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Cultura

2 de Mayo de 2016

Las fallidas Constituciones de los Padres de la Patria

Tanto José Miguel Carrera en 1812, como Bernardo O'Higgins diez años después, intentaron ordenar la casa con sendas Cartas Fundamentales que cimentarían un futuro republicano de grandeza y estabilidad. No fue tan así. Tampoco fue verosímil la fachada democrática con que pretendieron revestir sus cómicos procesos constituyentes, frente a los cuales “la cocina” de estos tiempos parece un deslucido juego de novatos. Nuestros próceres sí que sabían guardar las formas, y nadie les venía con medidas de lo posible.

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Lectura de foto: Insolente caricatura publicada en un diario de José Miguel Carrera en Montevideo (1820). Algunos se la atribuyen al prócer, pero el autor sería Gandarillas.

LA CONSTITUCIÓN DE CARRERA

Palacio de La Moneda, noche del 30 de septiembre de 1812. José Miguel Carrera es el anfitrión de las celebraciones de fiestas patrias. El estilo del convite es revolucionario. Las damas lucen audaces vestidos de inspiración indígena en homenaje a los primeros luchadores por la libertad. Doña Javiera Carrera equilibra una guirnalda de perlas y diamantes de la cual pende una corona al revés en señal de repudio a la monarquía. José Miguel y su hermano Luis encasquetan las mismas coronas patas arriba, más un sable partido y un fusil. A pesar de la impactante moda revolucionaria, del mucho trago y comistrajo para 250 invitados, el convite se arrastra tenso, angustioso, hasta las seis de la mañana. José Miguel se ha peleado con su hermano Juan José y se teme un golpe militar. La celebración es un intento por simular alegría, o al menos tranquilidad.

Los hermanos Carrera llevan un año en el poder. Pero Juan José, el mayor de la prole, aguanta mal el predominio de José Miguel. Alto, muy fuerte, vanidoso y derechamente imbécil, se deja arrastrar por los parientes de su esposa y por los enemigos de su hermano. Supone que su condición de primogénito lo hace merecedor del poder y amenaza con alzar al regimiento de Granaderos, lejos el más poderoso de Chile, para derrocar a José Miguel. Incluso se rumorea que pretende restaurar la monarquía, todo por envidia y despecho. Estas disensiones alarman a los buenos patriotas. Se acusa a los Carrera de dictadores personalistas y oligarcas.

Para acallar estas críticas, José Miguel decide reflotar un viejo proyecto. Confeccionar una Constitución que regularice y legitime su gobierno. Para esos efectos recurre a sus más íntimos. El primer convocado es Camilo Henríquez, cura revolucionario e ilustrado que ya había elaborado un bosquejo de Constitución. Ahora deberá reflotarla. A él se suman Manuel de Salas, el cónsul de los Estados Unidos Mr. Poinsett, Jaime de Zudáñez, letrado revolucionario boliviano, Antonio José de Irisarri, abogado y aventurero guatemalteco e Hipólito Villegas, letrado argentino y primer abogado titulado en Chile. Todos ellos son extranjeros o, como el mismo José Miguel Carrera, chilenos recién llegados al país. Carrera no tiene aliados entre la élite criolla, no lo quieren, más bien le temen. Además, él es un hijo de su época, un revolucionario, un sujeto que se hace a sí mismo, cambia la historia y derroca monarcas con audacia, inteligencia y voluntad de hierro. Napoleón es el símbolo de este hombre nuevo.

Para calmar a sus opositores, Carrera suma a Francisco Antonio Pérez y Francisco de la Lastra, destacados personajes de la élite santiaguina. La reducida asamblea se reúne en casa del cónsul Poinsett por varias noches de octubre. En ese breve lapso se confecciona una Carta Provisoria que regirá mientras se elabora una Constitución en serio, emanada de un Congreso que represente a la ciudadanía. La breve Carta contiene 25 artículos. De entrada declara que la religión oficial de Chile es la católica apostólica y que el soberano de Chile es Fernando VII, rey de España. Pero este saludo a la tradición es mera fórmula para tranquilizar a los tímidos y a los reaccionarios. Un poco más abajo declara que ningún decreto, orden o provisión emanado fuera de Chile tendrá validez. Esto es, ni el rey de España ni el Papa tendrán poder alguno en el país. Una componenda muy a la chilena.

