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Opinión

4 de Abril de 2019

Columna de Maliki: La vida es mixta

La vida no sólo es mixta; es diversa: hombres, mujeres, LGBT y quizás cuántas están por venir. Yo colecciono anécdotas y trancas de la herencia patriarcal, binaria, sin matices… “dividir para gobernar”. Es por esto que hoy en día esta apertura a volver mixtos colegios emblemáticos es reflejo del profundo cambio social que une, integra y colabora.

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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La vida no sólo es mixta; es diversa: hombres, mujeres, LGBT y quizás cuántas están por venir. Yo colecciono anécdotas y trancas de la herencia patriarcal, binaria, sin matices… “dividir para gobernar”. Es por esto que hoy en día esta apertura a volver mixtos colegios emblemáticos es reflejo del profundo cambio social que une, integra y colabora.

Estudié ocho años en colegios de mujeres y solo seis en colegios mixtos. Como sólo tengo hermanas, sentía que la relación con los hombres era intrigante y los idealizaba. Debí haber estudiado mezclada con ellos desde siempre.

Cuando llegamos a vivir a San Miguel mi mamá fue práctica y nos matriculó en el colegio de la esquina: el Pan American College, una casona antigua tipo castillo de Barnabás Collins, donde les llamaban “Miss” a las profesoras. El primer día de clases la Miss me sentó al lado de una niña. Obviamente yo quería sentarme con un niño y con uno en especial, el que hacía bromas. No me atreví a pedirle que se cambiara, entonces decidí escribirle una carta.  Estaba en prekínder y aún no sabía escribir. En el recreo fui al baño y le pedí a una estudiante de un curso más arriba que escribiera la carta por mí. Se la dicté. Volví a la sala y dejé la carta encima de su mesa.  Como el niño no sabía leer, se la tuve que explicar. Y el niño fue mi compañero de banco todo el año. Resultó ser el alumno más desordenado de todo el curso.

En primero básico nos cambiaron al María Auxiliadora que estaba al frente, un colegio de niñas donde muchas de las profesoras eran monjas de hábito. Jugábamos a Batman y Robin en los recreos y como no había niños yo siempre era Batman. Los lunes cantábamos el himno nacional y cuando llegábamos a “…que habéis sido de Chile el sostén” nos daba ataque de risa y las monjas nos retaban. Un día llegó un profe de matemáticas. Era tan guapo que pegué una foto de Julio Iglesias en la tapa de mi cuaderno porque lo encontraba igual. Estábamos todas enamoradas del profe, mi curso y el colegio entero. Las monjas lo echaron a mitad de año porque distraía a las alumnas. Esa era nuestra relación con los hombres… como seres de otro planeta.

Como en quinto el colegio de monjas se volvía técnico, nos cambiaron al del lado, el Parroquial San Miguel. Un colegio mixto de curas.  Me gustaba tanto un niño de otro curso que un día le declaré mi amor en una postal. Le pedí a mi compañero de banco que se la pasara en el recreo y me quedé mirando desde lejos. Estaba rodeado de amigos, la leyó, me miraron y se doblaron de la risa. Compensé mi frustración empoderándome. Fui presidenta de curso y en mi mandato en cada consejo hablábamos de compañeros que tenían problemas de conducta. Era una especie de juicio público. Mi tiranía se acabó cuando, a petición del curso, expuse al profe jefe nuestras intenciones de que echaran a la profe de naturales por pintarse las uñas y llevar a su hijo chico a las clases y cuando hicimos la votación todos se arrepintieron. Renuncié y lloré en un pasillo. Un día en el recreo un compañero sacó una cortapluma y al año siguiente nos volvimos a cambiar.

Hice primero medio en el Corazón de María, el colegio de mujeres cuico de San Miguel. Estaba a dos paraderos de micro. Era de unas monjas españolas de medio hábito (con falda hasta la rodilla y velo corto). En mi curso había dos grupos. El de las agrandadas, que se maquillaban, usaban el jumper corto y apretado, tomaban, fumaban y ya se habían dado besos con lengua. El otro grupo era el de las mateas gansas. Yo encajé ahí. Mi gran osadía fue inscribirme en la pastoral mixta de los sábados que se hacían con alumnos del Instituto Miguel León Prado. A ese grupo le debo mi primer pololeo.

Al año siguiente debido al bullying de las agrandadas, mi mejor amiga se cambió a un colegio cerca de Plaza Italia. Yo la seguí. En el Compañía de María de Seminario estuve mis últimos tres años de enseñanza media. Otra vez puras mujeres y de monjas, pero al menos no habían grupos dominantes y eran monjas de civil y de izquierda. Solucioné la falta de hombres inscribiéndome en los grupos de CVX (Comunidad de Vida Cristiana) y nos juntábamos con hombres del San Ignacio de Pocuro. Yo seguía devota absoluta de mi pololo sanmiguelino. Lo más cerca que estuve de ponerle el gorro fue cuando tuve un sueño erótico con mi profesor de biología (que terminó casándose con una compañera). Ahora me río… y tengo material para hacer columnas, pero tengo claro que en mi adolescencia la convivencia cotidiana con el sexo opuesto me hubiese ahorrado una serie de preceptos, idealizaciones, fantasías e ideas preconcebidas.

Así es que cuando busqué un colegio para mis hijas tenía claro dos cosas. No podía ser religioso. No quería que adoraran la imagen de un hombre sufriente, famélico y sangrante colgando de una cruz o la de mujeres sin experiencia sexual con velos, llorando por todo, no quería que entraran a iglesias, que ningún cura o monja les diera sermones desde sus burbujas de privilegios, ni que sintieran culpa o que interiorizaran el pecado ni las penitencias. Y segundo, tenía que ser un colegio mixto, donde los hombres fueran reales y no idealizaciones románticas o adultos con autoridad legal o moral que ordenan,  juzgan, acosan o humillan, que sean compañeros de su misma edad, con los que puedan relacionarse, debatir, enojarse y resolver conflictos, donde convivan con la diversidad de género desde chicas y no conozcan por primera vez en su vida a un homosexual o a una lesbiana a los 25 años, o a una mujer transexual a los 26, como yo.

Porque la vida es mixta, todos los colegios debieran serlo.

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