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Opinión

21 de Junio de 2013

El consumidor ideal

Una de las obras tempranas más conocidas del artista británico Damien Hirst muestra una repisa llena de remedios. Al parecer, nuestro artista inglés sufrió, de niño, una intoxicación producto de la ingesta inadecuada de fármacos. Esto le quedó grabado a fuego y, como se sabe, muchas de las grandes creaciones estéticas reelaboran productivamente el trauma. […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Una de las obras tempranas más conocidas del artista británico Damien Hirst muestra una repisa llena de remedios. Al parecer, nuestro artista inglés sufrió, de niño, una intoxicación producto de la ingesta inadecuada de fármacos. Esto le quedó grabado a fuego y, como se sabe, muchas de las grandes creaciones estéticas reelaboran productivamente el trauma. Tanto que adquiere dimensiones colectivas.

En Chile existe una tradición que se ha ido incubando de manera insistente en estos últimos años. No se trata ni del vino, el paisaje o la supuesta pasta anglófila presente en el pueblo chileno; se trata, más bien, de la proliferación de farmacias a lo largo y ancho del territorio. Son, sin duda, uno de los mejores negocios de hoy.

En los últimos días, nos enteramos por la prensa que se encuentra en proceso de apertura una nueva farmacia en calle Providencia (¡otra más en el sector!), a pasos de los metros Los Leones y Pedro de Valdivia. El lugar escogido: donde actualmente se encuentra la librería Qué Leo. Los remedios reemplazan, en este caso, a los libros (esto lo entendió el citado artista Damien Hirst, considerando que la obra alusiva a las farmacias alcanzó un precio de 19 millones de dólares).

Ante esto, no resulta del todo conveniente sumarse a la rezongona idea de que el país vendría sufriendo –desde la dictadura en adelante– una especie de “apagón cultural”. A fin de cuentas, los remedios son necesarios. Qué lástima que sea a costa de los libros. Qué lástima que las farmacias reemplacen a las librerías. Sin embargo, todos (incluyendo a los más impenitentes lectores de libros) nos hemos sentido, más de una vez, aliviados al encontrar uno de estos centros luminosos de turno, de dependientes albos y sobreaseados, luego de un malestar insoportable en la noche.
Lo mismo puede decirse de la desaparición de los cines de barrio. El más emblemático: el cine Pedro de Valdivia, ahora reemplazado por un inmenso restaurante de carnes uruguayas, repleto de comensales poncherosos. Total, la comida es necesaria y las buenas películas, un placer de élite.

Y vamos sumando: el progresivo aumento del ruido en todos los ámbitos de lo social y cultural. Automovilistas ruidosos que proyectan su iracundia psicológica a través de sus bocinazos; taxistas cumbieros, desconcentrados de los signos urbanos y embotados por la changanga emitida, a todo volumen, por su música predilecta encima de los oídos del pasajero, todo esto animado por un locutor de pseudónimo degustativo; alarmas de vehículos encendidas en horarios nocturnos; crujientes sonidos de cabritas mascadas en cualquier cine; celulares sonando en lugares donde el silencio debiera resultar un derecho amparado por el sentido común. Después de tanta cháchara, la farmacia se convierte en un paliativo necesario.

Otra cosa: algo indica que esta adicción al ruido resulta conveniente para los grandes poderes económicos. Mientras más cacofónica sea la gente mucho mejor: un consumidor perfecto no requiere ser educado o reflexivo, amante del buen cine y la buena lectura. Hay que darle sustanciosas mercancías y publicidad emitida a “todo chancho” y que luego tranquilice sus ansiedades consumistas por medio de calmantes o ansiolíticos.

Pero debo aclarar algo: nunca he sido un ferviente partidario de la cultura entendida como un rito solemne, expresada en salones y tertulias de tono vetusto, con comensales de barbas magisteriales y frentes arrugadas de tanto pensar. Menos de aquellos que enarbolan la cultura como si se tratase de un orgullo moral superior, y que se solazan en manifestar su desprecio por cosas tan banales como la cultura de masas y el deporte.

Lo ocurrido con la decisión de TVN de adelantar el programa “Una belleza Nueva” resulta elocuente de lo que hemos sostenido hasta aquí. Sin embargo, el gesto de renuncia de su conductor, el poeta Cristian Warnken, debió haber sido realizado mucho antes. ¿Un programa como el suyo a primera hora del día domingo? ¿A la hora de misa? ¿Qué importa que sea a las nueve o a las ocho de la mañana?

Las mañanas del domingo son para los tañidos de las campanas de las iglesias y para los niños madrugadores que imploran prender la tele para ver “monitos”. Pero también ocurre con parte de la tarde televisiva con complejo de Peter Pan: adolescentes con calugas y pechugas prematuras, dibujos animados, bullying a granel, películas de aventuras baratas, la mayoría interpretadas por animales humanizados y por un concepto de la vida propia de un jardín infantil, un parvulario o un patio de liceo.

Mas eso es lo que quieren las grandes cadenas comerciales. Cedamos a la teoría de la conspiración: el consumidor ideal es un niño, no un lector de libros o un adicto al buen cine. Para terminar, una anécdota ocurrida en la infancia: recuerdo que mi madre siempre nos decía, cuando convertíamos nuestra pieza, con mis revoltosos hermanos y parientes chicos, en un quilombo o un zafarrancho, lo siguiente: “esto es lo que les gusta, el desorden, el caos, la fiesta”.

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