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Opinión

8 de Mayo de 2015

Columna: La renuncia de Bachelet

El gobierno insiste en confundir la responsabilidad legal con la responsabilidad política, pero sus enredos empresariales hacen imposible creer en su discurso de cambios. ¿Qué han obtenido esos empresarios con sus platas sobre la política? Reducen la discusión a unas boletas y callan lo más importante. Reducir la corrupción a un asunto legal, y restarle espacio a la deliberación política de la ciudadanía sólo muestra la sobrevivencia de una cultura autoritaria que se extendió, bajo estos pasajes oscuros entre dinero y política, a las propias autoridades que antes sellaron el fin de la dictadura. Los héroes de la transición no sólo están fatigados, sino que su vocación democrática está agotada, y hasta revertida.

Carlos Ruiz Encina
Carlos Ruiz Encina
Por

gabinetefoto

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Ya lo han dicho voces de todo tipo. El esperado anuncio de Bachelet sólo eludió los problemas y, con eso, dejó las cosas a la deriva. Eso significa que renunció a liderar el proceso político actual. Una crisis de legitimidad se ha intentado reducir a una crisis de corrupción, cuando la segunda es sólo una parte de la primera. Más encima, se intentó lanzar las cosas hacia adelante, haciendo una oferta constituyente que no precisa nada. En fin: humo.

La crisis de legitimidad que afecta a la política y a su gobierno, ha crecido con la corrupción develada en los últimos meses, pero se inició antes que estallaran, y remite al empantamiento de las reformas sociales prometidas, hundidas en otras tantas volteretas que no se traducen -de nuevo- en nada. Como el ajuste tributario y sus fantasmagóricas promesas de equidad, la reforma laboral y sus pretensiones imperceptibles de justicia social, los cambios a la condición docente y su rechazo ¡por el propio profesorado!, qué decir ya de la reforma educacional y el evadido compromiso -en formas cada vez más absurdas- con la recuperación de la educación pública a todo nivel.

No lo hizo. Habló de regular la relación entre dinero y política, eludiendo el juicio político que pesa sobre su coalición tras conocerse su imbricación con empresarios pinochetistas. El problema es el poder político desmesurado e ilegítimo del empresariado, y el daño que eso ha significado a la democracia. Como escape de lo anterior, la ambigüedad de su anuncio constitucional solo promete agudizar el actual vacío político.

Para la ciudadanía, la discusión más importante frente a la corrupción no es la legalidad de los actos de los involucrados, cuestión que compete a los tribunales. Tampoco los mecanismos para prevenir estas situaciones, debate eminentemente técnico. La ciudadanía es el fundamento de la voluntad política de la nación, por lo que tiene el poder soberano e irrenunciable de emitir un juicio sobre la credibilidad de los actores que participan de la política, en especial aquellos que se han presentado como promesas de cambio para la sociedad. Negar ese derecho con argucias legales es un acto de autoritarismo. La confiscación de la democracia por los “expertos”, la exacerbación de lo jurídico en detrimento de lo político, se ha vuelto el nudo de la dominación actual. ¿Volverá la ciudadanía a creer en la Concertación tras conocerse sus vínculos con empresas de Ponce Lerou, una riqueza vinculada orgánicamente a la dictadura y, ahora sabemos, a las fuerzas civiles de la democracia? Negar este derecho de la ciudadanía por las autoridades, alegando escapes legales es una restricción democrática, una constricción de ciudadanía. Muestra un remedo de cultura autoritaria, incrustado en nuestras elites de un modo mucho más extendido al usualmente advertido, pues contamina a las autoridades civiles del período democrático. Un autoritarismo que sólo profundiza la desconfianza ante la política.

El gobierno insiste en confundir la responsabilidad legal con la responsabilidad política, pero sus enredos empresariales hacen imposible creer en su discurso de cambios. ¿Qué han obtenido esos empresarios con sus platas sobre la política? Reducen la discusión a unas boletas y callan lo más importante. Reducir la corrupción a un asunto legal, y restarle espacio a la deliberación política de la ciudadanía sólo muestra la sobrevivencia de una cultura autoritaria que se extendió, bajo estos pasajes oscuros entre dinero y política, a las propias autoridades que antes sellaron el fin de la dictadura. Los héroes de la transición no sólo están fatigados, sino que su vocación democrática está agotada, y hasta revertida.

