Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

2 de Junio de 2015

Héctor Aguilar Camín: Los secretos mejor guardados de la familia, los hombres y los viejos

Su nueva novela se llama “Adiós a los padres” y casi no tiene ficción. Tampoco secretos. Aguilar Camín (69) reconstruyó los sueños rotos de sus padres sin callar esos silencios que, en buena medida, explican a toda familia y permiten indagar en la pregunta más difícil: ¿por qué la felicidad se les perdió en el camino? El también historiador y director de la revista Nexos explica por qué cree que los discursos de la “identidad mexicana” le impiden a su país modernizarse. Pone de ejemplo a los zapatistas de Chiapas: “Esas comunidades indígenas son el pozo del atraso”.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
Por

Entrevista-a-Héctor-Aguilar-Camín-foto-alejandro-olivares

En Chetumal, un pueblo costero en el extremo sur de Quintana Roo, donde México limita con Belice, Héctor Aguilar conquista a Emma Camín y se casa con ella. Él es hijo del empresario más próspero del pueblo; ella, la hija más llamativa de unos esforzados inmigrantes asturianos. Es 1944 y la Segunda Guerra paraliza al mundo, pero Héctor y Emma, posando para una foto con la playa de fondo, sólo parecen saber del paraíso que tienen por delante. Muy pronto serán los padres de Héctor, el escritor que, sesenta años después, comienza a escribir esta historia.

Pero cuando Aguilar Camín escribe “Adiós a los padres”, del sueño de felicidad de Emma y Héctor hace mucho que ya no queda nada. A los pocos años de casados, Héctor vio cómo su propio padre –el abuelo del escritor– le quitaba sin escrúpulos su negocio maderero, y él, en lugar de defenderse, se dejó destruir. El niño Aguilar Camín ve entonces cómo su padre, algún día un seductor nato, empieza llenarse de tics. Nunca más sale a flote. Nunca más la familia de Héctor y Emma vuelve a ser posible. De paso, en 1955 el ciclón Janet destruye Chetumal, los niños por poco mueren ahogados junto a su madre y la familia emigra a Ciudad de México, donde comienza el fin de ese sueño, pero no de esta historia.

El libro empieza con una vieja foto de tus padres recién casados, destinados a ser felices. Y lo que sigue es cómo todo eso se desintegra…
Es cierto, lo que esa foto augura es la felicidad de una pareja. Pero de inmediato entramos al hecho de que estas personas, en los años terminales de su vida, se enferman y quedan internadas en el mismo hospital. Y es lo más cerca que han estado físicamente durante los casi 50 años que llevan separados. Con el azar agregado de que mi madre queda, en el cuarto piso, exactamente arriba de la habitación que ocupa mi padre en el tercero. Ese guiño de la realidad fue en muchos sentidos lo que disparó la novela. Porque la pregunta que plantea es, bueno, ¿cómo es que hemos llegado aquí? ¿Cómo es que estos dos, que están en esa primera página tan felices, ahora están en los últimos años de su vida y en realidad no han podido ser felices, sino que se han separado, se han hecho daño, se han ignorado todo este tiempo? ¿Qué pasó? Es el enigma que la novela va a resolver, por eso la llamo novela aunque no sea propiamente ficción. Y la escribo cuando los dos han muerto, así que en cierto modo la historia está terminada. Lo único que le falta es ser contada.

¿Habrías podido publicarla con tus padres vivos?
No creo, no me hubiera atrevido. Muchas de las cosas que están ahí son los secretos que las familias convienen en no hablar, pero que son en buena parte lo que las explica, lo que las constituye.

Empiezas a escribirla cuando ambos están hospitalizados, ¿no?
Sí, en el año 2004, cuando ocurre esta coincidencia y me llega la idea de que es un buen principio para un relato.

