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Nacional

13 de Marzo de 2017

Cosecha explosiva: civiles mutilados por siembra de minas antipersonales

En 1978, el Ejército sembró más de 180 mil minas antipersonales y antitanques en la frontera con Bolivia, Perú y Argentina. Esperaban una invasión de fuerzas vecinas que nunca ocurrió, pero los artefactos se mantuvieron activos por décadas, hasta que en el 2002 Chile comenzó con el desminado. Actualmente van 146 mil minas destruidas, lo que no ha evitado las víctimas: 157 personas, entre mutilados y fallecidos, que en su gran mayoría se encontraron con los explosivos en lugares no señalizados o fuera de los límites de seguridad. Tal como le ocurrió la semana pasada al capitán Errol Pfeng, que en pleno desminado pisó una mina que estaba un metro fuera del perímetro. “En Chile hay más de un 30% de minas perdidas”, explica Jaime Cárdenas, exmilitar que participó en la siembra.

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Sacar machas es como bailar twist, pero con el agua hasta la cintura: se separan los pies, se pisa con la punta de los dedos, y se giran en el mismo eje, como haciendo un hoyo. Luis Delzo parecía un trompo cuando se ponía a escarbar en la arena de la playa Las Machas, en Arica. Trabajaba en la cordillera, era obrero de la central hidroeléctrica Chapiquiña, y acostumbraba a meterse al mar cada vez que regresaba a la ciudad, hasta que un día, mientras se contorneaba, su pie izquierdo reventó.

-Pensé que había pisado un cangrejo, me empezó a doler, y el agua comenzó a enrojecer. Cuando salí, me di cuenta que no tenía el talón –recuerda.

Delzo perdió su pierna izquierda el 16 de octubre de 1976. Tenía 29 años. Lo primero que hizo al salir del agua fue rasgar su camisa y amarrarse lo que le quedó de extremidad con un torniquete. Le llevó algunos segundos comprender lo que había ocurrido: había pisado una mina antipersonal.

-No hubo ruido, el mar no se levantó, y nadie escuchó nada. Gracias a Dios que las esquirlas no me saltaron al resto del cuerpo, porque el agua lo evitó -agrega.

Aquel día, otros dos amigos pisaron minas antipersonales. El lugar, inexplicablemente, estaba infestado de aquellos explosivos. Delzo recuerda que días después alguien le dijo que las bombas habían llegado hasta allá arrastradas desde la frontera, a más de 50 kilómetros de distancia, luego que las lluvias del altiplano hicieran crecer un río que se había desbordado hacia un campo minado. En la playa, sin embargo, no había ninguna advertencia que hiciera referencia a aquello.

Delzo se pasó cerca de un año en rehabilitación, pero luego lo jubilaron por invalidez. Su certificado dice que su cuerpo quedó con un 70% de movilidad reducida. Nunca nadie lo volvió a contratar. Con el tiempo se radicó en Coquimbo, donde envejeció siendo un mutilado.

-Tengo 44 años malogrados, más de la mitad de mi vida, y el Estado no ha reparado el daño. Pasé muchos momentos críticos, buscaba trabajo y no me daban. Hoy recibo cien mil pesos de pensión y me dedico a vender papel higiénico en la calle.

El exobrero agrega que recién hace dos años lo vinieron a encuestar del ministerio de Defensa y que luego de eso lo han llevado a Santiago un par de veces para que un equipo médico lo evalúe. Cuatro décadas después de aquel accidente, Delzo recién ha comenzado a recibir ayuda estatal. El año pasado, cuenta, le dieron una prótesis, de esas modernas. Es la segunda pierna que recibe y la cuarta que ha tenido en su vida. Las otras dos se las tuvo que costear él. Misma realidad que padecen las 157 personas que han sido víctimas de minas antipersonales y misiles abandonados en la vía pública, y que son miembros de una agrupación que los reúne. La mayoría de ellos mutilados por negligencia o la mala suerte de cruzarse con un explosivo cuando realizaban tareas cotidianas.

-Habitualmente sueño con esto que me pasó. Despierto en la noche, con el pie explotando. A veces me pasa que incluso creo que tengo pierna, que me pica. Los médicos dicen que es por el fantasma que queda ahí. Como si uno sintiera la parte que perdió –concluye.


(Tercero de la fila de abajo, de derecha a izquierda) Jaime Cárdenas y la compañía sembradora a la que pertenecía.

