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Opinión

29 de Diciembre de 2013

La tierra de Cush, por Jon Lee Anderson

Vía El Puercoespín Juba, la capital del país más reciente del mundo, la República de Sudán del Sur, es una pequeñísima mancha dejada por el hombre en un vasto, salvaje paisaje de ríos, jungla, planicies de aluvión y ocasionales montañas de piedra roja. El perímetro occidental de la ciudad es su pista de aterrizaje y […]

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Vía El Puercoespín

Juba, la capital del país más reciente del mundo, la República de Sudán del Sur, es una pequeñísima mancha dejada por el hombre en un vasto, salvaje paisaje de ríos, jungla, planicies de aluvión y ocasionales montañas de piedra roja. El perímetro occidental de la ciudad es su pista de aterrizaje y el oriental son las aguas marrones del Nilo Blanco, donde un único, viejo puente de metal Bailey atraviesa el río. Del lado opuesto, un sendero de jeeps y ganado serpentea hacia la espesura.

Juba misma es una plantilla irregular de casas modestas de techo de lata esparcidas sobre una colina encima del Nilo. No hay turistas ni hoteles. Los visitantes se quedan en complejos autónomos que ofrecen carpas o en contáiners marítimos.  La ciudad se acaba en unos desparramos de chozas de barro con techos cónicos de paja. Juba sólo ostenta unos pocos cientos de automóviles. El edificio más alto era, hasta hace poco, de apenas cuatro pisos de alto.

A primera vista, Sudán del Sur parece una visión de un África del pasado, pero la naturaleza que rodea a Juba está prácticamente vacía de vida.  La mayoría ha sido exterminada o expulsada hacia remotos pantanos durante las décadas en que buena parte de Sudán del Sur era el campo de batalla principal de uno de los conflictos más largos del continente. Tampoco hay muchos seres humanos. Dos millones y medio de personas, se cree, murieron en las dos largas guerras nacionales desde 1960, cuando Sudán ganó su independencia, en su mayoría por hambre y enfermedad, dejando al Sur con su población actual de unos ocho millones de personas en una región apenas más pequeña que Francia.

Los más antiguos caminos de Juba son de una laterita roja bordeada por grandes mangos y acacias. Allí todavía se distinguen vestigios de la era colonial británica, en los bungalows, el hospital y un puñado de iglesias y escuelas dispuestas en jardines espaciosos detrás de muros bajos. Cerca del centro de la ciudad, donde los hombres se sientan bajo la sombra de una hilera de mangos a fumar pipas de agua y tomar té, también hay un racimo de centenarios edificios de piedra –las casas-tiendas de marfil de los comerciantes griegos que fueron los primeros residentes de Juba.

Recientemente ha comenzado a emerger una Juba más moderna. Se construyeron nuevas villas, con ventanas enrejadas y techos brillantes que parecen de un plástico azul, rojo o verde, como los que tienen los locales de comidas rápidas en los Estados Unidos. Sus jardines son minúsculos, pero sus muros son altos y coronados de alambre de púas electrificado, y tienen garajes escondidos en el interior para nuevos y caros SUVs: Toyota Land Cruisers, Mercedes Benzes y unos pocos Range Rovers. La mayoría de la gente de Juba es demasiado pobre para poseer autos, sin embargo; toman los atestados microbuses matatu que colman las calles o montan en bicicletas. Muchos caminan.

También por todas partes hay carteles de los complejos manejados por una plétora de agencias de Naciones Unidas que operan en Sudán del Sur, así como de la Cruz Roja Internacional, el World Food Program y una ristra de otras organizaciones de caridad religiosa y ONGs: World Vision, Adventist Development Relief Agency, Interchurch Medical Assistance, Oxfam, CAFOD y la People’s Aid de Noruega, Samaritan’s Purse. Son recordatorios de que Sudán del Sur ha sido una escudilla de la ayuda internacional durante mucho tiempo. Como terreno central del conflicto más prolongado de África, sitio de endémicas guerras tribales y hambruna crónica, Sudán del Sur tiene algunos de los peores índices sociales y económicos del mundo: una horrorosamente alta tasa de mortalidad infantil de más del diez por ciento; la más alta tasa de mortalidad materna. Es una de las naciones más pobres de la Tierra –la mayoría de los sudaneses del Sur vive con menos de un dólar por día y muchos no sobrevivirían sin asistencia humanitaria. Pocos tienen habilidades que les permitan ganarse la vida en el mundo moderno. Siete de cada diez son iletrados -y nueve de cada diez mujeres. Cuando obtuvo su independencia, en 2011, había sólo treinta millas de caminos pavimentados en todo el país.