El gobierno estará a cargo de una Junta de tres miembros y si alguno fallece o renuncia, se elegirá a su reemplazante en Santiago y se enviará a las provincias el documento respectivo para que lo firmen. Este predominio de la capital llega a niveles escandalosos en el Poder Legislativo. Habrá un Senado de siete miembros, dos por Concepción, dos por Coquimbo y tres por Santiago. Pero este aparente equilibrio se hace pedazos al determinar que el quórum para el Senado será de tres miembros, es decir, la corporación podrá legislar con los senadores por Santiago y nada más. La plana administrativa del gobierno es de una insólita modestia: dos secretarios, uno para interior y otro para exterior. Finalmente, se protege las libertades individuales exigiendo que “nadie sería arrestado sin indicios vehementes de delito”. Estos resguardos se deben a la insistencia del cónsul Poinsett, quien trajo desde Estados Unidos esa institución fundamental del Habeas Corpus.
En vista de su confección restringida y secreta, la Constitución es entregada a los ciudadanos para su aprobación y legitimación. Pero este proceso es francamente ridículo. El 27 de octubre de 1812 la Carta es colocada en una sala del Consulado en Santiago junto con las listas de senadores, de secretarios de la Junta y de regidores del Cabildo. Por tres días los vecinos de Santiago, es decir, los escasos sujetos de cierto rango y que no son analfabetos, la firman casi sin leerla. Algunos audaces hacen objeciones, votan por otros candidatos o derechamente se niegan a firmar. Bandas de matones partidarios de los Carrera, amparados por la oscuridad de la noche, asaltan y apalean a los opositores. El Cabildo se queja ante la Junta y esta responde ordenando que se redoble la vigilancia policial y deja impunes a los sicarios.

Cumplido el brevísimo plazo, la Constitución se da por aprobada por decreto el 31 de octubre de 1812. Dos semanas después la Junta envía una circular a las provincias para informar del beneplácito que el pueblo de Santiago ha prestado a la Constitución y encarga a los gobernadores que la hagan aprobar. Éstos citan a los vecinos para un día fijo y los intiman a firmar el documento casi a ciegas. La única oposición la eleva la Iglesia católica. Los obispos de Santiago y Concepción se quejan por la omisión de la palabra “romana” en la declaración de la religión oficial. Este detalle no es menor. Quiere decir que Chile ya no obedece al Vaticano. El prelado de Concepción se somete, pero el de Santiago resiste y levanta al clero local. Carrera lo saca del cargo y pone a su lugar al obispo auxiliar que se encontraba en Quillota. Esta será la única oposición a la primera Constitución de nuestra historia republicana.
Jamás se promulgará la anunciada Constitución emanada de un Congreso y esta Carta provisoria se hará permanente. Un año más tarde, habiendo caído en desgracia los Carrera, se impugnó la Constitución Provisoria. En octubre de 1813, el propio Camilo Henríquez declaraba que el reglamento se había hecho “funesto a la patria”, que en todas sus partes era nulo, que fue “obra de cuatro amigos que hicieron lo que entonces convenía” y aprobado por medio de la fuerza, que no hubo elección libre y se suscribió por temor. “¿Hasta cuándo sostenemos, en los días que apellidamos de libertad, unos procedimientos desusados y no conocidos en los mismos pueblos que llamamos esclavos?”.

La Constitución de O’Higgins

Desde su proclamación como Director Supremo tras la batalla de Chacabuco, Bernardo O’Higgins había gozado del más amplio respaldo y admiración de la ciudadanía. Aprovechando su popularidad y en vista del estado de guerra que aún persistía en el sur y en el Perú, encabeza un régimen personalista y autoritario que la posteridad llegará a calificar de dictadura.