¿Un buen principio porque le sigue una buena tragedia?
Es una historia en cierto sentido trágica, pero también de reconciliaciones. Y en el caso de mi madre y de mi tía, que son las que se hacen cargo de nosotros, es una historia de haber triunfado en su modesta pero muy específica utopía que es criar a los hijos y que estudien una carrera. Eso es lo que guía sus vidas, pero poder hacer eso les toma unos trabajos titánicos. Y lo logran. Y al final de sus días, ellas cuentan la historia de sus pérdidas en medio de unas grandes carcajadas. Son mujeres que han vivido una vida dura, pero que han obtenido de esa vida una recompensa absoluta. Están en paz con lo que hicieron. Mientras mi padre se pierde en un limbo y acaba en la más absoluta de las soledades, mi madre y mi tía pueden construir una especie de entorno de amor, de afecto.

Ellas encajan en el modelo de las mujeres que se hacen cargo y salen adelante, pero el caso de tu padre es más especial porque no es el macho dominante, sino el que se deja dominar y por eso cae. ¿Es difícil escribir sobre un padre que falló por débil?
Sí, pero en esa debilidad está la grandeza de su historia, ya no familiar sino literaria. Es una historia más potente, más triste, porque a la literatura, como a la memoria, le gustan las cosas tristes, y esa debilidad suya lo hace más conmovedor. Pero creo que al final también pude transmitir que toda la fortaleza y la determinación que faltaron a mi padre, estuvo en esas dos mujeres, y esa dualidad me parece que le da como una profundidad a esta exploración del asunto familiar. Porque la familia siempre es una cosa medio enigmática, complicada, ¿no? Tiene todos estos lados oscuros, estos agravios no dichos, estas cuentas por hacer. Y al mismo tiempo tiene estos lados del encuentro, de la armonía, del lugar donde finalmente te refugias de la inclemencia del mundo.

Más allá de tu historia particular, en el libro hablas de “el gran secreto que los viejos ocultan a los jóvenes”. ¿Cuál es ese secreto?
Lo que pasa es que tú como niño, y esto dura toda tu vida en una parte de ti, miras a tus padres como seres enormes que tienen una soberanía sobre las cosas, porque la tienen sobre tu mundo y sobre ti. Y ellos están siempre cerca pero al mismo tiempo no te los puedes imaginar como personas normales, siempre están revestidos de su centralidad, de su soberanía. Y tú sospechas cosas, peleas con ellos, pero nunca tienes claro quiénes son, ni quién eres tú frente a ellos. Entonces, el secreto que ellos guardan es lo que ya saben de la vida, lo que con los años uno aprende tristemente: ¡que la vida es una jodedera! Que pasa rápido y termina siempre igual, de mala manera.

“Que la vida es para morir”, dices.
La vida es para morir. García Márquez decía “no, el tema no es que la vida sea corta, ¡es que termina siempre igual!”. ¡Es muy aburrido que termine siempre igual! Ese es el secreto, pero tú no quieres arruinarles la vida a tus hijos diciéndoles “mira, no te hagas ilusiones, esto es una mierda y acaba muy mal”. ¡Ja, ja, ja!

SECRETOS DE PADRE

¿Por qué “Adiós a los padres”?
El truco del asunto es que es un adiós, pero es un largo adiós. No quiero cerrar la puerta y olvidarme de ellos: quiero hacerlo durar. Mi adiós a mi madre y a mi tía es de una gran tristeza y de una gran necesidad como de recuperarlas, recrearlas en todo lo que fueron. Y mi adiós a mi padre es también el de una reconciliación. Yo lo recojo a él cuando reaparece en condiciones muy malas, económicas y también mentales, y lo acompaño, lo ayudo en los siguientes años de su vida que llegan a ser quince. En ese tiempo acabo de hacer las cuentas con el tremendo vacío de su ausencia, y además hago las paces con la persona real.

¿Tu tía había cumplido el rol de llenar ese vacío?
Mi tía fue rival de mi padre y ella tenía muy claro que su misión en la vida era estar con su hermana y criar a estos niños que éramos nosotros. Entonces cuando mi padre se va, ella se queda en el lugar dominante de la casa y es, digamos, el lado masculino de la pareja que hacen con mi madre. Ella es la que legisla, la que regaña, la que prohíbe. Siempre digo que fue mi padre sustituto y qué bueno que lo fue, porque su carácter, su temperamento, en algo compensaron la ausencia de ese rol del padre que es necesario.