SEMBRADOR DE MINAS

Jaime Cárdenas no olvida la primera vez que le tocó sembrar minas antipersonales. Fue en mayo de 1978, cuando siendo un militar de 24 años llegó al Regimiento de Chuquicamata, en la segunda región. Aquel año, en plena dictadura, el Ejército destinó un amplio contingente para labores de sembrado en la frontera con Bolivia, Perú, y Argentina, ante la inminente guerra con este último país.

-En dotación de hombres estábamos en inferioridad, nos decían que por cada nueve soldados enemigos había uno chileno. No había más posibilidad que reforzar la frontera con campos minados –recuerda Cárdenas que le explicaron sus superiores.

Según la Comisión Nacional de Desminado, creada en el 2002, ese es el origen de las 181.814 minas que existen en las 194 áreas identificadas, casi todas en las zonas limítrofes. Cárdenas asegura haber participado en siembras que van desde el paralelo 19 sur, una zona ubicada al norte de Ollagüe, hasta el 23, que está frente a Taltal, en un lugar conocido como Parque Llullaillaco: 300 kilómetros de territorio fronterizo completamente minado. El exmilitar lanza dos números que han acompañado su vida desde esa fecha.

-Yo debo haber participado en la siembra de al menos 30 campos minados y en total haber puesto cerca de dos mil minas –calcula.

Cárdenas se sabe los procedimientos de memoria y hasta tiene un tutorial de procedimientos donde explica cómo se sembraban los explosivos. Un manual de ‘agricultura bélica’ pensado por ingenieros militares que contiene fotografías y protocolos internacionales. Es difícil de creer, pero hay leyes de buenas prácticas destinadas a estandarizar los campos minados. Una de ellas, y tal vez la más importante, dice que el enemigo siempre debe saber si delante de él hay explosivos enterrados. El fair play de las guerras.

-Todos los campos minados están cercados y señalizados con postes de madera, como lo dicen los tratados internacionales. El enemigo siempre sabe que hay minas, el punto es que no tiene idea cómo están sembradas, por lo tanto se inhibe de transitar por ese sector –explica.

Según cuenta el exmilitar, el grupo estaba compuesto por cerca de 120 soldados, que sembraban un campo minado al día. El más grande donde él participó fue en Ollagüe, donde hay un camino que entra a Bolivia, y que según la Comisión, hoy es un lugar libre de minas, así como otras 146 áreas en la que ya se han destruido más de 146 mil unidades.


(Al lado izquierdo del niño que toca la flauta) Nelson Aranibar y abajo, con chaleco a rayas, su hermano Sergio.

Todo se iniciaba con un dibujo de la zona y las coordenadas de cada uno de los artefactos, y luego, una cuadrilla de conscriptos hacía zanjas. Allí se instalaban filas de explosivos o a veces se hacían tréboles: una mina antitanque al centro y cuatro antipersonales a un metro de distancia. Posteriormente, un soldado retiraba los seguros y las cubría con tierra. Un procedimiento que los militares llamaban ‘espoletar’, la labor más peligrosa de todo el sembrado. Cárdenas era uno de los encargados. Un trabajo milimétrico: se arrodillaba en el suelo, ponía su cara frente al dispositivo, y suavemente dejaba caer un hilo de polvo en la membrana de detonación. Bastaban siete kilos de presión para que el aparato explotara. Recuerda un par de tragedias, como la vez que a un cabo le quedaron dudas de cómo armar una mina y le fue a consultar al comandante de la cuadrilla del frente, que ya tenía sembrada su parte, y pisó un explosivo que le voló el pie.

-Pensaba en mi mamita, en mis seres queridos, me despedía de ellos mentalmente -recuerda.

Sembrar minas, agrega, era un trabajo silencioso. Tanto, que a veces escuchaban a los guanacos relinchar a más de un kilómetro de distancia. Luego venía el desahogo. “Cuando todo el campo estaba tapado afloraba la alegría, las bromas”, explica.

Aquel invierno de 1978, el exmilitar se pasó cuatro meses acuartelado a 3.990 metros sobre el nivel del mar, en el campamento Ascotán, que era el centro de operaciones del sembrado. Estuvieron en aquellas labores hasta octubre de ese año, cuando los soldados se desplegaron en la frontera en puntos estratégicos para esperar a las tropas argentinas.

La historia que vino después es conocida. No hubo guerra, pero los campos minados permanecieron activos por más de dos décadas antes que el Estado se aplicara en desminar la zona. Aquello ocurrió en el 2002, luego que en el gobierno de Ricardo Lagos se ratificara la convención de Ottawa, que comprometió al país a erradicar la totalidad de las minas antes de 2012, plazo que años más tarde sería corregido, poniendo como fecha límite el 2020. Hasta entonces, aquellas barreras defensivas habían matado y mutilado más civiles que militares enemigos. Algunos en situaciones tan cotidianas como la que le ocurrió a Luis Delzo. Nadie había previsto que las minas podían desplazarse.

