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Opinión

4 de Marzo de 2019

Columna: ¿Dios salve a la Iglesia?

Es la Iglesia defendiéndose. La Iglesia protegiéndose, como si la modernidad y la sociedad fueran el enemigo. Olvidando la Buena Nueva y a los pobres, predilectos de Dios. Defendiéndose, hoy, de sus propias víctimas. La institución se reciente ante la pérdida: de poder, de estatus, de tierras, de prestigio y, en definitiva, de sentido.

Pedro Achondo Moya, sscc
Pedro Achondo Moya, sscc
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Hace un tiempo leí una frase que decía “salvar a la Iglesia de la Iglesia” o “liberar a la Iglesia de ella misma”; y es que resulta que el principal enemigo de la Iglesia es ella misma. No tanto los detractores, los que disienten y poseen opiniones divergentes de la postura oficial. Eso ha existido siempre y qué bien le hace a la Institución eclesial. Los peores tiempos fueron los del pensamiento uniforme, del culto uniformizante, de la doctrina única.

La Iglesia es diversa en sí misma. Los propios evangelios son testimonio de maneras, formas y posturas distintas (teologías, incluso) respecto de temas concretos. “Liberar a la Iglesia de ella misma” quiere decir otra cosa. Tiene que ver con una dimensión que paradójicamente le es inherente: su carácter institucional. La Iglesia, al ser eminentemente erigida por personas, posee todos los vicios y virtudes de sus miembros. La Institución en sí misma carece de dignidad y la situación actual, que no es solo la actual, atestigua esto. La dignidad está depositada en las personas, en rostros e historias concretas. No en la Institución.

Si seguimos el pensar de san Pablo no tardaremos en caer en la cuenta de que para Dios los elegidos son los últimos, los despreciables, lo vil y rastrero, los no queridos ni valorados (1Co 1, 27-28) y que el fundamento de ella es el anuncio de la Buena Nueva (1 Co 1, 17). La Institución está supeditada al mensaje de Amor y a los que sufren y se encuentran desamparados. Si la Iglesia no se legitima frente a ello, no posee razón de ser. Al menos desde la perspectiva paulina. Para ir más lejos, el cristianismo no afirma que Dios escogió la Iglesia (o una Iglesia, o las Iglesias), sino a los pequeños y empobrecidos para anunciarles a ellos, primero, una alegría inimaginable y una esperanza a toda prueba: el Reino.

Cuando la Institución se ve contestada, contrariada y afectada; se defiende. Muchas veces desde una cerrazón y dogmatismo extremo. A partir de posturas fundamentalistas y absurdas exigencias éticas, en particular en el plano afectivo-sexual. Este mecanismo institucional viene sucediendo desde el siglo III-IV de nuestra era con sus particularidades históricas. Ya en un formato más cercano, desde Trento (1545), pasando por el Concilio Vaticano I (1869) y II (1962); donde la Iglesia adopta la forma que en general hoy conocemos. Es la Iglesia defendiéndose. La Iglesia protegiéndose, como si la modernidad y la sociedad fueran el enemigo. Olvidando la Buena Nueva y a los pobres, predilectos de Dios. Defendiéndose, hoy, de sus propias víctimas. La institución se reciente ante la pérdida: de poder, de estatus, de tierras, de prestigio y, en definitiva, de sentido. La gran crisis tiene que ver con el sentido (perdiendo el sentido, se desorienta el amor).

¿Para qué una Institución de estas magnitudes, con estas posibilidades, con este aparataje y ropaje? La Iglesia Institución no es eterna en su forma, ni mucho menos inmutable. No es voluntad de Dios que sea del modo actual, ni de otro modo. Ella debe transformarse en vistas al criterio último que se llama Jesucristo; ella debe movilizarse en pos del único fin que es el anuncio de la Buena Nueva a los pobres y marginados. Dicho de otro modo y en palabras de Hinkelammert: “la derivación del proceso de institucionalización de la voluntad de Dios pone a disposición la autoridad de ella con el resultado que puede ser juzgada y cambiada bajo el punto de vista de la opción por los pobres”. Y esto que parece difícil no es más que una actualización del llamado del Señor en boca de los Apóstoles: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 4, 19. 5, 29). A Dios antes, incluso, que a los hombres (y mujeres) de Iglesia. Dios antes que la Institución. Pues esta se vuelve ilegítima si no cumple su criterio mínimo, su sentido y razón de ser.

La pregunta ahora será: ¿Cuál Iglesia? ¿Cómo permitiremos que germinen y crezcan las Iglesias que no han abandonado su sentido fundante en el amor compartido, ofrecido y donado de Jesús y dejemos morir aquellas asfixiadas por el lujo, el poder, el prestigio y el abandono y olvido de los empobrecidos y sufrientes? ¿Cómo seguiremos andando los cristianos que creemos en el amor humilde y la lucha por la justicia; los y las que mirando las estrellas y acariciando al amante saboreamos la ternura de Dios? ¿A quién obedeceremos?

Pablo nuevamente (1Cor 1-4), y lejos de caricaturas sobre él, percibió que el conflicto está entre la sabiduría de Dios y la sabiduría del mundo (lo que niega a Dios). Es el conflicto que atraviesa todo el cristianismo y en particular a la modernidad de la cual bebemos su decadencia. Que Dios no salve una Iglesia que lo ha olvidado.

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