Opinión
24 de Noviembre de 2015Columna: Feminista no se nace, se hace
Ya no creo que dé igual que alguien te susurre frases sexuales o te toque sin que tú quieras. Ya no puedo mirar un cartel de Savory sin que me moleste que todas las mascotas de los helados sean hombres. No puedo ver mis películas favoritas –Volver al Futuro, El Rey León, Star Wars– sin sufrir porque ninguna pasa el test de Bechdel (y eso que el test es súper acotadito) y porque las parejas románticas del cine siempre son hétero.
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Hace unos años me fui de intercambio estudiantil a Argentina. Tomé un ramo que se llamaba “Comunicación con perspectiva de género para el cambio social”. Era el 2010, yo tenía 23 años. El curso lo impartía Florencia Cremona y nos pasaba fotocopias de Catharine Mackinnon, Judith Butler y Marta Lamas. Me acuerdo que leí como nunca y entendí como siempre: poquísimo.
Recuerdo una clase particular, en la que la profe contó sobre una estudiante del año anterior, que reprobó, porque había dicho algo así como yo no necesito este ramo porque en mi casa me llevo re bien con mi marido y no tengo problemas con lavar los platos. La profe nos explicó: no hay problema con lavar los platos, qué manera de entender nada. Y yo recibía el mate que circulaba en la sala y asentía con la cabeza, pero tampoco entendía. Pensé: si el feminismo no es sobre lavar los platos entonces qué.
Volví a Chile y me traje esas fotocopias y las de Perón y todas las demás que leí estando allá. Me titulé y trabajé en una agencia digital como community manager de una faenadora de pollos que le hablaba a la dueña de casa. Desde la guata me sentía mal, pero no sabía cómo nombrar esa incomodidad. Ese año me compré una bici, para viajar cada mañana por la Costanera, desde Plaza Italia a Sanhattan, donde quedaba esa agencia infeliz.
Ese verano fui muy consciente del acoso callejero, que padecí como una incomodidad sin nombre. El trayecto de mi casa al trabajo era una mierda. Silbidos, gritos, bocinazos. De obreros y ejecutivos terneados. Yo pensaba por qué, si no soy rubia, no soy alta, no ando escotada. Mi solución era triste: no decía nada, ni a ellos ni a nadie, y seguía pedaleando con cara de culo y a veces levantaba el dedo del medio como señal de déjenme en paz.
Un día, leí una noticia que hablaba con ironía sobre un “grupo de amigas aburridas de los ‘piropos’”. Me sorprendí. Pensaba que era la única incómoda en el mundo. Me metí a su fan page y descubrí un concepto: acoso sexual callejero. Saber cómo llamar el problema me tranquilizó. Las seguí y meses después me enrolé como voluntaria. Era 2014. Un año después sigo dentro de este invento precioso que se llama OCAC Chile.
Es extraño cómo funcionan las ideas. Esa metáfora de que son como una planta es cliché pero cierta: hay que esperar que crezcan. Lo que leí en Argentina empezó a cuajar en el OCAC. Repasé mis fotocopias y entendí que toda la teoría que nos enseñaba Florencia Cremona tenía un correlato cotidiano. Microfísica del poder, como diría Foucault: actos domésticos que sostienen estructuras grandotas y milenarias, llámese patriarcado, machismo, androcentrismo.
Cremona lo explicaba así: la perspectiva de género es usar anteojos para mirar el mundo, reconociendo estructuras nocivas naturalizadas. Cuando entré a OCAC Chile esa sensibilidad se afinó. Ya no creo que dé igual que alguien te susurre frases sexuales o te toque sin que tú quieras. Ya no puedo mirar un cartel de Savory sin que me moleste que todas las mascotas de los helados sean hombres. No puedo ver mis películas favoritas –Volver al Futuro, El Rey León, Star Wars– sin sufrir porque ninguna pasa el test de Bechdel (y eso que el test es súper acotadito) y porque las parejas románticas del cine siempre son hétero. Ya no creo que sea natural el imaginario conservador donde los hombres ponen la plata y las mujeres lavan los platos.
Hace unos días, me junté con una amiga trans. Un chileno que se fue a Estados Unidos en los setenta y que este 2015 vino de visita a su país como mujer. Hablamos de esto mismo que escribo ahora: sobre cómo, hace cinco años, yo no entendía el problema de lavar los platos. Obvio que el problema no es lavar los platos, dijo mi amiga, el problema es cuando esa tarea no es compartida, cuando se naturaliza la división sexual del trabajo.
Ese día, después de juntarme con mi amiga, llegué a mi casa y me tocaba a mí lavar la loza. Le eché detergente a la esponja y empecé, pensando dos cosas esperanzadoras. Una, que es bonito lavar los platos en una casa donde esa tarea se comparte (una semana él, una semana yo) y dos, que hace cinco años no entendía esto porque no nací con los lentes de la perspectiva de género puestos. Lo aprendí. Y es bello porque significa que cada día puede haber gente nueva mirando con estos anteojos. Menos mal que feminista no se nace, se hace.
*Arelis Uribe es parte del Observatorio contra el Acoso Callejero, OCAC Chile.