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Opinión

28 de Abril de 2013

Buscando a Nicanor

Vía Gatopardo Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento. Sentado en una butaca cubierta por una manta, viste camisa de jean, un suéter beige que tiene varios agujeros, un pantalón de corderoy. A sus espaldas, una puerta corrediza separa la sala de un balcón en el que se […]

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Vía Gatopardo

Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento. Sentado en una butaca cubierta por una manta, viste camisa de jean, un suéter beige que tiene varios agujeros, un pantalón de corderoy. A sus espaldas, una puerta corrediza separa la sala de un balcón en el que se ven dos sillas y, más allá, un terreno cubierto por plantas, por arbustos. Después, el Océano Pacífico, las olas que muerden rocas como corazones negros.
—Adelante, adelante.

Es un hombre, pero podría ser un dragón, el estertor de un volcán, la rigidez que antecede a un terremoto. Se pone de pie. Aprieta una gorra de lana y dice:
—Adelante, adelante.

Llegar a la casa de la calle Lincoln, en el pueblo costero de Las Cruces, a doscientos kilómetros de Santiago de Chile, donde vive Nicanor Parra, es fácil. Lo difícil es llegar a él.

Nicanor. Nicanor Parra. Oriundo de San Fabián de Alico, cuatrocientos kilómetros al sur de Santiago, hijo primogénito de un total de ocho venidos al mundo de la unión de Nicanor Parra, profesor de colegio, y Clara Sandoval, ama de casa, costurera. Nicanor. Nicanor Parra. Tenía veinticinco años cuando la Segunda Guerra, sesenta y seis cuando mataron a John Lennon, ochenta y siete cuando lo de los aviones y las Torres. Nicanor. Nicanor Parra. Nació en 1914, cumplió noventa y siete. Hay quienes creen que ya no está entre los vivos.

Las Cruces es un poblado de dos mil habitantes protegido del Océano Pacífico por una bahía que engarza a varios pueblos: Cartagena, El Tabo. La casa de Nicanor Parra está en una barranca elevada, mirando el mar. Tiene dos pisos, tres mansardas, los marcos de las ventanas y las puertas pintados de blanco, el Volkswagen Beetle en el que se mueve por la zona estacionado en el frente. En el antejardín, donde las flores y los arbustos crecen sin orden, hay una escalera que desciende hacia la puerta en la que un graffiti, pintado por los punkies de Las Cruces para que nadie ose tocarle la vivienda, dice: “Antipoesía”. En el pasillo que conduce a la sala hay un mueble con fotos familiares y, anotados con fibrón en la pared con su caligrafía de maestro, los nombres y los números telefónicos de algunos de sus hijos: Barraco, Colombina.
—Adelante, adelante.

El pelo de Nicanor Parra es de un blanco sulfúrico. Lleva la barba crecida, patillas largas. No tiene arrugas, sólo surcos en una cara que parece hecha con cosas de la tierra (rocas, ramas). Las manos bronceadas, sin manchas ni pliegues, como dos raíces pulidas por el agua. Los ojos, si frunce el ceño, son una fuerza del daño. Cuando se ríe —y afina la voz como si fuera una muchacha encantada con las cosas del mundo— los abre con un asombro cómico, impostado.
—Amén, amén, amén —dice, haciendo la señal de la cruz con una botella de vino.

Sobre una mesa baja está el segundo tomo de sus obras completas (Obras completas & algo +) publicado cinco años después del primero por Galaxia Gutenberg, una edición a cargo del británico Niall Binns y del crítico español Ignacio Echevarría, con un prefacio del crítico estadounidense Harold Bloom que dice: “[…] creo firmemente que, si el poeta más poderoso que hasta ahora ha dado el Nuevo Mundo sigue siendo Walt Whitman, Parra se le une como un poeta esencial de las Tierras del Crepúsculo”. Hay también un ejemplar de la revista local de Las Cruces, cuya portada es una foto de Nicanor junto a su hermana Violeta, la folclorista más prestigiosa de Chile, que se suicidó en 1967 y a quien se sentía minuciosamente unido. La sala tiene, además de la puerta corrediza que da al balcón, un enorme ventanal cuyo alféizar está jalonado de botellas vacías en las que hay, a modo de adorno, ramas secas. Sobre el brazo de un sofá, un cheque en dólares por un monto bajo, y, sobre otro, el ejemplar del día del periódico chileno La Tercera, abierto por la página en la que se publicó una reseña elogiosa de su libro. Parra se sienta en su butaca, de espaldas al mar y frente a una mesa baja de mármol.
—Hay que escribir sobre las obras completas del prójimo, ¿ah?