Al trocar el enfrentamiento a tal corrupción con la necesidad de un cambio constitucional, Bachelet reconoce -sin proponérselo, menos aún intentar encararlo- un antecedente más profundo en el problema que enfrenta la política chilena, a saber, que la crisis que la atraviesa no es una de corrupción sino de legitimidad general. Una crisis que compele a la refundación de la política.

Aunque no se aborde así -en realidad, a pesar que no se haga de ninguna forma- una transformación constitucional no es una invitación a ajustar simplemente unos marcos legales. Eso podría ser asunto de abogados, no de toda la ciudadanía. Es una invitación a redefinir la política, su carácter social. A rescatarla de las elites ensimismadas de la transición. Y con eso, a refundar de una vez por todas -como promesa largamente incumplida de esa transición- el modelo económico y social heredado, en fin, a constitucionalizar la salida del neoliberalismo. En este sentido, la Concertación no es capaz de una Constitución realmente nueva, que destruya los privilegios políticos y económicos de los últimos 25 años, porque es parte orgánica de ellos.

El déficit de legitimidad que cargan nuestras instituciones y partidos políticos remite a la promesa incumplida de un cambio en el sistema político, económico, social y cultural heredado de la dictadura y profundizado en democracia. Esta es la discusión que ha sido silenciada toda la transición. Es aquello que comparten quienes lucharon por derrocar a Pinochet y los estudiantes que marcharon el 2006 y 2011. Abordar estos cambios implicaría un cambio en el modelo de desarrollo, pues el actual se ampara en tratar los derechos sociales como mercancías, y el lucro privado sobre los subsidios estatales destinados a cubrirlos. Se requiere, pues, un nuevo pacto social.

El tema constitucional remite a refundar el modelo de desarrollo. No son puros marcos legales, ni acabar con las herencias que legó Jaime Guzmán. No queremos una discusión procedimental, por lo tanto vacía, ya lo advertía Lechner en la transición. Hay que constitucionalizar la salida del neoliberalismo. Si no, no hay salida al malestar general. Un cambio constitucional real de estas dimensiones es justamente la discusión a la que renuncia Bachelet con la ambigüedad de su anuncio, derivando el debate en los mecanismos y procedimientos. Peor aún, obliga a la ciudadanía a recurrir a sus “intérpretes”. En realidad ocurre se renuncia a encarar el problema político que existe en el país, y lo que se desata es la carrera de quienes pretenden suceder a Bachelet.

Es que Bachelet renunció a liderar este proceso. Optó por escapar hacia adelante. Lo tiro a una fonda. Con eso renunció al gobierno. La danza de los sustitutos irá creciendo. Vienen tiempos más complejos por los liderazgos que vienen cayendo. Los tiempos son turbulentos y hay que prepararse para una resolución política de más largo tiempo. Las fuerzas sociales y sus procesos de constitución política han de estar alertas a diversas aventuras autoritarias y los intentos por impedir una expansión de la democracia. El vacío político augura incertidumbre. Lo que terminó de esclarecerse es la insustantividad de un sistema político sometido al poder económico, ya sea a través de boletas o por vías legales. Es la política posible de la transición, ideada sólo para permitir administradores y profundizadores de la herencia dictatorial.

Por eso es que el malestar social a recurrido al desborde de esa política. Es que la democracia de la transición, gestada sobre la idea de que la sociedad del siglo XX con su vieja clase media y obrero no volvería. Se concibió para existir sin sociedad, relacionándose sólo con individuos aislados, cuyos anhelos se reducían supuestamente al consumo y sus apariencias de integración. Eso explotó. No se trata sólo de un problema de transparencia, ni de legalidad, sino de las ideas y los proyectos de sociedad que debe admitir una esfera política entendida como espacio de resolución democrático de diferencias, de producción de consensos, de procesamiento de intereses sociales legítimamente diversos.

Mientras este problema no sea enfrentado en toda su hondura, el desborde institucional continuará, y con ello la incertidumbre y el malestar, que más de una vez en la historia ha llevado a cierres autoritarios de la mano de un caudillo. La constitución y proyección de los incipientes actores que anuncian las protestas de los últimos años, advierte la emergencia de actores políticos que no existen en la actualidad, autónomos de los términos del pacto de la transición, anclados en los dilemas actuales, por lo que su irrupción tiene que significar una redefinición de la política, capaz de conducir a un pacto social y, con eso, a un nuevo ciclo histórico.

*Carlos Ruiz Encina es presidente de la Fundación Nodo XXI.

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