-Hay campos minados que desaparecieron de su posición original, por toda el agua que cae en el altiplano. En Chile hay más de un 30% de minas perdidas.
Nadie de la Comisión, se queja Cárdenas, les ha preguntado alguna vez a los sembradores sobre cómo se realizaron aquellos trabajos.


Jorge Sánchez, fallecido en 1979, junto a su esposa Alicia Rojas y la menor de sus hijas.

OTTAWA

Hay un sentimiento común que atraviesa a gran parte de las víctimas de minas antipersonales y proyectiles abandonados: la impunidad. No sólo porque han recibido muy poca ayuda estatal, recién en los últimos años, sino que también porque en muchos casos, la mayoría de ellos ocurridos en dictadura, las autoridades mentían a los familiares sobre las reales causas de los accidentes.

La muerte de Jorge Sánchez, ingeniero y geofísico de la Corfo, fue una de ellas. En junio de 1979, el funcionario participaba de las investigaciones geotérmicas que los géiseres de Puchuldiza, en el Cerro Capitán, muy cerca de la frontera con Bolivia, cuando una bomba antitanque destruyó por completo el vehículo en el que se desplazaba. A su familia, sin embargo, le dijeron que él había fallecido en un accidente automovilístico. Cuando el féretro llegó sellado y escoltado por agentes del Ejército, su esposa Alicia Rojas comenzó a sospechar.

-Algunos meses después viajé a Iquique para saber realmente lo que había pasado. Llegué a un hostal y la dueña era tía del único sobreviviente del ‘accidente’, que antes de morir había dicho que habían pisado una mina antitanque –recuerda Alicia.

De regreso en Santiago, sin embargo, ningún abogado quiso defenderla en tribunales: “Imagínate, en plena dictadura nadie se quería meter con los militares. A fines de la década de los 90, recién este tema comenzó a salir a la luz pública”, agrega su hija, que se llama Alicia igual que ella.

La verdad sobre los campos minados comenzó a conocerse recién a partir de la convención de Ottawa. De aquella misma época es la agrupación de víctimas. Los miembros de la actual directiva cuentan que la primera persona en interesarse por contactar a los mutilados, fue José Miguel Larenas, un joven de 18 años que en 1994 perdió un brazo por la detonación de un proyectil de casi medio metro de largo, que estaba abandonado en pleno Valle de la Luna, en San Pedro de Atacama. Jaime Cárdenas, que antes había sembrado minas antipersonales en la zona, fue contratado en aquel tiempo por la familia para limpiar el lugar, en busca de pruebas que ayudaran a explicar lo que había ocurrido: encontró 15 proyectiles más.

-Esta agrupación abarca mucha gente de todo el país, pero el problema es que no tenemos muchos recursos. Nos juntamos cuando vamos a Santiago y el resto es por mail o teléfono –explica Sergio Aranibar, actual coordinador nacional.

Aranibar llegó al grupo el año 2012, casi cuatro décadas después de que un proyectil de aproximadamente 30 centímetros matara a su hermano Nelson, de 6 años, y a él lo dejara con esquirlas en todo el cuerpo, las piernas quebradas, y la mano derecha inmovilizada por la pérdida de un tendón. La explosión ocurrió en el patio de su casa, en Arica, el 14 de noviembre de 1975.

-Mi hermano y yo veníamos del colegio con dos amigos más y en el trayecto a la casa nos encontramos con una munición abandonada. Allí se hacían ejercicios militares y nadie recogía lo que no explotaba. Éramos todos niños y la llevamos a la casa. Mi hermano comenzó a golpearle la punta para enderezarla, y de pronto explotó –detalla.

El certificado de defunción de Nelson dice que su muerte se debió a una abertura de abdomen. Desapareció de la mitad hacia abajo frente a sus amigos. Aranibar recuerda que ninguno de los que presenciaron la horrible escena recibió ayuda médica.

-No tuve un proceso de rehabilitación y tampoco nadie me enseñó a caminar de nuevo. Me mandaron a la casa para que me salvara como pudiera –explica el coordinador.

Víctor Varas, el de chaqueta de cuero negra, junto a su familia.