¿Necesario para qué?
Para integrarte, para salir al mundo. En algún lugar tienes que estar parado cuando sales a pelear con el mundo, a buscar tus cosas. Y ese lugar donde estás parado para salir normalmente es tu padre. Y el lugar adonde regresas en protección de las batallas que te tocan afuera, es normalmente el de la madre. Yo podría escribir un libro muy largo sobre todos los conflictos de mi vida asociados a una mala digestión del vacío de la figura paterna, porque te deja fijaciones muy potentes en todo: en tu actitud ante la vida, ante el triunfo, ante el poder, ante la autoridad, ante tus iguales, si compites o no compites, el tamaño de tu ambición, de tu decisión… Al final la cosa se resume en algo que dice Kierkegaard respecto del padre: “El que trabaja, se vuelve su propio padre”. Es un gran aforismo. Cuando tú trabajas y puedes empezar a ser tu propia autoridad, te vuelves tu propio padre. Normalmente tenemos un lío terrible con el padre. Jalamos toda la vida para entender cuál es tu agravio, cuál es tu lesión… Pero quizás ese libro sería un poco vergonzoso, mejor no hacerlo.

En algún momento concluyes que la razón oculta que lleva a tu padre a buscar la tragedia, a dejarse vencer, es ser un hombre que no quiere pelear.
Yo entiendo eso cuando estoy escribiendo este libro. Para mí es inexplicable que mi padre se deje despojar, nunca lo entendí. Fui entendiendo los matices de su debilidad en el curso de la escritura y al final hay algo muy antiguo entre él y su padre: mi abuelo piensa que sus hijos son su propiedad, y que las propiedades de sus hijos también son suyas. Él no cree transgredir nada si le quita al niño algo que necesita. Y mi padre no le da pelea porque de alguna manera también cree eso. De alguna manera íntima, profunda, antigua, él le pertenece a su padre. Pero también hay en mi padre una especie de soberbia del niño bien querido, al que nunca le van a faltar las cosas. Puede perder una, pero siempre va a haber otra.

“La ilusión por excelencia del amado”, dices en el libro.
Y su descubrimiento brutal es que, cuando pierde eso a manos de su padre, pierde su vida. Pierde la oportunidad de hacer verdad esa frase de Kierkegaard. Pero todos los hijos de Don Lupe, mi abuelo, vivían bajo su sombra, sometidos a un patriarcado total. Yo lo cuento desde mi papá, pero la brutalidad de Don Lupe en el trato hacia todos sus hijos, de la que él no era consciente pues le parecía la dureza normal que debía ejercer con ellos, ¡es tremenda! Mi abuelo tuvo su propia tragedia como padre porque en un ciclón de Belice, en los años 30, muere su hijo preferido, Efraín. Nunca se cura de eso. Y cada vez que sus hijos hacen alguna burrada, Don Lupe les dice: “¡Cómo no te moriste tú en lugar de Efraín en ese ciclón!”.

Dices que tu mamá y tu tía no podían entender la fuerza que llevaba a tu papá a querer perderse, porque era una fuerza muy masculina.
Eso está asociado con el miedo a pelear. El secreto mejor guardado de la masculinidad es si tienes o no tienes miedo de pelear. Y con quién, porque siempre hay alguien con quien tienes miedo de pelear. Siempre. Hay un principio de novela maravilloso, el de “Algo pasó”, de Joseph Heller, en que describe una oficina –luego supe que es la oficina de la revista Times, donde él trabajaba– siguiendo la ruta de quién le tiene miedo a quién. Y acaba llegando al tipo al que le tienen miedo todos. Pero ese tipo, también hay un empleado al que le tiene miedo, con el que no se atreve. Esa es una cosa absolutamente masculina, desde la escuela: hay algunos con los que te vas a pelear a puñetazos, pero siempre hay uno con el que nunca te vas a pelear: le tienes miedo. Entonces ese miedo último, que está en el ADN de la masculinidad y a la vez está prohibido por ella, es el secreto que a las mujeres les cuesta mucho trabajo penetrar.

