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Opinión

27 de Marzo de 2014

Lucha de clases

Con Bachelet llegó al gobierno una nueva camada. Comparada con la de Piñera, es a todas luces socialmente diferente. Visitantes asiduos de La Moneda comentan que “antes las minas eran más ricas que ahora”. “Las pelolais salieron de palacio”, agregan. Pacheco y Eyzaguirre son los cuicos de la fiesta. Casi todo el resto proviene de […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Con Bachelet llegó al gobierno una nueva camada. Comparada con la de Piñera, es a todas luces socialmente diferente.

Visitantes asiduos de La Moneda comentan que “antes las minas eran más ricas que ahora”. “Las pelolais salieron de palacio”, agregan.

Pacheco y Eyzaguirre son los cuicos de la fiesta. Casi todo el resto proviene de la gran clase media. Heraldo Muñoz, según contó hace poco, creció en El Hoyo, restorán patachero de Estación Central. Los entendidos dicen, con todo respeto, que nadie puede morir sin pedir una lengua en El Hoyo. Pero a Heraldo lo conocen hace tiempo, de manera que ya les es más familiar a esos que acaban de abandonar el poder.

Peñailillo, en cambio, les resulta inverosímil. No necesitan darle tiempo para ver cómo lo hace, basta observar su pinta de liceano. Lo hallan joven e inexperto, falto de prestancia, y peor todavía, no se lo habían topado nunca. En esto el pijerío saliente se encuentra con la vieja Concertación que no se siente del todo entrante. Para confirmar sus prejuicios, todos ellos quisieran verlo caer. De este modo quedaría claro que siguen perteneciendo a una casta imprescindible.

Consideran, en cierto modo, que el país actual es su criatura, y como un padre que ve a su hija partir con un pailón (hay varias películas hollywoodenses sobre el tema), temen que la patria haya quedado en malas manos.

Rodrigo Peñailillo, en esta contienda, es la cara visible de un batallón mucho más numeroso. Salieron de la mesa del pellejo del Estado. Hasta aquí cumplieron labores administrativas menores o crecieron al alero de alguna personalidad relevante. No se caracterizan por éxitos empresariales ni por haber conquistado las calles encabezando marchas multitudinarias.

Los miembros de la generación del 90 (G90), a la que pertenece el ministro del Interior, han hecho más bien una carrera funcionaria. Cuesta reconocerles un discurso con personalidad propia. El desdén que sienten por ellos los grandes varones de la política, los une íntimamente con Michelle Bachelet. La presidenta quiere que se impongan no sólo por el éxito de su gobierno, sino también para ponerle un tapaboca a la soberbia de clase y de casta que ella misma ha resentido.

El gobierno recién comienza, apenas lleva dos semanas, y ya cunden las críticas fulminantes a la gestión del premier. El pájaro nuevo deberá sacar las garras, generar complicidades, desarticular a sus enemigos –internos y externos-, y operar más allá de la sombra de su madre, si acaso no quiere morir entre sus brazos.

Si es inseguro, intentará imponerse rabiando, pero si se siente firme, lo hará inaugurando una nueva malla de acuerdos, sin aplanadoras ni retroexcavadoras, aparatos que en la construcción de una democracia sólo sirven para meter ruido.

Dicen que hasta acá únicamente lo han apoyado los estudiantes que llegaron al parlamento. El resto, o le dispara o lo mira desde el rabillo del ojo. Pobre Peñailillo, se debe sentir horriblemente solo. Yo también soy de los que quiere que le vaya bien, por el gobierno, pero sobre todo por el tapaboca. No la tiene fácil.

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