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Opinión

25 de Abril de 2019

Columna de Maliki: Señora gorda y terapeada

"Llevo un año en terapia y ha sido intenso. A mi edad las secuelas emocionales de la infancia y adolescencia salen a flote como trozos de cadáveres en un océano a plena luz del día, imposibles de no ver e insumergibles".

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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En unas semanas me convertiré oficialmente en Señora, cuando cumpla 50. Comencé a actuar como tal hace ya un par de años, por fuera me corté el pelo, la blusa le ganó a la polera y la cartera a la mochila. Por dentro fue un éxodo total. Mi último óvulo abandonó su nido, me despedí de la T de cobre y millones de hormonas dejaron de nadar por mis venas, especialmente las que me hacían sentir alegre, optimista y segura de mi misma.

La menopausia me recibió con un tropezón al vacío, una depresión nivel psiquiatra que me obligó a derribar prejuicios y a aceptar que necesitaba ayuda espiritual, profesional y farmacológica. Antes de la depresión creía que mis grandes problemas en la vida eran tres: la plata (hola, soy artista), el amor (hola, soy yo) y la gordura (hola, soy hambrienta). Después de la depresión mi problema era todo eso y yo entera incluida.

Cuando bajé 30 kilos en un tratamiento para adictos a la comida e Ilustré el libro “Quiero ser flaca y feliz” (escrito por Karolina Lama), quería ayudar a otras personas a lograr lo que siempre había soñado: usar jeans talla 38. En realidad, me daba terror el efecto yo-yo e imaginé que al exponerme como ejemplo de exgorda victoriosa, me obligaría a cerrar la boca y junto a una estricta rutina vegana, abstemia y con suscripción anual del gym, lograría ser “flaca y feliz” forever. Un problema menos en mi lista, que con suerte podría solucionarme la vida entera, porque según la sabiduría de la autoayuda, el amor propio atrae todo tipo de éxito.

El título del libro fue idea mía. Como buena exniña católica, me había comprado la oferta de que la felicidad llega cuando controlas los pecados capitales (lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, pereza y gula), sobre todo GULA. Debía ser buena, porque si era mala nadie me querría (Dios, papá, mamá, profesoras, amigas y el niño que me gustaba). Llegué a ser matea, responsable, honesta, cariñosa, obediente, generosa, divertida, siempre a dieta y con cero vicios. Quería ser un ejemplo de bondad.

Mi gula, el odio a mi cuerpo y el paquete completo de pecados lo abrí a los 19 años, durante mi época punk. Después que me pateara mi primer pololo, entrara a estudiar arte, comenzara a fumar pitos y a tomar copete como si fuera hombre. Sufrí el efecto del yo-yo moral y me transformé en mi opuesto: una chica mala, irresponsable, freak, gorda, irónica, viciosa y lujuriosa. Fue una adolescencia tardía.

Por eso siempre vi mi gordura como un síntoma de exceso, maldad, descuido y abuso a mí misma y cada vez que subía de peso entraba en pánico, aplicaba dieta kamikaze, pastillas para quitar el hambre y mucho ejercicio. Me vanagloriaba de mi gran fuerza de voluntad y sabía que siempre podía controlar ese monstruo que cada cierto tiempo me transformaba en la mujer gorda del circo.

Cuando salió el libro lo publicitamos extensamente en los medios. Fuimos a matinales, programas de radio, televisión, entrevistas en revistas y diarios, tres meses con la agenda llena. Secretamente creía que por el solo hecho de tener al mundo de testigo, jamás nunca volvería a subir de peso.

Nunca digas nunca, porque lentamente, mientras dibujaba una novela gráfica, aislada en el estrés de hacer un libro muy largo y complejo, la comida volvió a convertirse en premio, en consuelo, en partner, y cuando entregué los originales a la editorial ya había subido dos tallas. A la depresión y las terapias alternativas de sanación que hice antes de ir a la psicóloga se le sumaron una seguidilla de dietas, pastillas, suscripciones al gym, clases de todo tipo de yoga y terapias antiobesos que no funcionaron. Al parecer mi voluntad se extinguió junto con las hormonas y en tres años volví a mi talla 44.

Cuando era preadolescente leí en una revista un reportaje que me impactó. Se titulaba “Anita Ekberg es ahora una gorda feliz” y salía una foto pequeña de ella muy joven, curvilínea y rubia dentro de una pileta (La Dolce Vita de Fellini) y otra foto de pag. completa de ella mayor, con pelo negro, doble pera y gorda. Irreconocible. En la entrevista ella explicaba que un día, aburrida de una vida llena de restricciones, decidió liberarse y comer todo lo que la hacía feliz”. Guardé la revista por mucho tiempo. No lograba unir los dos conceptos. Para mí gordura y felicidad eran dos polos opuestos, lejísimos el uno del otro.

Llevo un año en terapia y ha sido intenso. A mi edad las secuelas emocionales de la infancia y adolescencia salen a flote como trozos de cadáveres en un océano a plena luz del día, imposibles de no ver e insumergibles. Mi aprendizaje para recuperar el amor propio ha incluido reconocer al estrado de jueces instalados en mi cabeza, aprender a salir de ahí cuando no es necesario tanto drama, reconocer mi historia, reconocer mi cuerpo, dejar de odiarlo, agradecer que está sano, dejar de someterlo a restricciones y castigos, mirarlo de frente sin desprecio, con cariño, atreverme a tener sexo, y de día, y sobre todo dejar de asociar la gordura a la fealdad, al descuido, a la maldad o al fracaso. Es una tarea difícil porque crecí en una gordofobia social normalizada. Cambiar ideas tan arraigadas es un proceso lento y requiere ayuda.

Afortunadamente las nuevas generaciones me están enseñando a reconocer, aceptar y amar mi persona, por dentro y por fuera desde la perspectiva feminista, y eso incluye el derecho a elegir cómo queremos ser, cómo nos queremos ver, qué prioridad le damos al cuidado de nuestra imagen, a nuestro desarrollo intelectual y espiritual, cómo queremos vivir las relaciones o la maternidad, qué significa cuidarse realmente, para qué lo hacemos, o cómo aprendemos a redefinir la belleza y el amor propio sin el filtro patriarcal.

Me da gusto saber que se puede llegar a ser una señora capaz de disfrutar la vida sin el yugo de la comparación constante con los demás, en todo nivel, una dinámica que las mujeres de nuestra generación aprendimos como segundo idioma, y que nos empuja a juzgarnos como inadecuadas, insuficientes, locas, ridículas, histéricas, tontas o feas, cuando la mayoría de las veces, somos todo lo contrario.

He aprendido que más que feliz, prefiero estar plena. Pudiendo habitar sin miedos los distintos estados mentales, emociones y situaciones, acogiendo lo que pase momento a momento y presente conmigo misma.

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