas en su contra por una menor de edad, ex alumna del colegio Cumbres donde O’Reilly era hasta hace poco guía espiritual, se han convertido en el peor […]

Javier Ortega
Javier Ortega
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A juzgar por la reciente entrevista que concedió a The Clinic, no caben dudas que el sacerdote legionario John O’Reilly está golpeado. Las denuncias de abuso sexual levantadas en su contra por una menor de edad, ex alumna del colegio Cumbres donde O’Reilly era hasta hace poco guía espiritual, se han convertido en el peor trance de su vida. Incluso antes de que la justicia dictamine sobre el caso, el religioso irlandés afirma que ha llegado a entender a quienes se suicidan y que se siente a sí mismo como “un muerto caminando”.

No tengo antecedentes para defender la inocencia de O`Reilly en este caso. Tampoco, para avalar en modo alguno si es culpable. Sí puedo decir que parte importante de su defensa pública se parece bastante a la que por años desplegó la Legión de Cristo y el mismo O’Reilly para proteger al fundador de su orden, Marcial Maciel, de las denuncias por abuso sexual que lo persiguieron por décadas. Mientras O’Reilly espera el pronunciamiento de la justicia, Maciel nunca pagó por sus delitos, aun cuando el Vaticano avaló las denuncias en su contra y lo desterró del sacerdocio hasta su muerte.

Durante años, una de las principales estrategias de los legionarios para proteger a su fundador fue minar la credibilidad de sus denunciantes. La Legión de Cristo hablaba de envidias, resentimientos, mala voluntad, inestabilidad emocional y hasta de mitomanía para desacreditar a los primeros acusadores que hablaron de las desviaciones y abusos de su líder. Para los legionarios, se trataba de gente que quería dar una lección a Maciel, para castigar su orgullo y derrumbar la grandeza de su obra.

En su entrevista a The Clinic, O’Reilly califica a su denunciante, una menor de seis años, como “una niña bastante especial”, que “buscaba cariño, afecto, de una forma loca”. A su madre la retrata como una mujer “problemática”, que por razones desconocidas desarrolló hacia él un fuerte odio.

Lo preocupante de esta descripción es que, incluso suponiendo que el testimonio de la niña es totalmente falso, la denunciante no deja de ser una víctima, pues si miente estaría siendo manipulada y expuesta por terceros en un caso judicial de estos ribetes, lo que le podría dejar marcas para toda la vida. Retratarla como una niña singular, que se escabulle por los pasillos de su colegio en busca del afecto de personas mayores y a la que había que tratar con prudente distancia, como hace el sacerdote, es simplemente hacer más difícil su condición de víctima, más allá de quién sea el verdadero victimario.

Incluso si el religioso irlandés es inocente, no hay que olvidar que con su estrategia de descrédito Maciel y su alto mando acabaron multiplicando el dolor de quienes lo acusaban. Además, obligaron a cualquier nuevo denunciante a pensarlo dos, tres, varias veces antes de hablar, pues la campaña legionaria era capaz de destruir reputaciones, familias, vidas. En las grandes empresas, en los medios de comunicación, en la política y en la Iglesia, la Legión de Cristo siempre contó, desde su fundación en México en 1941, con amigos poderosos dispuestos a ir en su ayuda.

Tampoco O’Reilly parece haber exorcizado la teoría del gran complot que por años esgrimió su líder para defenderse de sus críticos, a quienes el fundador acusaba de urdir un plan para dañar, a través de él, a toda la Iglesia Católica. A los miembros de su congregación que consideraban atendibles esos ataques Maciel los tildaba de “desleales”. Muy a menudo ordenaba frenar su carrera sacerdotal y que fueran trasladados a lugares recónditos en señal de sanción. El propio O’Reilly llegó a Chile castigado de esa forma.

Se le podría conceder al sacerdote irlandés algo de razón en su molestia contra el fiscal del caso, Ignacio Pinto, tomando en cuenta su queja de que el fiscal esperó cuatro meses para tomarle declaración. Pero no hay a la vista indicios ni argumentos de peso para suponer, como el religioso sostiene en la entrevista, un complot de parte del Estado chileno en su contra, por su sola condición de sacerdote legionario. Hay que recordar que en 2008 el mismo Estado chileno le concedió la nacionalidad por gracia, tras una votación en la Cámara de Diputados que contó con el apoyo de la Alianza y la Concertación.

Donde O’Reilly no ve complot, ve deslealtad. En la entrevista se queja amargamente por el reciente caso de dos alumnas del colegio Cumbres, quienes fueron las únicas de un total de 120 estudiantes graduadas que se negaron a firmar una solicitud para que él celebrara la misa. “Hubiera pensado que formamos gente más leal”, declara, sin calibrar hasta qué punto la ola de denuncias contra sacerdotes como él ha minado la autoridad moral de la Iglesia y sus representantes en la sociedad chilena.

Desde que llegó al país en 1984, John O’Reilly se transformó en uno de los sacerdotes predilectos de la elite económica criolla, donde concentró toda su labor pastoral. Gracias a su agenda de contactos, que incluía a algunos de los empresarios más poderosos, se transformó en un formidable recaudador y lobbista. Bastaba que tomara el teléfono para que la Legión de Cristo lograra el favor de quienes mueven los hilos en Chile. Era, para decirlo con todas sus letras, un fáctico.

En su hora más difícil, rodeado sólo de unos pocos de los amigos de antaño, el religioso tiene todo el derecho a defenderse públicamente. Sin embargo, debiera tener muy en cuenta en su defensa los errores cometidos por él y su congregación, no sólo en su irrestricta defensa de uno de los más grandes pederastas de la historia, sino también en la aplicación a ultranza de un modelo de evangelización que, en un país tan desigual como el nuestro, siempre estuvo dirigido a los más privilegiados.

Cuando entre los chilenos campean los deseos por un país más justo y por poner coto a los abusos del poder, lo mínimo es que alguien que reclama total inocencia y que conoció como pocos el poder, como O’Reilly, se someta a los tribunales de justicia como lo hace cualquier chileno, poniéndose a disposición de los tribunales para ser interrogado con prontitud. Lo impresentable es que lo haga esgrimiendo una defensa que contribuye a victimizar a inocentes y alegando complots de dimensiones improbables.

* Investigador de Periodismo UDP y coautor del libro “Legionarios de Cristo en Chile. Dios, dinero y poder”.

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