Opinión
26 de Julio de 2014El escritor palestino Sayed Kashua escribe por qué se va de Jerusalén
Sayed Kashua es un conocido y premiado escritor palestino. Nació en 1975, ha publicado tres novelas y es cronista del diario israelita Haaretz. Ha vivido en Jerusalén durante muchos años, pero ahora decidió emigrar. Acá, en un texto publicado por The Guardian, cuenta por qué.
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*Traducción de “Why I have to leave Israel”, texto publicado originalmente en The Guardian
Muy pronto me voy de aquí. Dentro de unos días dejaremos Jerusalén, dejamos el país. Ayer compramos maletas pequeñas para los niños. No hay necesidad de tener una gran cantidad de ropa, dejaremos nuestra ropa de invierno; en todo caso, no serán lo suficientemente cálidos dado el frío del sur de Illinois, EE.UU. Sólo necesitaremos algunas cosas hasta que nos acomodemos. Tal vez los niños deberían llevarse algunos libros, dos o tres en árabe, y otros pocos en hebreo, para que no se olviden de sus lenguas. Pero yo ya no estoy seguro de lo que quiero que mis hijos recuerden de este lugar, tan querido y tan maldito.
El plan original era salir en un mes para un año sabático. Pero la semana pasada entendí que no puedo quedarme aquí más tiempo, y le pedí a la agencia de viajes que nos saquen de aquí lo más rápido posible, “pasajes sólo de ida, por favor”. Dentro de unos días aterrizaremos en Chicago, y ni siquiera sé dónde viviremos el primer mes, ahí veremos.
Tengo tres hijos, una hija que ya tiene 14 años, y dos hijos, de nueve y tres años de edad. Vivimos en Jerusalén occidental. Somos la única familia árabe que vive en nuestro barrio, a la que nos mudamos hace seis años. “Puedes elegir dos juguetes”, le dijimos esta semana en hebreo a nuestro pequeño niño que estaba en su habitación mirando la caja de sus juguetes, y empezó a llorar a pesar que le prometimos que le vamos a comprar todo lo que quiera cuando lleguemos allá.
También tengo que decidir qué llevaré yo. Puedo elegir sólo dos libros, me dije a mí mismo, de pie frente de los estantes de libros en mi sala de trabajo. Aparte de un libro de poesía de Mahmoud Darwish y una colección de cuentos de Jubran Khalil, todos mis libros están en hebreo. Son libros que yo empecé a comprar desde que tenía 15 años y que me han acompañado a donde yo me he cambiado. Desde que tengo 14 años apenas he leído un libro en árabe. Cuando tenía 14 años vi una biblioteca por primera vez.
Hace veinticinco años, mi profesor de matemáticas en el pueblo de Tira, donde nací, vino a casa de mis padres y les dijo que el próximo año los judíos abrirían una escuela para estudiantes dotados en Jerusalén. Le dijo a mi padre que él pensaba que debía probar. “Será mejor para él allí,” recuerdo que el profesor les dijo a mis padres. Tuve un buen examen y una buena entrevista así que cuando tenía la edad que tiene mi hija ahora, dejé mi casa en Tira, para ir a un internado judío en Jerusalén. Fue muy difícil, casi cruel. Lloré cuando mi padre me abrazó y me dejó en la entrada de la nueva escuela, que no se parecía a nada que había visto en Tira.
Una vez escribí que la primera semana en Jerusalén fue la semana más difícil de mi vida. Yo era diferente, sí; mis ropas eran diferentes, al igual que mi lenguaje. Todas las clases eran en hebreo – ciencias, estudios de la Biblia, literatura. Me senté allí sin entender una palabra. Cuando traté de hablar todo el mundo se reía de mí. Yo no quería otra que huir hasta mi casa, a mi familia, al pueblo y a los amigos, a la lengua árabe. Lloré en el teléfono cuando hablé con mi padre y le rogué que viniera a buscarme. El respondió que sólo los comienzos son duros, que en pocos meses yo hablaría mejor el hebreo que mis compañeros de curso.
Me acuerdo de la primera semana, nuestro profesor de literatura nos pidió que leyéramos “El guardián entre el centeno” de Salinger. En Tira no teníamos clases de literatura, no había biblioteca, aun no hay ninguna. Fue la primera novela que leí. Me tomó varias semanas leerlo, y cuando terminé comprendí dos cosas que cambiaron mi vida. La primera era que yo podría leer un libro en hebreo, y la segunda fue la profunda sensación de que yo amaba los libros.