Algo que no falta es soldados. Hay soldados por todas partes en Juba, vistiendo uniformes verdes y boinas rojas. Portan kalashnikovs chinas con empuñaduras de madera distintivas. Muchos usan anteojos de sol. A menudo están borrachos.

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Pocas calles de Juba fueron pavimentadas en los frenéticos meses previos al Día de la Independencia, el 9 de julio de 2011, cuando Sudán del Sur se convirtió en la nación 196 del mundo. Una ruta principal ha sido transformada en boulevard, con un paseo de cemento y flores; también hay faroles nuevos de aluminio sobre bases de cemento, aunque todavía no les colgaron las luces. Por todas partes hay carteles y banderas con mensajes de felicitación por el nuevo país de una manada de aerolíneas, compañías de seguro y redes de teléfonos celulares. Varios carteles luminosos promocionan proyectos futuros como el “Five-Star Beijing Juba Hotel” y el “Juba Grand Casino”, y unos pocos lugares ya están abiertos, como el restaurante Wonderful de dueños chinos, y, a su lado, el Wonderful Furniture World (muebles).

En la intersección principal se alza una nueva torre-reloj en medio de la rotonda del tránsito, y su pantalla digital ofrece una cuenta regresiva, minuto a minuto, hasta la independencia, y un mensaje en letras electrónicas rojas: “LIBRES AL FIN”.

Mi primer encuentro con el Sudán del Sur “oficial” ocurrió en la vecina Kenia unos pocos días antes. Había volado a Nairobi desde Londres y concertado un encuentro con el cónsul de Sudán del Sur a fin de coger mis documentos de viaje. A su pedido, le había girado antes algún dinero para cubrir el precio de la visa y “costos adicionales”. Cuando llegué, me indicó que nos encontráramos en un shopping center.

El cónsul era un hombre amable de edad indeterminada. Tenía los dientes de conejo distintivos de los Dinka y vestía un traje cruzado negro que le quedaba grande. Cuando lo invité a almorzar, aceptó muy dispuesto. Mientras nos sentábamos en un café, su celular sonó y habló animadamente durante varios minutos. Después se disculpó. Era un llamado muy importante, explicó. Se trataba de un “posible inversor malayo” que lo llamaba desde Kuala Lumpur. Quería que el cónsul fuera su socio en una empresa en Sudán del Sur. Explicó que su puesto era mal pago y, por ende, tenía que conseguirse oportunidades de negocios como hacían muchos altos funcionarios de gobierno en Sudán del Sur. Tenía una familia que mantener: Nairobi era cara, dijo. Me pasó un gran sobre que contenía mi “visa”. Era un documento de viaje de viejo estilo, del tamaño de un diploma universitario, con un sello ornamentado que había sido estampado, firmado y fechado por él.

Después de nuestro almuerzo, el cónsul extrajo un pedazo de papel y una lapicera del bolsillo de su chaqueta y lo colocó silenciosamente en la mesa, frente a mí. Los miembros de una familia sudanesa del Sur que él conocía habían perdido recientemente a su madre por enfermedad, me explicó suavemente. La familia era demasiado pobre para pagar su funeral, así que estaba haciendo lo que podía para ayudarlos a reunir los fondos necesarios. Miré el papel y vi su nombre y el de otra persona escritos junto a las cantidades de dinero que habían donado. El resto de la página estaba en blanco. “¿Quizás quiera contribuir con algo?”, me preguntó ansioso. “En nombre de la familia, le agradezco por cualquier generosidad”.

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Ya bien atrás en el tiempo, como en las referencias bíblicas al Reino de Kush, el sur de Sudán era un lugar de pillaje, una frontera remota y sin ley adonde los extranjeros iban a apropiarse de los tesoros naturales. Durante siglos, el principal comercio de la región era el de esclavos. Incontables elefantes fueron masacrados por sus colmillos de marfil. En años más recientes, la atención ha girado a la extracción de madera de sus profundos bosques y de petróleo crudo de su subsuelo.

