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Nacional

12 de Julio de 2019

Mi nombre es Naomí

Naomí es sobreviviente de violencia en sus distintas formas. Sufrió abusos sexuales desde niña. Tuvo un hijo a los 12 años y fue reclutada por el narcotráfico, cuando aún era menor de edad. Fue explotada sexualmente y maltratada por su expareja. Y a fines de 2018, casi se convirtió en víctima de femicidio: su pareja le dio 75 puñaladas, pero sobrevivió. Su historia no apareció en ninguna parte: por ahora Naomí está indocumentada, es extranjera y como tenía antecedentes, nadie – excepto la Fundación Betania que acoge a extrabajadoras sexuales para sacarlas de ese círculo- tomó su causa. Hoy, salida del infierno que fue su vida y convertida al cristianismo, cuenta por primera vez su viaje hacia la luz.

Por

Fue el 26 de noviembre de 2018. Ese día dije no aguanto más, no quiero esta vida, estoy cansada. Estaba en la casa de él, en Playa Ancha. Le pedí por primera vez que por favor me dejara en paz. Nunca pensé que me iba a hacer lo que hizo. Tomó un cuchillo y empezó a apuñalarme. “Padre, si tú me amas, perdóname por todo lo que hice”, pedí mientras él me agredía. Grité. “¡Auxilio, ayúdenme!”. En ese mismo momento un joven que vivía muy cerca de nosotros escuchó una voz que le decía: “Párate y anda”. Salió corriendo sin zapatos de su casa, bajó el cerro y me vio. Dice que yo parecía una persona muerta. Lo toqué y le dije: “¿Usted cree en el Señor? Cuénteme de su Señor”. 

Entonces me desmayé. 

Me llevaron a un centro de salud pequeño en Playa Ancha. Allí dijeron que me iba a morir así es que me mandaron al Hospital Van Buren. Cuando desperté, estaba con un cuello ortopédico y había como diez policías de la PDI a mi alrededor. “¡Qué hermoso orabas!”, me dijeron. “¿Orar? Si yo no sé orar”, les dije yo. Nadie sabía cómo estaba viva. Mi expareja me había dado 75 puñaladas y estaba viva, gracias a Dios”.

***

Mi nombre es Naomí. Soy peruana, de Lima, Callao.  Siempre viví en el puerto. Mis padres eran muy pobres: mi madre dedicada a la costura, mi papá se puso adicto a la pasta base y le pegaba a mi mamá. Siempre vi insultos, maltratos, golpes, humillaciones hacia ella. A veces en casa no teníamos para comer. Nuestra comida era plátano con arroz. Otras veces con mi hermanita pasábamos por las panaderías y nos daban pan duro. Era muy fuerte. 

Cuando yo tenía cinco años y mi hermanita ocho, mi mamá nos mandaba a la casa de mi abuela paterna que vivía a cuatro cuadras y nos decía: “Vayan, ayuden y limpien, gánense el plato de comida”. Mi abuelita siempre nos ponía en la cocina y los demás nietos, en la sala jugando. Pero con mi hermana estábamos contentas porque teníamos para comer. Yo le decía a mi hermana que no comiéramos mucho y que en una bolsita lleváramos comida para mi mamá y mis hermanitos. Así es que cuando nos mandaban a recoger, nos llevábamos todas las sobras. Yo no veía asco, veía hambre, veía necesidad. 

Cuando cumplí ocho años, los hermanos de mi papá empezaron a abusar de mí. Yo prefería que mi abuela se llevara a mi hermana al mercado para que me tocaran a mí y no a ella, para protegerla. Después me fui a vivir donde mi tía porque mi mamá ya no podía tener tantos hijos en casa. Ahí mi tortura fue peor. Yo andaba con vestiditos, me veía bonita. Y el esposo de mi tía siempre le decía: “Deja a la morenita”. Él me abrazaba, me alzaba mi vestido y me tocaba. Yo le preguntaba si él me quería como a su hija porque no conocía el amor de padre. Empecé a callar. Ya no hablaba. Hasta que un día mi tía salió, pero se devolvió a la casa por un presentimiento. Abrió la puerta y escuchó cómo sonaba la cama. Ahí supo que su esposo abusaba de mí.

A los 11 me empecé a quedar dormida en el colegio y le avisaron a mi tía. Así descubrieron que estaba embarazada. Me llevaron a la selva de Perú a tener a mi hijo. Lo tuve a los 12 años. Mi tía y mi mamá querían que abortara, pero yo dije que no: estaba feliz porque nunca más iba a estar sola, sentía que tenía un juguete en mi vientre. Recuerdo el dolor y que había hartísimos doctores. Rompí venas y arterias. Pero yo estaba feliz porque iba a tener algo solamente mío, era mi muñeco, la niñez que nunca tuve. Ahora Esnaider tiene 24 años.  