Cuando el ciclón Janet destruye Chetumal, tu padre está ausente, pero justamente porque anda en Guatemala preparando el negocio que lo va a terminar hundiendo, cuando tu abuelo se lo quite.
Claro. Yo tenía en la cabeza que su ausencia iba del año 59, en que se va de la casa, hasta el año 95 en que me reencuentro con él. Pero cuando empecé a explorar mi memoria de infancia en busca de escenas juntos, encontré muy poco. Y eso es porque durante los años que yo podría recordar antes que él se fuera, en realidad tampoco estaba, porque anda en esta cosa de la madera, haciendo los negocios que le traerían alguna vez la prosperidad y el respeto de su padre. Esa era su misión en la vida, no ser el padre que está en casa con sus hijos. Su modelo de padre era su padre.

Cuando la familia se va al DF, tú, con 11 años, empiezas a sentir el drama familiar, pero sin poder entenderlo. Cuentas que andas sacudiendo la cabeza como espantando mosquitos que no existen.
A mí me pasó eso, pero sucede en todas las familias. Es decir, todas las familias tienen un secreto guardado, ¿no? La madre sabe que el padre tiene una amante pero no se habla de eso en la casa. Pero los niños lo saben todo. ¿Cómo? No lo sé. No lo pueden decir o escribir, pero saben que su mamá trae un lío grave con el papá. Toda familia está construida sobre unos supuestos y sobre unos silencios. Pertenecer a la familia quiere decir que sabes de qué tratan los silencios y te comportas de acuerdo con los supuestos. Entonces el silencio mayor de mi casa en ese momento es la riqueza que está perdiendo mi padre, pero no hablan de ella. Pero los niños sabemos que algo se está perdiendo porque los vemos, se percibe la tensión. Y eso que no te dicen, mientras menos te lo dicen, más nebuloso y más pesado es en tu cabeza. Yo sólo entendía que teníamos un problema muy grave. ¡Y yo también tenía el mío! Son los años en que estoy dejando de ser un niño, empezando a ser un púber. Una edad tensa, fea, mala…

Además pasando de un pueblo donde eran muy importantes a una ciudad inmensa donde no existían…
Allá eras un pequeño rey y aquí eres nadie. Cosas muy difíciles de procesar, ¿no? Y durante mucho tiempo el síntoma que me daban estas cosas es que andaba todo el tiempo sacudiendo la cabeza como si trajera algo adentro que estaba desacomodado. En la escuela me acabaron apodando El Loco. Y yo me curé de eso y me incorporé a la vida que me tocaba jugando básquetbol, compitiendo. Una salida masculina, digamos.

Recreas la escena cuando tu papá, por esos años, se va para siempre de la casa: tu mamá está de espaldas en la cocina, él camina en silencio hacia ella, al final se arrepiente y se va sin avisar.
Esa escena me la cuenta mi mamá, porque ella está atenta a lo que hace mi padre, sabe que se va a ir. Y la escena termina para ella cuando se oye el picaporte de la puerta cerrar. Y cuando yo vuelvo a encontrar a mi padre, muchos años después, está en el paso previo a un indigente: sin dinero, en una posada muy decrépita y a punto de que lo echen a la calle. Ahí confirmo el relato de mi madre de que mi padre se equivocó absolutamente en la vida yéndose de casa y que no cosechó sino lo que sembró: soledad y fracaso. Pero al final, cuando él muere, hay un giro que a mis ojos alivia su imagen y lo mejora. En un pequeño estuche, encuentro los papeles de dos entierros: el de mi abuelo y el de Nelly Muley, la mujer por la que se fue mi padre de nuestra casa, que es una adivina, una quiromántica. Lo de mi abuelo es porque al final ocurre la reconciliación entre ellos: mi padre lo ha recogido en sus últimos meses y lo ha traído a morir a su casa con su mujer, esta adivina, que además le entrega a mi abuelo el lugar que quedaba para ella en la cripta donde está enterrada su propia familia. Y Nelly compra otra tumba para ella, cuya ubicación encuentro entre esos papeles, junto a un recibo por una lápida de mármol con una inscripción. Ella murió relativamente joven, a los 62 años, mi padre tenía 61. Bueno, fui a ver la tumba, que estaba muy abandonada, y limpié la lápida para ver la inscripción. Y era un mensaje de amor absoluto. Cursimente absoluto. Entonces yo tuve que aceptar que mi padre, en medio de todos sus fracasos, había encontrado en ese segundo hogar un amor muy potente, quizás el verdadero amor de su vida. Y ese hecho, ese brillo inesperado, fue en cierto modo una reconciliación de mi mirada sobre su vida. Me gustó que hubiera tenido ese amor así de intenso. Esto, por ejemplo, con mi madre viva hubiera sido imposible de publicar. Y sin embargo es un hecho central que relee completo su trayecto fuera de casa: estaba realmente enamorado de la mujer con la que él vivía. Eso no es fácil de lograr a los 60 años. Entonces me gusta que los personajes centrales de esta historia, cada uno a su manera, hubiesen tenido un triunfo, una reconciliación.

