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Cultura

17 de Septiembre de 2013

El día en que intoxicaron a Messi

A los nueve años, el capitán de la selección argentina ya era imparable. En febrero de 1996 viajó a Lima para jugar la Copa de la Amistad en Cantolao: se hospedó en la casa de un jugador rival y comió pollo frito. La noche anterior al partido no paró de vomitar. Un rato antes del encuentro, su entrenador quería llevarlo al hospital. "Si me dan algo de tomar, yo juego", dijo Lio un poco pálido. Hizo nueve de los diez goles de su equipo. Adelanto de "Niños futbolistas", el libro de Juan Pablo Meneses, publicado en la Argentina por la editorial Blackie Books.

Por

Vía RevistaAnfibia

La calle donde vive la familia Méndez Khan está en una zona tranquila del distrito limeño de Puerto Libre, un barrio residencial con mucho ladrillo a la vista, casas pareadas y rejas. Tras el portón de una de las viviendas se ven máquinas de ejercicios, tipos musculosos que levantan pesas de veinticinco kilos y afiches de suplementos para fisicoculturistas. Un joven aprieta una mancuerna y observa el movimiento de sus bíceps en un espejo, mientras suena Shakira como música de fondo. El dueño del gimnasio se llama William Méndez, tiene cuarenta y siete años y aspecto juvenil, va peinado a la moda y viste ropa deportiva. Su casa queda justo encima de la sala de ejercicios.

De niño, William quería ser futbolista. Un día, cuando tenía once años, se presentó a las cinco de la mañana para probarse en Alianza Lima. Había esperado cuatro horas y ya casi le tocaba. Estaba nervioso, pero correría rápido, metería fuerte, dominaría el balón con astucia y —ojalá, ojalá por todo lo que soñaba— haría un gol, un golazo que aplaudirían los mismos profesores deportivos que calificaban la prueba. Sin embargo, cuando ya era su turno, llegó un dirigente del club con su hijo y le quitó la tanda. William ni siquiera pudo hacer la prueba. Pero la escena se le quedó grabada, con detalles, y la recuerdacasi exacta aún hoy.

Cuando nació Kevin, su primer hijo, William entendió que la vida le ofrecía una oportunidad de revancha: a él le había faltado un padre que lo acompañara en su sueño, pero a su hijo eso nunca iba a faltarle. Desde que el niño aprendió a caminar, el padre empezó a regalarle pelotas de fútbol, zapatos, camisetas.
Kevin iba a ser lo que William no había podido ser.

La oficina de William queda en el último piso de la casa. Es oscura, el suelo rechina cuando uno lo pisa y está repleto de cajas de cartón con vitaminas para deportistas. Pastillas que ayudan a aguantar más tiempo en las máquinas, que inhiben el apetito y aceleran el desarrollo de la musculatura. Entre las cajas, que William vende a diferentes gimnasios, hay una mesa y un computador blanco.

—Kevin era empeñoso, tenía cualidades. A los siete u ocho años ya mostraba muy buena técnica para jugar. Yo lo había metido en Cantolao, pero también lo hacía entrenar aparte. Mi idea era que llegara a ser un gran jugador.
En febrero de 1996, como todos los años, se jugaba la Copa de la Amistad en Cantolao. Esa vez, entre los equipos participantes del torneo infantil venía uno de Argentina, Newell’s Old Boys, de la ciudad de Rosario. William había oído decir que los equipos argentinos hacían muy buen trabajo en las divisiones menores, y quería empaparse de aquella experiencia.
Como ocurre muchas veces en los campeonatos infantiles en América Latina, el dinero no alcanzaba para hoteles, así que las familias de los jugadores locales se ofrecían para alojar a los niños visitantes. William se acercó a los organizadores y les dijo que él podía hospedar a dos, con la condición de que uno de ellos fuese el mejor de su equipo. Y el chiquito que se alojó en su casa, el mejor, era uno que se llamaba Lio.

—Lionel casi no hablaba, por no decir que no hablaba nada.

Yo le pregunté qué tal su preparación, cuánto entrenaban y esas cosas. Me contestó el otro, el que venía con Lionel, un flaco largo llamado Gonzalo: «Nosotros somos argentinos. A todas partes que vamos, jugamos, campeonamos y nos vamos». Así: «Jugamos, campeonamos y nos vamos».

—¿Y campeonaron?

—Sí. Es que Messi era un monstruo. No había forma de pararlo.

Mientras converso con William aparece su hijo, Kevin Méndez. Viene vestido de deportista, peinado con gel, y saluda con la mano suave y la voz fina. Apenas alcanza a decir unas palabras cuando el padre interviene:
—Cuéntale lo del pollo, Kevin.