En 1873, cuando el general británico Charles Gordon llegó a este lugar del Nilo con un barco de vapor desde Jartum, novecientas millas al Norte, no existía un lugar llamado Juba —sólo un asentamiento junto a la orilla del río Gondokoro, ubicado en medio de la jungla inexplorada de Equatoria, en el Nilo superior. Gordon era el recién designado Gobernador General de Sudán, en reemplazo del explorador británico Samuel Baker, que había pasado cuatro años allí y había dado su nombre a la región. Gordon había llegado con la misma misión de su predecesor: abolir el comercio de esclavos y extender la influencia territorial del gobernante de Egipto, Ismael Pasha.

Ismael Pasha era el suzerano otomano, o Jedive, de Egipto, que gobernaba en conjunción con los británicos y los franceses, acreedores que poseían puestos ministeriales en su gabinete. Después de supervisar la terminación del Canal de Suez, un proyecto francés encargado por su tío y predecesor, pero que ahora era poseído mayoritariamente por los británicos, Ismael Pasha buscó extender la autoridad de Egipto hacia el centro de África. Su abuelo nacido en Albania, de espíritu conquistador, había comenzado el trabajo fundando Jartum como estación de esclavos en el punto, 1800 millas al sur del Cairo, donde los Nilos Azul y Blanco se unen en la región conocida como El Sudán, una adaptación árabe que significa “Tierra de los Negros”. Ahora, el Jedive quería consolidar esas conquistas haciendo que Gordon tomara las tierras más al sur para darle el control de las fuentes de los dos Nilos: el Lago Tana en Abisinia, donde comenzaba el Nilo Azul, y el Lago Victoria, en el reino Buganda, de donde fluía el Nilo Blanco.
Gondokoro debía su existencia al hecho de que era la última sección navegable del Nilo Blanco antes de las cataratas que lo hacían infranqueable hacia el Sur. Así como había sido antes una base para cazadores de marfil y traficantes de esclavos, se había convertido en estación estratégica de tránsito para exploradores del Nilo. Speke y Gran habían encontrado a Baker en Gondokoro en 1863 después de su terrible viaje de dos años y medio  a través de África Central, desde Zanzíbar, y fue de Gondokoro que Baker partió a descubrir el Lago Alberto un año después. En sus memorias, Baker relató su eventual regreso a Gondokoro, en 1869, como emisario del Jedive en los términos más desoladores. Escribió: “Toda vez que me aproximaba a los campamentos de los diversos comerciantes, escuchaba el ruido de las cadenas aun antes de llegar, pues los esclavos estaban siendo conducidos rápidamente a los escondrijos para evitar la inspección. Estaban encadenados por dos anillos alrededor de los tobillos y conectados por tres o cuatro eslabones”. En sus cuatro años en Equatoria, Baker logró algunos avances contra el comercio de esclavos, pero acabó con él y se marchó con pesimismo sobre el futuro de África.

Como sucesor de Baker, a Gordon no le fue mucho mejor. La zona cenagosa  alrededor de Gondokoro, el Suud, era un vasto pantano de fiebres, y gran cantidad de su fuerza expedicionaria cayó enferma y murió allí. Gondon se quedó, persiguiendo a los esclavistas y estableciendo nuevos puestos junto al río, pero pronto descubrió que los traficantes lo eludían llevando sus cargamentos humanos a través del desierto en lugar de Nilo arriba, y que como resultado miles morían de sed y agotamiento. Se marchó en 1876, sintiéndose un poco derrotado y albergando dudas sobre la sinceridad del compromiso del Jedibe contra la esclavitud. Más tarde, sin embargo, fue tentado a regresar a Sudán con un mandato más amplio y, el 25 de enero de 1885, encontró su muerte en Jartum a manos de una muchedumbre liderada por un carismático guerrillero islamista conocido como el “Mahdi” –el “Guiado por la Divinidad”. La prensa británica, por su parte, se refería a él como el “Mullah Loco”.

