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Nacional

24 de Julio de 2016

Marta Ugarte y el horror de los cuerpos lanzados al mar en dictadura

Hace un par de semanas, se dictó sentencia contra 28 agentes de la dictadura implicados en el secuestro y homicidio de Marta Ugarte Román. En 1976, su cuerpo fracturado emergió del mar y fue la constatación de la forma en que el régimen hacía desaparecer a sus opositores. Sus hermanas y sobrinas relatan los 40 años en que exigieron justicia, los dolores que arrastran y cómo el crimen de Marta definió toda su vida.

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El 12 de septiembre de 1976, un pescador encontró el cadáver de una desconocida en la playa La Ballena, en Los Molles: su piel estaba quemada, de sus brazos y cuello colgaban alambres, los huesos de su cuerpo estaban rotos. La prensa informó que se trataba de una veinteañera que había sido asesinada por su amante.

Dos semanas después, Hilda y Berta Ugarte Román reconocieron el cuerpo en un mesón del Servicio Médico Legal. Era su hermana, Marta. Tenía 43 años; su crimen era político, no pasional; llevaba más de un mes secuestrada por los organismos represores.

Hilda y Berta observaron que el brazo izquierdo, desgarrado por un corvo, apenas se sostenía en su sitio, que las manos no tenían uñas y que le faltaba una parte de la lengua. La autopsia reveló otras brutalidades: tenía la columna quebrada, estallido del hígado y del bazo, luxación de ambos hombros y cadera, y una fractura doble en el antebrazo derecho.

El martirio a Marta, militante comunista y jefa provincial en Santiago de la Junta de Abastecimientos y Precios (JAP) de DIRINCO durante el Gobierno de Salvador Allende, fue, según reveló el informe forense, hecho en vida.
Ugarte, junto a otros cientos de ejecutados políticos, había sido lanzada al mar por los militares. Le habían inyectado una sustancia letal para asesinarla y la habían puesto, tras múltiples torturas, dentro de un saco, pero, contra todo pronóstico, ella seguía viva cuando iban a arrojarla al agua. Entonces sus captores decidieron cortar uno de los alambres que ataban un trozo de riel para hundir su cadáver y con ello la estrangularon. El helicóptero Puma dejó caer el cuerpo. Marta no se hundió.

Los agentes de la Brigada Purén lo relataron así en el proceso judicial del caso: “Fue llevada a un sector eriazo de Peldehue, bajada de una camioneta e inyectada, a pretexto de ser vacunada, sustancia que no la mató inmediatamente, por lo que tuvieron que abrir el saco entre todos y ahorcarla con un alambre, amarrarla e introducirla a la fuerza a un saco que fue subido al helicóptero, para posteriormente ser lanzado desde las alturas a alta mar”.

Pasaron cuarenta años y recién, hace algunas semanas, 28 uniformados que participaron de su crimen -entre ellos Carlos López Tapia, Ricardo Lawrence Mires y Pedro Espinoza Bravo-, fueron condenados a penas de entre 12 años y 61 días de cárcel por el secuestro y asesinato de Marta. Se ordenó además al fisco indemnizar a la familia con $100 millones por el daño moral.

Hilda y Berta pasaron esas cuatro décadas exigiendo justicia. Los primeros días, recorrieron centros de detención con la fe improbable de encontrar viva a Marta, y luego, cuando conocieron el espanto, denunciaron una y otra vez su homicidio.

Hilda (78) recuerda obstinadamente cada detalle, en un duelo sin tregua.

Berta (76), afectada por demencia senil, ha olvidado todo, pero cada cierto tiempo repite una frase:
-Marta no volvió, la echo de menos.

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El horror

Hilda tiembla cuando habla sobre la tarde del 23 de septiembre de 1976. Tiene el cabello blanco, las manos huesudas, su voz a ratos es apenas audible. Ha sufrido un cáncer de mamas y otro de tiroides.

Está sentada en el living de la casa familiar en San Miguel. Es uno de los domingos más fríos de julio. En el centro del comedor, una fotografía en blanco y negro de Marta. A un costado su hermana Berta, histórica dirigente de la agrupación de familiares de ejecutados políticos, hoy con demencia senil, toma té. A su alrededor, cuatro sobrinas, hijas de Berta, hurgan en la memoria. Son seis mujeres quebradas por la misma historia.

Hilda cuenta que ese 23 de septiembre, en la Vicaría de la Solidaridad le habían informado que la denuncia presentada en el Juzgado de San Miguel por el secuestro de Marta, había sido rechazada.

Por instinto, sin ningún antecedente que lo explique, decidió junto a Berta acudir al SML y pidieron ver el cadáver de la mujer que había sido encontrada en la playa. Les informaron que el director de la época las iba a recibir.

-En ese momento, el ambiente se sintió muy raro. Yo sentí que me empecé a achicar, a achicar, a achicar. Veía todo los muebles, todas las cosas, grandes, grandes, para arriba. Berta en la otra silla sin poder hablar, en las mismas.

El diálogo con el hombre fue tosco. Les preguntó si Marta andaba en algo malo, como todos los comunistas y miristas “que se andan matando entre ellos”.

-Me dijo “esa foto que ustedes me pasaron, corresponde al cadáver que se trajo de la Ligua”. Entonces le contesté “ah, o sea que la andaban buscando solamente para matarla”.