CONTRA LOS TABÚES DE LA IDENTIDAD

Si sacas un libro sobre tu estirpe, ¿por qué a la hora de discutir sobre México te llevas tan mal con los discursos que apelan a la identidad o la idiosincrasia?
Jaja, bueno, porque los discursos de la identidad son fabricaciones históricas y como tales conviene revisarlas. Un ejemplo muy puntual. Era evidente, desde hace 30 años, que la empresa petrolera mexicana era un desastre, cuya única fortaleza era el yacimiento de Cantarell, que es el segundo más grande que ha aparecido en el mundo y durante 20 años daba petróleo a dos dólares de precio de costo. Todos sabían que la empresa era muy mala, corrupta, ineficiente… Pero como existe la “identidad petrolera de México”, donde el petróleo es parte de la sangre de la nación y ningún barril puede salir de la tutela del Estado, nadie se atrevía a tocar a la empresa y abrirla a la inversión, no para regalársela a los privados sino para que tuviese una gestión de verdad. Y que la nacionalidad mexicana esté atada al petróleo… ¡es una fantasía creada por la historia! El petróleo es una materia prima, no tienes por qué confundirlo con la patria. Y todavía López Obrador anda diciendo que va a echar para atrás la reforma energética que abrió la inversión privada. Es como si reclamaras que el agua que usa la Coca-Cola es parte de la identidad mexicana. Entonces los que buscamos que México sea un país moderno, democrático, equitativo, pues queremos que esos tabúes y esas taras identitarias cedan. “La rebelión de Chiapas”, “la grandeza del mundo indígena mexicano” (ironiza). No hay más que ir a ver las comunidades indígenas para decir lo que no se puede decir.

¿Decir qué?
¡Que son el pozo del atraso! Y de la privación y de la explotación y de la ignorancia. No son la grandeza de México, son su vergüenza.

Alguna vez el Subcomandante Marcos te respondió unas declaraciones de este tipo, ¿no?
Sí… Él tuvo su momento de éxito retórico, todo México se fue atrás del tema de la “dignidad indígena”, de “los indígenas que hemos olvidado en México”, y todo el mundo hizo un elogio del Subcomandante Marcos. Anda a ver el resultado. Están peor que como estaban. Entonces hay un gran asunto intelectual, histórico, que revisar en materia de las identidades mexicanas. Es un país muy pegado a su pasado.

Y ahora a su violencia. ¿Hay salida para eso?
Ya todos deberíamos entender que la verdadera peligrosidad de las drogas prohibidas es su persecución. ¡Hay que legalizarlas todas, rápido! Esto ha alcanzado las dimensiones de una guerra no reconocida, entre las bandas del narcotráfico y entre el Estado y esas bandas. Me dicen: “no se pueden legalizar, es una utopía”. Sí, pero una utopía que no sangra. En cambio la utopía de que vas a acabar con el tráfico descabezando a los cárteles, sangra tanto como 100 mil muertos en México y como 50 o 60 mil en Colombia. Y el gobierno mexicano, desde los años 80 para acá, ha detenido o matado a todos los grandes capos de los cárteles que operan en el país, con la sola excepción del “Mayo” Sambada. Pero no acaba de agarrar al último y aparece el siguiente. Entonces desaparecerlos a tiros también es una utopía. Pero una que sangra y de qué manera.

Notas relacionadas