Cortaron la cabeza de Gordon y la llevaron al Mahdi. Después, éste ordenó que fuera colocada en la copa de un árbol prominente para exhibición pública. Curiosamente, fue la ignominia de la muerte de Gordon lo que vinculó a los británicos con el Sudán, abriendo la vía para su eventual conquista. En las postrimerías inmediatas de la victoria sobre los británicos, sin embargo, el Mahdi y su sucesor, Abdullahi ibn-Muhammad, quedaron en libertad de manejar Sudán como un califato islámico mientras aquellos se retiraban a Egipto. No regresaron al Sudán durante casi catorce años, pero el sacrificio de Gondon pesaba en el aire. El honor británico fue restaurado eventualmente por una expedición punitiva liderada por Lord Herbert Horatio Kitchener. La batalla ocurrió el 2 de septiembre de 1899, una confrontación épica afuera del poblado de Omdurman, cerca de Jartum, entre 50.000 “derviches” que esgrimían espadas y lanzas, y 8.000 soldados británicos y 17.000 auxiliares sudaneses y egipcios armados con piezas Maxim de artillería. Para el fin del día, al menos 10.000 derviches yacían muertos. Kitchener perdió 47 hombres. El joven oficial Winston Churchill estaba entre los lanceros ese día. Fue la última carga de la caballería británica en una guerra. Fue también, probablemente, la batalla más desigual librada por el ejército inglés. Pero en su novela de aventuras de 1903, convertida en best-seller, ‘With Kitchener in the Soudan’ (Con Kitchener en el Sudán), el autor G.A. Henty probablemente expresó mejor el humor nacional británico cuando escribió: “Así, una tierra que había sido convertida en desierto por la terrible tiranía del Mahdi y su sucesor fue arrancada a la barbarie y devuelta a la civilización, y se lavó la mancha del honor británico”

***

La conquista británica del Sudán llegó en el pico del así llamado “Reparto de África”, el período en el que, de 1876 a 1914, potencias europeas como Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Alemania  se atropellaron por aferrar todo pedazo de territorio del continente no controlado ya por Portugal o España – que habían tomado sus propias posesiones coloniales en los siglos XV y XVI. Aunque la relación de Gran Bretaña con Egipto continuaba evolucionando tras el colapso del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, desde la fatídica Batalla de Omdurman en adelante Sudán siguió siendo una propiedad colonial británica. Era oficialmente parte del así llamado Condominio Anglo-Egipcio, un arreglo único por el que Sudán era administrado conjuntamente por Gran Bretaña y Egipto pero gobernado de hecho por una serie de gobernadores generales británicos y un servicio político colonial compuesto por un cuerpo imperial de élite de graduados de Oxbridge (NdT: Oxford y Cambridge). Entre ellos había personajes notables, como Wilfred Thesiger, el futuro explorador, que pasó buena parte de su tiempo en Darfur y en el norte de Equatoria a fines de los ’30 disparando a leones y elefantes y admirando la extraordinaria musculatura de los nativos. De los hombres de la tribu Nuer, escribió: “Realmente son como estatuas griegas”.

Después de que se concediera independencia nominal a Egipto en 1922 bajo la monarquía, controlada por los británicos, del Rey Faruk, el estatus de Sudán permaneció esencialmente inalterado, pero tras el golpe de Nasser de 1952 y la presión creciente en Gran Bretaña para descolonizar, se le concedió la independencia en 1956. Fue la primera de las colonias africanas de Gran Bretaña en ser liberada y ocurrió en silencio, sin fanfarria.

Sudán se convirtió de inmediato en la más grande nación de África y quizás también en la más disfuncional, resultado de una unión no natural entre sus regiones del Norte y del Sur. El sur es verde y tropical y habitado por africanos negros, predominantemente animistas y cristianos, mientras que el norte es primariamente un desierto dominado por musulmanes de sangre africana y árabe que hablan en este último idioma. Sabedores de esta división, los británicos administraron el sur en forma separada y, pese a un compromiso antiguo de proveer a éste de cierta autonomía regional dentro de una unión federal, lo amontonaron con el norte en la partida, dejándolo a merced del capricho de los nuevos gobernantes de Sudán en Jartum.