Desde el momento en que descubrí los libros y las ciencias no me interesaron nada, estaba en la biblioteca leyendo. Muy rápidamente mi hebreo fue casi perfecto. La biblioteca del internado sólo tenía libros en hebreo, así que empecé a leer a autores israelíes. Leí Agnon, Meir Shalev, Amos Oz y empecé a leer sobre el sionismo, sobre el judaísmo y la construcción de la patria. Descubrí rápidamente el poder de los libros e hice míos muchos relatos de los pioneros judíos, sobre el Holocausto, sobre la guerra.
Durante estos años también empecé a entender mi propia historia, y sin intención de hacerlo, empecé a escribir acerca de los árabes que viven en un internado israelí, en la ciudad occidental, en un país judío. Empecé a escribir, a creer que todo lo que tenía que hacer para cambiar las cosas sería escribir sobre el otro lado, para contar las historias que oí de mi abuela. Para escribir sobre la muerte de mi abuelo en la batalla de Tira en 1948, como mi abuela perdió toda nuestra tierra, como crió a mi padre, huérfano a sus cortos años, mientras ella los mantenía trabajando como una recolectora de frutas para los judíos.
Yo quería contar, en hebreo, de mi padre, que estuvo encerrado en la cárcel por largos años, sin juicio, por sus ideas políticas. Quería contarles a los israelíes una historia, la historia palestina. Seguramente cuando lo lean van a entender, cuando lo lean van a cambiar, todo lo que tengo que hacer es escribir y la ocupación terminará. Sólo tengo que ser un buen escritor y voy a liberar a mi pueblo de los guetos en que viven, si narro buenas historias en hebreo, estaré a salvo, otro libro, otra película, otra crónica en un periódico y otro guion para televisión y mis hijos tendrán un mejor futuro. Gracias a mis historias, un día se convertirán en ciudadanos iguales, casi como los judíos.
Veinticinco años de escribir en hebreo, y nada ha cambiado. Veinticinco años aferrándome a la esperanza, creyendo que no es posible que la gente pueda ser tan ciega. Veinticinco años en los que yo tenía pocas razones para ser optimista, pero seguí creyendo que un día este lugar, en el que ambos judíos y árabes viven juntos, sería la historia en la que no se niega la historia del otro. Que un día los israelíes dejarían de negar la Nakba, la ocupación y el sufrimiento del pueblo palestino. Que un día que los palestinos estarían dispuestos a perdonar y construir un lugar donde valga la pena vivir.
Veinticinco años que yo he escrito en hebreo y he recibido amargas críticas de ambos lados, pero la semana pasada me di por vencido. La semana pasada, algo se rompió dentro de mí. Cuando la juventud judía marcha por la ciudad gritando “muerte a los árabes” y atacan a los árabes sólo porque son árabes, entendí que había perdido a mi pequeña guerra.
Escuché a los políticos y a los medios de comunicación y escuché que ellos diferencian entre sangre y sangre. Los que han recibido el poder de expresar lo que la mayoría de los israelitas piensan, “Somos mejores que los árabes.” En los paneles de debate en los que he participado, se ha dicho que los judíos son un pueblo superior, y tiene mayor derecho a vivir. Yo desespero al saber que la mayoría absoluta en este país no reconoce el derecho de un árabe a vivir.
Después de mis últimas columnas algunos lectores suplicaron que me deportaran a Gaza, amenazaron con romperme las piernas, con secuestrar a mis hijos. Yo vivo en Jerusalén, y tengo varios maravillosos vecinos judíos y maravillosos amigos, escritores y periodistas, pero yo todavía no puedo llevar a mis hijos a las guarderías o los juegos del parque con sus amigos judíos. Mi hija protestó furiosamente y dijo que nadie sabría que ella es árabe, debido a su perfecto hebreo, pero yo no la escuché. Ella se encerró en su habitación y lloró.
Pronto me marcho de aquí y ahora estoy de pie frente de mis estanterías de libros, con Salinger en la mano, la que leí cuando tenía 14 años. No tomaré ningún libro, lo decidí, tengo que concentrarme en mi nuevo idioma. Sé lo difícil que es, casi imposible, pero tengo que encontrar otro lenguaje en el que escribir, mis hijos van a tener que encontrar otro lenguaje para vivir.
“No entres,” me gritó enojada mi hija cuando golpeé su puerta. Ingresé de todos modos. Me senté a su lado en la cama y, a pesar que ella me dio la espalda, yo sabía que ella me estaba escuchando.
Escúchame, le dije, antes de repetirle exactamente la misma frase que mi padre me dijo hace 25 años en la puerta de la mejor escuela del país.
– “Recuerda, hagas lo que hagas en la vida, para ellos siempre serás un árabe. ¿Entiendes?”
– “Entiendo”, me dijo y me abrazó con fuerza.
– “Papá, lo he sabido desde hace mucho tiempo.”
– “Pronto nos vamos de aquí”, le sacudí su cabello como ella aborrece. “Mientras tanto, lee esto”, le dije y le di The Guardian entre el centeno.