Nos jactamos de ser uno de los territorios más libres de Chile, cosa que unos admiran, otros odian y no pocos envidian. Hemos procurado no depender de nadie más que de nuestros lectores. Ningún mecenas nos sustenta, ningún Estado nos subvenciona, ningún partido nos dona, ningún millonario nos ordena. Si alguna vez hemos aparecido dictando cátedra, por favor olvídenlo, tiene que haber sido uno de nosotros en estado de estupidez; acá nos enorgullecemos de no ser mejores que nadie.
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A todos los que han hecho y hacen esto
y que no nombro por frivolidades estilísticas
The Clinic ya no es la revista marginal que a fines de los 90 salió a festejar la detención de Pinochet en Londres. Esa la armábamos sobre una mesa, pegoteando recortes en una cartulina. El asunto era botar las rejas del corral. Habían pasado 10 años desde el triunfo del NO, y todavía nadie se atrevía a pedir condones en voz alta en una farmacia. Yo mismo descubrí a un oficinista leyendo nuestro panfleto escondido al interior de un periódico decente. Entonces ni siquiera pensábamos en el periodismo. Nos movían más las ganas de gritar que las de preguntar. Todo esto sucedió en los lejanos tiempos de Frei Bolívar. Entonces, como ahora, nos aburría cualquiera que se tomara muy en serio. En serio sí, pero muy no. Optamos, como dice Nicanor, por “vivir la contradicción sin conflicto”. Comenzamos a reportear buscando historias que cuestionaran el sentido común y voces inusitadas, para ponerlas en frente de la opinión institucional, y ver cómo dialogaban. Ante los 100 chilenos más influyentes ensalzados por El Mercurio, juntamos a los 100 menos influyentes. Eran tipos, por lo general, sin un trabajo claro, a los que ni sus padres les prestaban atención, y que, no obstante, aseguraban tener mucho que decir. Los entrevistaba la Tania Tamayo con el interés que despiertan las eminencias. También acudimos a las prostitutas, los travestis, los drogadictos, los vagabundos, y cualquiera que habitara al otro lado de la ley. Largo tiempo nos desagradó la ley, y durante un año, para ignorarla ruidosamente cultivamos una planta de marihuana en el salón principal de la oficina. Tardamos en entender que, aunque muchas veces las impusieran a su favor, era el único mecanismo para controlar a los poderosos. Donde no hay ley reina el más fuerte, o el que grita más. Parece que fue con el caso Spiniak que transitamos del reporteo maldito a la política. Ahí el poder se vio enredado con el underground. La metáfora era explícita: los débiles estaban siendo abusados. Juan Andrés Guzmán, Pablo Vergara y Anita Sanhueza investigaron ese caso, hasta concluir que la Plaza de Armas de Santiago era un inmenso prostíbulo infantil, pero que el senador Jovino Novoa, hoy inmiscuido en otro caso judicial, no tenía nada que ver con Gemita Bueno, la niña abandonada que aquí mismo declaró: “Me Pasé por la Raja a Todo Chile”. Hoy The Clinic ya no es una revista de papel. Quizás nunca lo fue, así como una sinfonía no es un disco de vinilo. De hecho, también fuimos un campeonato nacional de strip tease que ganó un albañil de apellido Riquelme, con un baile electrizante que terminó completamente desnudo (sólo con calcetines) en el escenario del Teatro Caupolicán, frente a dos mil espectadores. Fuimos una colección de minilibros que replicó la de Quimantú en tiempos de la Unidad Popular. El socialismo los promovía al precio de un paquete de cigarrillos, y nosotros decidimos que el capitalismo los vendiera a la mitad. De pronto nos convertimos en un bar, que llegó a ser varios bares. Hoy, que la vida transcurre tanto en las calles como en la pantalla de los teléfonos y los computadores, The Clinic es un sitio web, un Facebook y un Twitter. Con Pablo Basadre a la cabeza, desde el 2010 hasta ahora The Clinic Online se ha instalado como uno de los medios de referencia noticiosa. Ya supera los 3.500.000 de visitas únicas mensuales y durante los últimos escándalos de plata y política, ha jugado un rol determinante, riguroso e independiente, entregando datos reveladores y hasta aquí nunca desmentidos. Entre el primer número del Clinic y este número 600, se instaló entre nosotros una de las grandes revoluciones tecnológicas de la historia de la humanidad. Nacimos sin e-mail y hoy somos un website; alguna vez distribuimos nuestros ejemplares a mano, y hoy nos leen al mismo tiempo en Alaska y en Puerto Williams. Nos jactamos de ser uno de los territorios más libres de Chile, cosa que unos admiran, otros odian y no pocos envidian. Hemos procurado no depender de nadie más que de nuestros lectores. Ningún mecenas nos sustenta, ningún Estado nos subvenciona, ningún partido nos dona, ningún millonario nos ordena. Si alguna vez hemos aparecido dictando cátedra, por favor olvídenlo, tiene que haber sido uno de nosotros en estado de estupidez; acá nos enorgullecemos de no ser mejores que nadie. Los políticos, sin ir más lejos, no nos parecen tan malos. Yo llevo años espiándolos de cerca y puedo asegurar que muchos de ellos son simples víctimas de una vocación. Alguna vez concentramos todos los males del mundo en Pinochet, quien a su vez pensaba que todos los males del mundo provenían de los políticos. Al cabo de 600 números y cerca de 100 mil links, ya sabemos que los males del mundo están bastante bien distribuidos. Con la soberbia se quedan los que quieren ser santos. Dicen que solo puede nacer un pueblo cuando ya tiene cementerio. Nosotros tenemos muertos y heridos de guerra. Enterramos al Guatón Hidalgo, a Pablito Domínguez y a Pedro Lemebel. Ellos vivieron apurados. Maduraron cultivando borracheras y contando, cada uno a su manera, lo que veía mientras tanto, como si estuvieran advertidos de que todo desaparecería.