Cuando volví a la ciudad, llegué a la casa de mi mamá. Le dije que cuidara a mi hijo y me fui a la selva a trabajar a los 14 años. Así entré al narcotráfico, la familia de mi madre se dedicaba a eso y fue la forma que tuve de rebelarme por todo lo que me pasó. Tenía rabia porque yo no busqué daño. Yo era una niña nada más. Mi mamá crió a mi hijo como suyo. Le dijeron a Esnaider que era mi hermano menor. Yo no quería que le faltara nada porque sabía lo que era el hambre, lo que era estar en navidad mirando por una ventana rota sin tener nada que comer, mirando cómo los demás niños juegan en la calle. No quería eso para mi hijo. Si traficaba o cogía un arma, era por él. 

En la selva ya no fui una niña buena: era una guerrillera y nadie me tocaba. Viví en el Amazonas, defendía un puesto de drogas, tuve que hacer de todo un poco, sé lo que es disparar. Me hice dura, recia, aprendí a no tener dolor. Después de un año, volví a casa y ahí era una niña más. Vivía en lo rural, hacíamos casas con hojas de palmeras. Y vi mucha gente mala.

Un día vi a tres guerrilleros abusando de unas niñas. Tenían unos cinco, seis y ocho años. Me volví como loca. Me vi ahí, en esas chiquitas. Les disparé a esos hombres. “¡Qué te hicieron, mi niña!”, le decía a una. Las limpié, las abracé. Ver a esas niñas me sacudió. Era ver a los hombres que habían abusado de mí. Entonces volví a la ciudad: ya no quería esa vida para mí.

***

En Lima comencé a traficar. Con esa plata le compré de todo a mi hijo y a mi hermana. Les di comida, ropa, bienestar, lo que nunca tuve. Mi hijo terminó la universidad: estudió geología. Después tuve dos hijos más con un buen hombre. Lo elegí para que fuera el papá de mis hijos. Pero después a él lo echaron del trabajo y la situación volvió a ponerse fea: quería volver a la selva para hacer plata, pero preferí venirme a Chile. Eso fue hace 8 años. Dejé a mis hijos con su padre, a Esnaider con mi mamá y me vine. Ella quería decirle a él quién era yo. Pero yo le decía que no: tenía miedo de que supiera cómo había llegado al mundo, que era producto de una violación, y que atentara en contra de su vida. 

Siempre nos conectábamos por video. Un día lo saludé y Esnaider me dijo: “Naomí, ya sé quién eres. Tú no eres mi hermana, eres mi mamá. Ahora sé por qué me cuidas tanto, te pido perdón”. Mi mamá le había contado. Me puse a llorar. Le dije: “Tú eres lo más hermoso de mi vida”. Y le pedí que no se hiciera daño, le dije que lo amaba. Después él vino a verme a Chile, pero se devolvió: en ese tiempo estaba con un hombre muy malo.

Antes estuve un tiempo en Calama. Vendí droga con mi primo, pero él se iba de fiestas, se bebía la plata. Yo mandaba dinero a Perú, a mis hijos. Después llegué a Valparaíso y aquí, hace tres años, conocí a mi expareja por unos amigos. Estaba sola, me sentía triste, es muy duro. 

Con él mi vida se transformó en una tortura: me hacía prostituirme, me golpeaba, me obligaba a robar. Tenía un primo PDI y como yo no tenía papeles, me amenazaba con delatarme y yo no quería que me deportaran. Hacía lo que quería conmigo. Me prostituí en un local acá en el puerto. Me drogaba antes de estar con un cliente, pero nunca tomaba. Pero la droga me obligaba a olvidar. Antes nunca había consumido. Un día de 2016 estaba ahí en la casa donde trabajaba con otras chicas cuando llegó Patricia (Beltrán), de la Fundación Betania. Nos contó que existía esta casa donde podríamos recibir abrazos sin juicio. Me aferré a ella. Le dije que yo no quería seguir en eso, que me ayudara. Pero después no volví allí: estaba tan manipulada psicológica y físicamente por este hombre que me daba miedo que él le hiciera algo a las mujeres de la Fundación.

Cuando llegaba a la casa, él me quitaba la plata, todo lo que había ganado. Una vez caí presa por un robo en Quillota. Me hice amiga de las pacas. “Este man te utiliza, Naomí”, me decían. “Y qué quieres que haga, si yo no tengo papeles”, les contestaba yo. 

Un día entramos a una pizzería y mi expareja mató a un hombre. Él era un vagabundo, estaba drogado y empezó a molestarnos. Y mi expareja entonces le dio unas puñaladas y arrancó. Las cámaras grabaron todo, pero la policía empezó a buscar a unos colombianos, nunca encontraron nada. Yo sabía que era él, pero no podía hablar. Me decía que si contaba eso, también iba a caer presa y allá me iba a mandar a matar porque él conocía mucha gente, incluso en la cárcel de mujeres.