Con su destino así signado, estalló una rebelión armada entre los oficiales del Ejército en 1955, incluso antes que se declarara la independencia formal de Sudán. Le siguió la primera guerra civil del país, que dio lugar a una devastadora lucha en la jungla entre el Norte y el Sur y que mató, según estimaciones, a medio millón de personas y no terminó hasta 1972, con el acuerdo de paz que dio autonomía regional al Sur e incorporó a sus combatientes al ejército nacional de Sudán.

Pero la paz no duró.

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La segunda guerra civil de Sudan comenzó en 1983 después de que el régimen militar de Jartum conducido por el presidente Jafaar al-Nimeiri, quien había tomado el poder en 1969, decretara la Sharia en todo el país, acabara con el estatus autónomo del Sur y ordenara la transferencia de soldados del Sur al Norte. El descubrimiento, en los ’70, de reservas significativas de petróleo por Chevron, en su mayoría en el Sur, fue un factor en la decisión de Nimeiri de rescindir el acuerdo previo a fin de obtener un mayor control sobre el negocio.

Como en la primera guerra, los soldados sudaneses del sur formaron el corazón de la rebelión. Esta fue liderada por John Garang, un oficial del Ejército de Sudán que desertó junto con una brigada estacionada en su ciudad natal, en Bor. Pronto los organizó como una fuerza combatiente que llamó Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (ELPS), con un brazo político, el Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán (MLPS). Garang era un Dinka, el grupo tribal más grande en el Sur, y era tan culto como políticamente ambicioso. Se había graduado en Economía en el Grinnell College de Iowa, al que asistió después de ganar una beca. Más tarde, como capitán del Ejército, obtuvo una maestría y un doctorado en economía en la Iowa State University. También participó en un curso de entrenamiento avanzado para oficiales de infantería en Fort Benning, Georgia, que le ganó el rango de coronel.

Como líder guerrillero, era carismático y autoritario: los disidentes era castigados a menudo con una ejecución; el reclutamiento forzoso de niños como soldados, como en otras guerras africanas en la jungla, se volvió una rutina. Adoptando una visión socialista para un Sudán unificado, en lugar de una secesión, Garang encontró el apoyo del régimen marxista radical del coronel Mengistu Haile Mariam en la vecina Etiopía, que había derrocado y luego asesinado al anciano emperador Haile Selassie pocos años antes. Garang también recibió ayuda de otros Estados revolucionjes de la época, incluyendo a Cuba, Libia, Zimbabwe, Angola, Mozambique, el ex Yemen del Sur y Uganda. “Garang entendió las contradicciones política de ese momento”, me dijo uno de sus ex lugartenientes en Juba. “El campo occidental en la región -Kenia, Uganda y Zaire- no entregaría armas, pero sí el mundo socialistas, así que John Garang decidió explotar eso. Es por eso que su manifiesto fue redactado para que pareciera socialista –pero en realidad fue una movida táctica”.

Con el fin de la Guerra Fría, sin embargo, Mengistu fue depuesto y el apoyo de retaguardia de Garang resultó cortado súbitamente. Fue catastrófico para su movimiento. Con una sequía que ya causaba una amplia hambruna en el Sur, decenas de miles de refugiados sudaneses del Sur fueron expulsados súbitamente por los nuevos gobernantes de Etiopía y entraron en torrente de regreso a la zona de guerra. Le siguió una crisis humanitaria. Mientras Jartum incrementaba sus ataques, Garang se vio frente a un motín, en el que varios de sus altos lugartenientes de etnia Nuer en un ELPS dominado entonces, como ahora, por los Dinkas, rechazaron su conducción y rompieron con él para formar su propio ejército. No mucho después, las dos facciones luchaban una contra otra y los amotinados comenzaban a recibir armas, municiones y dinero de Jartum.

La facción rival era liderada por Riek Machar, un joven tan ambicioso como el propio Garang. Hijo número 26 de un jefe Nuer, Machar también había recibido una extensa educación, con un título de la Universidad de Jartum y un doctorado en ingeniería mecánica de la Universidad de Bradford en Inglaterra. Machar se oponía al ideal de Garang de un Sudán unido –que, presumiblemente, él lideraría- y planteaba en cambio combatir por la secesión de Sudán del Sur. En la práctica, sin embargo, el golpe de Machar debilitó enormemente al Sur, permitiendo a Jartum explotar sus luchas internas y hacer dramáticas incursiones en zonas que antes habían estado fuera de su alcance.