Lo que vino luego fue la constatación del horror del régimen.
-Nos pasaron a una sala, había una bandeja. Fue terrible lo que vimos. Yo todavía no me puedo sobreponer a eso. He tratado de hacerlo, estuve con psicólogo, toda esa historia, porque lo que quedó, lo que dejaron de ella…¡Qué terrible! ¡Cómo tanto ensañamiento, tanta maldad con una persona, que no tenían ni de qué acusarla! Porque nunca han encontrado nada y también lo hago extensivo a las otras personas desaparecidas: no tienen de qué acusarlas. El delito era que era comunista y había sido presidente de la JAP y era una persona que no estaba con los militares. Fue terrible (llanto). Pensando cómo le íbamos a decir a las niñas lo que había pasado con su tía, tener que llegar y contarle la historia de lo que habíamos encontrado. Qué cosa más terrible, qué gente más malvada. Qué terrible. Yo la verdad cada vez que me acuerdo de esto, me da una cosa muy espantosa, no sé cómo explicarla, pero nunca me he podido sobreponer a esto.

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Callar

Sus hermanas y sobrinas, en ese tiempo, se acostumbraron a callar y contener las emociones cuando tenían una mínima noticia de Marta, que había pasado a la clandestinidad desde el mismo 11 de septiembre de 1973. El silencio, aseguran, se impuso como regla desde que debieron salir huyendo de Iquique a Santiago tras el golpe de Estado, después de quemar todos los recuerdos “sospechosos”, entre ellos varios regalos de su tía Marta.

Llegaron a la capital a la casa de los abuelos. Las clases sobre historia o música, los cuentos desplegables traídos desde Rusia, la inocencia, fue reemplazada por una consigna: desconfiar. Si había alguna pena, se callaba; si había algún motivo para celebrar, también.

En junio de 1976, Hilda se encontró por casualidad con Marta en el centro de Santiago.

-Yo había salido a hacer una compra. Recuerdo que mi mamá había fallecido tres meses antes. Conversamos de pasada, nos despedimos. Y ella me dijo que quería ir a ver a mi papá, que había que organizar su seguridad. Empezó a ir cada una o dos semanas a la casa. Nos juntábamos todos. Era toda una preparación para que ella llegara. Había que ir a buscarla a un lugar oscuro, que llegara a oscuras a la casa, que se fuera cuando estaba oscuro. Nunca en ese tiempo estuvimos al sol. Las cortinas estaban cerradas. Salíamos a dejarla todas amontonadas, y entre medio la Tita agachada para que no la vieran.

Pese a todo, fueron semanas felices. Hacían gnocchis y comían en familia, hablando muy bajo para que ningún vecino fuera a sospechar. La alegría duró dos meses.

El 9 de agosto de ese año, Marta, quien vivía oculta en la casa de la mamá de un militante PC en Villa Catamarca, fue detenida por agentes de la DINA y recluida en el sector “La Torre” de Villa Grimaldi.

Allí fue colgada durante horas para los interrogatorios, lanzada a los perros para que hablara, quemada y golpeada, según el proceso del juez Miguel Vázquez Plaza. El 9 de septiembre, decidieron ejecutarla a través de una inyección y hacerla desaparecer.

Así, mientras la prensa oficialista informaba sobre un supuesto crimen pasional, el hallazgo del cuerpo de la dirigente comunista en la playa, permitió a su familia y a la opinión pública enterarse de una de las más crueles técnicas utilizadas por el régimen de Pinochet: lanzar los cuerpos al mar amarrados a un riel.
Hilda y Berta rompieron las mentiras de la dictadura. La verdad trajo otras heridas.

Ninoska (56) lo cuenta así:
-Lo de mi tía nos definió a todas. Mi mamá, que se sacrificó tanto, que luchó, que pasó días presa, tiene un cuadro de demencia senil y es incapaz de darse cuenta de que hay una sentencia. Mi mamá no va a poder cerrar su ciclo en el estado que está ahora. Ella no pudo vivir ningún duelo. No vivió el duelo de la muerte de su madre, no vivió el duelo de la muerte de su hermana. Es muy triste. Somos mujeres que no sabemos vivir duelos. Viene la muerte y seguimos adelante, seguimos nomás. Llevamos una mochila muy grande atrás. Y uno aprendió a hacerse la dura, a aguantar, porque no quedaba otra que aguantar. Y la vida nos hizo firmes, pero duras entre comillas, porque el costo fue sumamente alto. Y ahora mi mamá no está aquí para decir: “todo lo que hice valió la pena”. Mi mamá es ahora como un niño de cinco años. Ese es el resultado de todo lo que le tocó vivir y eso no lo paga nadie, independiente que la justicia haya planteado unas condenas que son ridículas.

Paulina (54) cierra los puños y agrega:
-Cuando uno habla no hay olvido ni perdón, no desde la vereda de la soberbia, sino que nosotras no podemos perdonar que nos hayan robado nuestra niñez, nuestra familia. Nosotras ahora, viejas ya, sobre los 50 años, la mitad de nuestra vida, no hay olvido ni perdón, porque nos destruyeron nuestra familia y como dice Ninoska, nosotros cargamos una mochila. “Uy, ustedes que son duras”, pero a nosotras no nos conocen. Hace unos días una imbécil preguntó cómo habíamos ganado el juicio. Ganar qué, no hemos ganado nada. No hay precio para una vida. La vida no tiene precio.

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