Persecuciones y exilio de opositores, la ruina económica del sur y la llegada de numerosos extranjeros, sobre todo ingleses, ha ido levantando una sorda oposición. Pero la campanada de alerta llega del extranjero. En Buenos Aires y en Lima se afirma que la tranquilidad de Chile se debe a un gobierno despótico, aún peor que la monarquía. O’Higgins se alarma. Camilo Henríquez, recién llegado de Buenos Aires, le advierte que es tiempo de aplicar el programa de la revolución y permitir un régimen constitucional y representativo. Esto acallará a sus críticos y legitimará a su gobierno.

El 7 de mayo de 1822 O’Higgins lanza un decreto convocando a una convención nacional preparatoria para un Congreso Nacional. Pero esta asamblea está lejos de ser representativa. Los nombres de sus integrantes son elegidos a dedo en Santiago y las listas son enviadas a los gobernadores provinciales para que escojan a esos sujetos como sus representantes. El 23 de julio, con los diputados truchos ya en Santiago, se efectúa la solemne apertura. O’Higgins, en una ceremonia arreglada para impresionar, hace una aparatosa renuncia al mando de Director Supremo y lo entrega a la asamblea. Los diputados se apresuran a rechazar el desprendido gesto y mandan una comisión al palacio de gobierno para rogarle que acepte el mando. O’Higgins se deja querer y, tras una resistencia simbólica, accede a la restitución de su autoridad. Después de esta bochornosa comedia, se desata la fiesta y el circo. Por dos noches consecutivas la ciudad de Santiago se ilumina con fuegos artificiales, fiestas populares, funciones teatrales, globos aerostáticos y aclamaciones al Director Supremo.

El 7 de octubre se presenta a la asamblea un proyecto de Constitución. Pero este documento, que se suponía elaborado por la comisión de legislación, en realidad es obra del todopoderoso ministro de Interior José Antonio Rodríguez Aldea. La convención tiene plazo hasta el 23 de octubre, poco más de dos semanas, para discutir y resolver 258 artículos en ocho sesiones maratónicas, casi sin debate posible. Tras la acelerada aprobación se nombra una comisión para su revisión y redacción final, pero esto se ejecuta, desenfadadamente, en la casa del ministro Rodríguez.

La Constitución de O’Higgins crea un Congreso bicameral, con senadores y diputados que serán designados por el mismo Director Supremo y por un complicado sistema que permite la más descarada intervención del Ejecutivo. Se quita poder a las provincias al dividirlas en departamentos más pequeños bajo el mando de un gobernador también nombrado por el Director Supremo. Este último será elegido por un período de seis años y con reelección por otros cuatro hecha por el Congreso. Pero además se toma como última elección de O’Higgins la que había hecho la convención preparatoria cuando fue a rogarle que retomara el mando tres meses atrás. Esto quiere decir que O’Higgins podrá gobernar diez años más, los que sumados a los que ya llevaba, completan la aterradora cifra de 15 años de gobierno ininterrumpido.
La jura de la Constitución Política se hace el 30 de octubre de 1822. La Carta se lee completa ante el pueblo que debe soportar la letanía del interminable articulado. Una vez leída, O’Higgins jura solemnemente cumplirla y hacerla cumplir. Atronadoras salvas de artillería acompasan la fiesta cívica.

Aprobada la Constitución, O’Higgins debe viajar a Valparaíso para resolver la protesta de los marinos de la escuadra por sus sueldos impagos. Estando en el puerto lo sorprende el terremoto del 19 de noviembre y casi muere aplastado por el derrumbe de un muro. Mala suerte o señal del destino. Ese mismo mes se subleva el general Freire en Concepción por el abandono y la miseria en que está sumida la provincia. Es la señal que desata la rebelión. Casi de inmediato se suma Coquimbo, resentida por la postergación en que la deja la nueva Constitución. La élite santiaguina, ofendida por la abolición de los mayorazgos y títulos de nobleza, y la Iglesia católica, temerosa de la llegada de extranjeros protestantes, se suman a la oposición.

El 28 de enero de 1823, aislado y cercado por enemigos, O’Higgins es obligado a abdicar del mando y es enviado al exilio al Perú. Jamás regresará. La Constitución de 1822 nunca entraría en vigor.

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