INDEMNIZACIONES

En noviembre del año pasado, Chile fue anfitrión de la Convención de Ottawa. La instancia reunió a 162 delegaciones de países miembros del tratado, ocasión en la que se expuso sobre la situación mundial del desminado. Chile, dijeron en aquella reunión, iba bien encaminado. El arqueo, sin embargo, no dejó contentas a las víctimas. Desde la agrupación aseguran que el Ejército sólo se ha preocupado de destruir los artefactos, pero no de dar una reparación a quienes han sufrido mutilaciones o han fallecido. La ayuda, dicen, recién ha comenzado a llegar en el último tiempo, luego de que en el 2013 comenzaran las negociaciones con el gobierno de Sebastián Piñera para enviar un proyecto de reparación al Congreso, que incluyera un bono compensatorio, asistencia a las víctimas, y una pensión vitalicia, ítem que finalmente no fue incluido en el proyecto que se presentó a la Comisión de Defensa del Senado y que terminó siendo rechazado. A fines de enero pasado, sin embargo, la agrupación llegó a un acuerdo con el ministerio del Interior para conseguir pensiones de gracia para los afectados.

-El Estado está en deuda con nosotros. La Comisión Nacional de Desminado cuenta con 50 millones de dólares para efectuar la limpieza, de los cuales destina 100 mil dólares a reparaciones. Es irrisorio –se lamenta Aranibar.

Con ese dinero, las asistentes sociales de la Comisión realizan visitas domiciliarias a las víctimas y se financian terapias, prótesis, y tratamientos médicos. Según los números que maneja el organismo, del total de víctimas, el 52% son militares, varios de ellos que trabajaban directamente en el desminado, como el caso del capitán Errol Pfeng, jefe de la unidad de desminado de la Brigada Motorizada N° 1 de Calama, que la semana pasada pisó con su pierna derecha una mina antipersonal que estaba un metro fuera del perímetro. El 48% restante son civiles, de los cuales el 70% ha sufrido explosiones por proyectiles abandonados o sin estallar, tal como le ocurrió a Aranibar en Arica o a Víctor Varas en Los Ángeles.

-El 22 de agosto de 1959 mi papá se encontró un misil abandonado en el campo y lo llevó a la casa. Quería hacerse un chonchón para calentar, pero cuando lo estaba abriendo explotó –recuerda Varas.

Víctor quedó con ceguera total, dos dedos menos en la mano izquierda, la mitad de la rótula, esquirlas en la cara, y huérfano de padre y madre. Tenía tres años y el único que salvó ileso fue su hermano, una guagua que dormía en otra pieza. Su caso es el más antiguo del que se tenga registro. Su historia la cuentan los diarios de la época, donde además un militar lavó las manos del Ejército. Decía que la culpa no era del abandono de los proyectiles, sino que de los campesinos que se los llevaban para vender la pólvora. El padre deVíctor, sin embargo, no tenía idea de lo que había encontrado.

-Él era agricultor, no había hecho el servicio militar, ni tampoco sabía leer ni escribir, simplemente se encontró con el misil mientras caminaba y creyó que le podía servir de algo, sin tener idea de lo que se trataba –agrega su hijo.

Víctor se pasó casi un año en una incubadora, recuperándose de las quemaduras. Luego, él y su hermano fueron criados por sus abuelos maternos, hasta que a Víctor lo mandaron a un internado para ciegos en Santiago. Allá se pasó desde los 9 hasta que cumplió 15 años. Lo dejaban en marzo y luego en diciembre lo iban a buscar. Además de todas sus secuelas físicas, Víctor quedó con un trauma: cada vez que llegaba Año Nuevo los fuegos artificiales le hacían revivir la explosión. Era su peor noche.

-Mis abuelos eran personas sin recursos, analfabetas, que nunca recibieron ningún tipo de ayuda, ni tampoco sabían cómo buscarla. Ahora recién hace pocos meses me llamaron para ofrecerme tratamiento médico, dicen que me quieren colocar una prótesis en la rodilla –agrega.

Su realidad, la de Luis Delzo, o la de Sergio Aranibar se replica en cada una de las más de 150 víctimas. Mutilados que no sólo han debido adaptarse a sus nuevas limitaciones físicas, sino que también reinventarse económicamente. Actualmente, Víctor vive en Viña del Mar, donde es comerciante ambulante y sobrevive con una pensión de 103 mil pesos.

-El problema de este tipo de accidentes es que te quita la dignidad. Quedas lleno de cicatrices, amputado, ciego, y no tienes las mismas condiciones para trabajar. Lo peor es que todos los gobiernos nos han dejado de lado –resume Aranibar.


Banderines que indican la destrucción de mina antipersonal.

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