A fines de los ochenta, poco antes de mudarse a esta casa, cuando aún vivía en Santiago, dejó de dar entrevistas y, aunque siempre ha habido excepciones, las preguntas directas lo disgustan de formas impensadas, de modo que una conversación con él está sometida a una deriva incierta, con tópicos que repite y a los que arriba con cualquier excusa: sus nietos, el Código de Manú (un libro del siglo III antes de Cristo), el Tao Te King, Neruda. Puede engarzar esos temas a título de las cosas más diversas: derivar en el Código de Manú a raíz de su viaje a la India; en sus nietos a raíz de Shakespeare o de la geografía.
—Hombres del sur. ¿Cómo se decía hombres del sur? A ver, a ver, cómo se dice hombres del sur.

Echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, repite un mantra perentorio:
—A ver, a ver… ¿Cómo se llaman los pueblos del sur originarios de Chile? Antes se llamaban onas, alacalufes y yaganes…
—¿Selk’nam?
—Eso, eso. Selk’nam. Hay una frase. “La tierra del fuego se apaga”. Autor: Francisco Coloane. ¿Se ubica con Coloane, sabe quién es?
—¿Un escritor chileno?
—Una gran frase. Pero él era un personaje bastante antipático, ¿ah? Insoportable. Mal escritor, además.
—¿Conoce Tierra del Fuego?
—He pasado por ahí. Con un nieto mío, el Cristóbal, el Tololo. Tiene dieciocho, diecinueve años. Es el autor de frases muy fenomenales. Lo primero que dijo fue “dadn”. Y después “diúc”. Y finalmente “bijuá”. Años después le dije: “Venga acá, usted me va a contar qué quiso decir con ‘dadn'”. “Te voy a decir”, me dice. En ese tiempo yo estaba traduciendo El rey Lear y me paseaba de un lado a otro, y él estaba en su cuna, y yo recitaba El rey Lear: “I thought the king had more affected the Duke of Albany than Cornwall”. Y pensaba. “¿Cómo traduzco?”. Y él ahí pescó el “diúc”. Shakespeare. Y le digo: “¿Y el ‘dadn’?”. Y me dijo: “To be or not to be: that is the question”. That is: “dadn”. “¿Y bijuá?”, le pregunté. Y me dice: “Ah, eso ni idea”. Una vez la directora del colegio citó a una reunión urgente a su mamá. ¿Por qué? Porque pasaba lista y el Cristóbal no contestaba. Entonces le dijo: “Oiga, compadre, ¿por qué no contesta cuando paso lista?”. “No puedo porque yo ya no me llamo Cristóbal. Ahora me llamo Hamlet”. Pero un día él estaba aquí, y le digo: “Hamlet”. Y nada. Y entonces le digo: “Hamlet, hace rato que lo estoy llamando y usted no contesta”. Y me dice: “Yo ya no me llamo Hamlet. Ahora me llamo Laertes”. Desde esa época yo renuncié a la literatura y me dedico a anotar las frases de los niños.

La frase puede parecer un chiste, pero no: Parra anota cosas que dicen sus nietos; o Rosita Avendaño, que cocina y limpia en su casa desde hace años; o la gente que pasa por ahí, y todo termina en la engañosa sencillez de sus poemas: “Después me quisieron mandar al colegio / Donde estaban los niños enfermos / Pero yo no les aguanté / Porque no soy ninguna niña enferma / Me cuesta decir las palabras / Pero no soy ninguna niña enferma”, escribió en “Rosita Avendaño”, publicado por primera vez en el número especial que, en 2004, le dedicó la revista chilena The Clinic.

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