Kevin toma aire y, muy consciente de que su padre está ahí, cerca, escuchándolo, mirándolo y controlándolo, dice:

—Ah, un día antes de la semifinal del campeonato, nosotros llevamos a Lio a comer pollo, no recuerdo bien la pollería, pero por acá. Y a él le hizo mal la comida, parece que por los condimentos, no estaba acostumbrado. Entonces en la noche empezó a vomitar. Y al día siguiente lo llevamos igual a la cancha, que teníamos que jugar contra ellos, y el entrenador le dice: «Bueno, te llevaremos al hospital porque no puedes jugar así. Te estás desmayando». Entonces él dice: «Denme un Gatorade y yo me paro y juego».
—¡No, no! ¡Fui yo, yo se lo dije! ¡Yo le dije «denle un Gatorade»!
—Eso, mi papá se lo dijo.
—Yo le dije que tomara eso por las sales. Y al final jugó, y fue la estrella del partido.

Messi se había intoxicado con un pollo frito, la verdadera comida peruana, por encima del ceviche y la fusión. Pollo frito y bien frito y muy frito, en un país donde el consumo anual de pollo por persona es de treinta y cinco kilos y la industria avícola mueve mil millones de dólares al año. Algo similar a la cifra en la que está valorado el FC Barcelona.

Pese al dolor estomacal del pollo asado con su piel y su grasa, Messi saltó a la cancha con ganas. El partido de semifinales de la Copa de la Amistad finalizó con el triunfo de Newell’s sobre Cantolao por diez goles a cero. Messi anotó nueve de los diez.

Terminado el encuentro, el rosarino, que por primera vez jugaba un campeonato fuera de Argentina, intercambió camiseta con Kevin. El hijo de William desaparece unos minutos de la oficina y regresa con su trofeo: una camiseta roja y negra, talla infantil, con el 10 en la espalda.

Actualmente Kevin Méndez tiene veinticuatro años, más o menos como Messi, pero no se le parece. Tiene el pelo negro y la tez mate, y es más grueso que el jugador del Barcelona.

Kevin estudia gastronomía, la carrera de moda en un país cuya cocina se ha transformado en bandera nacional. Juega en la liga amateur de Miraflores, un barrio acomodado de Lima, y no descarta volver a intentarlo en el fútbol profesional.
Pasaron ocho años hasta que lo volvieron a ver.

Es 2004 y William y Kevin están sentados frente al televisor, viendo un partido del Barcelona. En algún momento, el guardalínea levanta la banderola para indicar el cambio. El árbitro del partido da las instrucciones para que se ejecute el enroque, se retira un jugador del Barcelona y entra para reemplazarlo un chico joven, un canterano nacido en Argentina que lleva el número 30 en la espalda y se apellida Messi.

—Cuando estuvo aquí, ¿notaste que podía llegar tan arriba? —le pregunto a Kevin.
—Se notaba en su actitud, todo el día paraba con su pelota, pues. Todo el día.
Interrumpe William, el papá:

—No, él no quería llegar a ninguna parte. Él jugaba fútbol, no sé si pensaba llegar a ser lo que es, él jugaba fútbol. No creo que lo demás le importara mucho… O sea que el tema económico, el tema de llegar, no creo que lo pensara así. El tipo ya era excepcional con Newell’s, él vino a esa edad, y jugaba igual que como tú lo ves jugar ahora, no hay ninguna diferencia. Ni una.

Ahí viene la pregunta que yo me hago: ¿dónde están los trabajos de base de Argentina, si no había otro como él?
William enciende el computador para que veamos un video. De verdad sorprende ese niño, Messi a los nueve años, dribleando a medio equipo contrario para hacer sus goles. Tal vez, en secreto, Kevin sienta que lo suyo fue mala suerte. Cada gol de Messi, cada grito de su padre, vuelven a recordarle lo que su padre siempre le dice: que él también podría haber llegado.

Le cuento a William que estoy buscando un jugador. Le pregunto si Kevin no llegó por su propia actitud o por la actitud de él, del padre.
—Mira, no sé. Yo sí presionaba a mi hijo para que jugara, y creo que fue un error. Creo que hoy se ha perdido lo que Lionel sigue teniendo. Lionel era feliz jugando pelota y sigue siendo feliz jugando pelota. Hay muchos que llegan y ya se olvidan de jugar. Mira, tú podrás decir muchas cosas de Maradona, pero a mí me parece que al tipo le gustaba jugar fútbol con o sin plata.

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#Argentina#Barcelona#Messi

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