Así fue hasta el 26 de noviembre del año pasado cuando me atacó. A nadie le deseo que un desgraciado que te destruyó la vida, también quiera destruir tu cuerpo. 

***

Cuando desperté en el hospital y estaban los PDI, les conté de la muerte del hombre en la pizzería. Les dije todo lo que sabía, aunque tenía malos mis papeles. A los pocos días me fui a la casa de una señora a la que le arrendaba una pieza, llena de puntos, toda vendada y adolorida. Recibí 75 puñaladas, incluidos los párpados, la cabeza, el cuello, las manos. Pero cuando llegué allá, ella me dijo: “No te puedo tener acá porque el hombre puede venir con pistola” y me echó. Estaba muy mal, tenía mucha hambre, no tenía adónde ir. Le pedí a la señora que me llevara a la Fiscalía. Yo lo había denunciado varias veces por maltrato, pero nunca me habían hecho caso. Entonces le dije al fiscal: “¿Esto querían? Este hombre quiso matarme”. Él me miró asustado y buscó por computador. “Lo capturaron, mi niña”, me dijo. Me arrodillé y di gracias al Padre. Lloraba y lloraba porque ya no me iba a hacer más daño. La fiscalía le pagó plata a la señora para que me tuviera en su casa. Y yo salí a buscar al niño que me salvó la vida. Un día lo encontré. “Usted me salvó la vida. ¿Se acuerda de mí?”. Él me dijo: “Dios te ama, Naomí. Yo soy cristiano”. Se llamaba Jonathan y me llevó a la Iglesia. Allí di mi testimonio y me congregué.

Empecé a ir a una psicóloga y ella me volvió a hablar de la fundación Betania Acoge. Este año llegué allí, ahora sin el miedo de que mi ex les hiciera algo, ya estaba libre. En la Fundación me han apoyado mucho. Ellas son como mi familia, me han escuchado, ayudado, escucho a las otras chicas y les doy ánimo para que sigan adelante. Al poco tiempo en la iglesia conocí a Alejandro, un pastor excelente, educado, un buen hombre. Él también sufrió mucho. Nos hicimos pareja. Es tan bueno que besa mis heridas, mis cicatrices. Le conté toda mi vida, que había trabajado en prostitución y me dijo que no le importaba mi pasado. Alejandro me bautizó. También lo traje a la Fundación para que lo conocieran.

La religión me ha cambiado mucho. Antes era incrédula, altanera, ahora soy paciente, espero a mi hombre en casa. Amo. Nunca pensé que existía el amor. Amo a mi Señor sobre todas las cosas. Amo a Alejandro. Él compró un terreno y me dijo: “Negrita, esto va a ser tu casa cuando traigas a tus hijos”. Nadie había hecho algo así por mí. Me cuida, me conversa, me mima y nos queremos casar. Imagínate las recompensas que el Señor me está dando. 

Ahora vivo con él. Me gusta el orden y la limpieza. También adopté a dos perritos de la calle porque es como verme a mí. Vengo a la Fundación, veo que las chiquillas están estudiando, aunque yo tengo que esperar a mis papeles para poder hacerlo. Los sábados voy a misa. Quiero aprender más del Señor, quiero leer la Biblia y quiero tener un trabajo digno en lo que sea, pero digno, para poder ayudar a mis hijos en Perú que están pasando necesidad. Como él me hacía robar, aún tengo una causa, pero estoy regularizando mis documentos. Es un proceso largo, pero esperé tanto que ya no importa. Simplemente pido una oportunidad, pero en casi todo piden papeles. 

Ya perdoné al hombre que me hizo esto. En enero me habló desde la cárcel, por Messenger y me dijo: “Negrita como estás, perdóname por favor”. Le dije que lo perdonaba y que Dios también lo amaba. Después bloqueé mis cuentas y cambié de número de teléfono.

Me gustaría que esta historia llegara a las mujeres que están aferradas a un mundo de oscuridad y que piensan que la mejor salida es matarse, drogarse o dejar a sus hijos. Hay niñas violadas que callan por miedo. Quiero decirles que salgan de eso, que hablen, que tienen que amarse: primero yo, segundo yo, tercero yo. Las mujeres somos fuertes y tenemos que decirnos: “Tú eres valiente, tú eres fuerte”. Todas tenemos salida, yo tuve salida: siempre alcé después de los tropiezos en mi vida. Fui violada, trabajé en prostitución, estuve presa, fui maltratada, me golpearon, casi me matan, pero estoy viva porque un 26 de noviembre el Señor me dio la oportunidad de vivir. 

Y cuando me miro en el espejo, me digo: “Párate, Naomí, porque tú puedes. Eres como el sol y las estrellas: tú brillas”. 

Para colaborar con la Fundación Betania que ayuda a mujeres como Naomí pueden comunicarse con betaniaacoge.cl o al teléfono + 56 32 32388881

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