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Cultura

30 de Octubre de 2015

El poto y el papel Cuché

En su nuevo libro “Chile Retrete” (Ediciones B), el periodista Tito Matamala pierde el pudor para ventilar las más curiosas costumbres de higiene que hemos tenido –o no– a lo largo de la cochina historia. En este adelanto, un repaso a los rugosos precursores del papel higiénico.

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EL-POTO

¿De qué modo la sociedad se limpiaba esa oscura cavidad antes de las rumas de papel higiénico en los modernos supermercados?

Cuando llegaba un periódico a casa de mi familia en el campo, se consideraba un bien preciado, valioso, que luego de su lectura servía para múltiples usos. No se desperdiciaba una esquina. Esos diarios los traían nuestros tíos por los días del Festival de Viña del Mar, así nos informábamos de las copuchas de los artistas de manera muy desfasada. Escuchábamos el show en una radio a pilas que solía perder la onda, como si hubiesen estado transmitiendo desde una Quinta Vergara en Marte.
El mundo era tan reciente que todavía no se inventaban las bolsas plásticas.

Una vez leído y releído, el periódico cumplía dos funciones. Por la madrugada, antes de que asomara la claridad del sol, servía para encender el fuego de la estufa. El resto del tabloide era cortado en ocho cuadrados regulares por alguna de mis tías. Se creaba así un fajo abultado al que se le practicaba una perforación en una de sus esquinas, y se colgaba en un clavo dispuesto en la pared interior del pozo negro. Era nuestro papel higiénico del verano, con todas las implicaciones éticas de que –a la vuelta del tiempo– me convirtiera en periodista y trabajase, justamente, en esos mismos medios de prensa que, de manera literal, antes me pasaba por el poto.

Por lo general, los periódicos nacionales son impresos en el papel más barato y más ordinario. Es de una vida útil muy corta: si se le deja un día expuesto a la luz, ya empieza a acusar la oxidación con una pátina de amarillo. A ese tipo de papel los gringos le llaman pulpa (pulp), y a principios del siglo pasado también se le usó para imprimir libros de muy baja calidad pero a un precio accesible para cualquiera.

Precisamente, este defecto del deterioro acelerado y de la escasa resistencia a doblarse o arrugarse, lo convierte en un inmejorable sustituto del papel higiénico tradicional. Por eso, los cuadraditos de papel son un símbolo de las fosas sépticas y pozos negros de las zonas rurales. Es más, no se le puede reemplazar. Recuerdo una vez en que concurrí a evacuar mis tripas y me encontré con papelitos cortados de la revista “Vea” de esos años: un tabloide de crónica roja y sensacionalista que se imprimía en un papel de mejor calidad, y con colores aplicados. Era muy duro, no se podía formar un amasijo para la poco santa acción de limpiarse allá abajo, porque, más que limpiar, sólo esparcía los restos excrementicios en las posaderas. ¿Habría algo peor? El viejo refrán popular nos lo advierte: “Más difícil que limpiarse el poto con una revista de papel cuché”.

El aseo rectal ha sido un problema complejo de solucionar, aunque –recordemos– no siempre se le buscó una solución. Hubo eras en que a nadie le importó. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos aborígenes, bastante más aseados que los invasores, recurrían a una especie originaria de este continente, el maíz, pero no la coronta, como usted estará pensando. Tanto el pelillo que les crece en la punta, casi como una melena rubia, como sus más tiernas hojas del interior, pueden considerarse antecesores de sistemas más elaborados de aseo anal. De seguro el lector recordará este párrafo la próxima vez que pida una humita en un restaurante. El pelillo era el máximo lujo, reservado para la alta jerarquía de la tribu.

A su vez, los españoles, con toda su carga de cochinadas y supersticiones a cuestas, nos trajeron el vino. Algo más que sea, malditos. El vino, como sabrá usted, se extrae de la uva, un fruto feliz que crece en las parras. Y ahí está: las hojas de parra, de contextura muy similar a la envoltura de los choclos, cumplieron el triste papel de limpieza de los culos durante los siglos de la Colonia. De nuevo, el lector recordará este párrafo la próxima vez que pida niños envueltos en un restaurante.

Claro, de manera aleatoria y por siglos se habrá usado cualquier hoja a mano, pero no como una preferencia. La hoja del maíz y la hora de parra fueron las máximas exquisiteces a la hora de limpiarse la cavidad que no se nombra.

CHILE RETRETE
Tito Matamala
Ediciones B, 2015, 219 páginas

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