También despertó enemistades tribales y añadió un elemento sectario a la guerra, en la medida en que la ruptura se convirtió en un asunto de Nuers que mataban a Dinkas. Al principio de su rebelión, los soldados de Machar hicieron una razzia en Bor, la ciudad natal de Garang, matando a diestra y siniestra. Cuando terminó la “masacre de Bor”, como se la conoció, 2.000 civiles Dinkas habían sido asesinados. La carnicería profundizó enormemente los sentimientos sectarios en el Sur y, mientras proseguía la guerra entre ex camaradas de armas, hubo más muertes que parecían tener más que ver con la identidad tribal que con visiones opuestas sobre el futuro del país.

Lo que ocurrió en Bor en 1991 fue una mancha en su reputación que Machar, ahora vicepresidente de Sudán del Sur, jamás ha superado. Ganó una notoriedad diferente por su romance con la joven inglesa Emma McCune, quien lo desposó en una ceremonia tribal y se fue a vivir con él en la zona de guerra. Embarazada de su hijo, McCune murió en un accidente de automóvil en Nairobi en 1993. Tenía 29 años. El libro de 2003 “Emma’s War” (La Guera de Emma), de Deborah Scroggins, relata la relación Machar-McCune y describe cómo, en 1997, Machar aceptó un armisticio con Jartum que le dio un puesto en el gobierno, una villa en la capital sudanesa y el patronazgo oficial para su milicia. En 2000, sin embargo, evidentemente harto de las maquinaciones de Jartum, Machar regresó a la jungla y volvió a luchar contra el gobierno. En 2002 hizo las paces con Garang y volvió a unirse al ELPS  como segundo comandante.

La segunda guerra civil de Sudán fue mucho más sangrienta que la primera y mató a unos dos millones de personas y convirtió a otros cuatro millones en refugiados. El conflicto se arrastró hasta enero de 2005, cuando Garang llegó a un histórico acuerdo de paz con el líder militar de Sudán, Teniente General Omar al-Bashir. Como parte del llamado “Acuerdo Comprensivo de Paz”, Garang aceptó cesar las hostilidades a cambio de la autonomía del Sur, con él mismo como líder. Bashir también aceptó convertirlo antes en vicepresidente de Sudán. Ambos ejércitos acordaron permanecer en sus lugares a la espera de un referéndum público a ser realizado en un plazo de cinco años que decidiría el estatus último del Sur. Diez mil efectivos de paz de la ONU fueron enviados como policía de la tregua.

En Julio de 2005, Garang realizó un histórico primer viaje a Jartum para jurar como vicepresidente de Sudán. Fue recibido como un héroe conquistador por cientos de miles de personas admiradas y extasiadas, en la más grande concentración pública de la historia del país.

Apenas tres semanas después, murió en un accidente de helicóptero en la jungla del sur. Entre la sorpresa y la incredulidad, muchos seguidores creyeron que el accidente había sido obra de Jartum y hubo un furioso levantamiento. Pronto cedió, sin embargo, cuando el dotado segundo de Garang, Salva Kiir, juró en su lugar y llamó a la calma. Riek Machar quedó como el número dos.

Durante un tiempo, Sudán del Sur se perdió de la vista pública mientras el agudizado conflicto en la provincia occidental de Darfur desataba una crisis política y humanitaria. En 2007 se aprobó unánimemente un proyecto de ley en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos equiparando a la brutal contrainsurgencia de Jartum con un “genocidio”. En febrero de 2010 se llegó a un acuerdo de cese del fuego entre Jartum y los rebeldes darfuríes. Para entonces, según estimaciones, habían muerto unas 300.000 personas, a manos de los depredadores milicianos respaldados por Jartum y conocidos como los janjaweed, o por hambre y enfermedad. Otros dos millones y medio de civiles resultaron desplazados por el conflicto. En 2009, la Corte Penal Internacional emitió una orden de arresto contra el presidente Bashir por crímenes contra la humanidad. En 2010, emitió una segunda orden, con cargos de genocidio.

 

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