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Opinión

19 de Agosto de 2019

Columna de Joaquín Castillo Vial: Pateando piedras

Agencia UNO

Las novelas de Daniel Campusano pueden leerse en diversos niveles. En primer lugar, construye un narrador cuya mirada a dos situaciones radicalmente opuestas es a un tiempo incisiva y desapegada, que con enorme fortuna evita el dramatismo y la moralina. Pero, además, permiten reflexionar desde otra perspectiva acerca de lo que significa educar. Las precariedades de los colegios de clase alta y de clase baja tienen algunos puntos en común —soledad, drogadicción, servilismo a un modelo educativo poco atento a las particularidades, etc.—, la mayoría de los cuales excede las posibilidades de un indolente treintañero que se para frente a un curso a revisar ciertas materias. Y aunque probablemente estas obras no den ninguna respuesta a los problemas de nuestro sistema educativo, sí iluminan desde un lugar distinto algunas carencias habituales de toda experiencia de aprendizaje.

Joaquín Castillo
Joaquín Castillo
Por

Joaquín Castillo Vial
Subdirector IES / @jcastillovial

Hay momentos en que la ficción ayuda a observar desde otro ángulo algunos debates importantes de nuestra sociedad. Cientos de películas y novelas chilenas han ayudado, por ejemplo, a profundizar en la dimensión más humana detrás de causas a los derechos humanos. Asimismo, temas polémicos como la reforma agraria, el conflicto mapuche o los puntos ciegos de nuestra modernización han sido observados de manera más imaginativa durante décadas. No es casualidad, por tanto, que los relatos y novelas de Cristián Geisse, Daniel Campusano o Alejandro Zambra, películas como Machuca, de Andrés Wood, o Mala junta, de Claudia Huaiquimilla, pongan el foco en el mundo escolar como un escenario especialmente significativo del imaginario social. Si tomamos en cuenta, además, que la educación lleva al menos una década en el centro de nuestros debates públicos, esa particular atención parece esperable.

En No me vayas a soltar (La Pollera, 2017), de Daniel Campusano, se nos relata con habilidad y gracia la historia de Antonio, un indolente profesor de lenguaje que, por contactos de su madre, consigue trabajo en un colegio de un barrio marginal de Santiago. A pesar de la apatía del narrador y protagonista, las gigantescas carencias del ambiente social y educativo en que se desenvuelve logran hacerlo reaccionar. Ayudado por Dominga, la psicóloga de la escuela, intenta echarle una mano a Gabriel, un alumno recién llegado a la institución que, agresivo y altivo, no muestra ningún deseo de adaptarse. La arrogancia del alumno, sin embargo, parece ser una reacción a las precariedades de su origen, que el autor logra dibujar con severidad y sin melodrama. El niño viene de una familia donde abunda la violencia, en la que nadie se preocupa mucho por su destino, y sobre la que incluso hay sospecha de narcotráfico y abuso sexual. Nada queda demasiado claro —la ambigüedad del caso de Gabriel es quizás el punto más alto del libro—, y Antonio termina, hacia el final de la novela, yéndose del colegio sin haber podido aportar algo demasiado concreto. Hay una enorme crítica, de paso, al turismo social de cierta clase alta que, acostumbrada a mirar de lejos ciertos problemas estructurales, se limita a trabajar algunos años al salir de la universidad y no se compromete más allá con una realidad que necesita remedios más radicales.

La recién aparecida El sol tiene color papaya (La Pollera, 2019) puede leerse como una segunda parte de No me vayas a soltar. Una vez más nos encontramos con Antonio, quien ahora experimenta la otra cara de la moneda: en esta novela es profesor de lenguaje del colegio San Alfonso, institución emplazada en uno de los barrios más privilegiados de Santiago y donde abundan los repitentes y expulsados de otros centros educativos. A pesar la enorme brecha entre un escenario y otro, Antonio se encuentra igualmente con una realidad donde abundan otro tipo de dificultades. La aventajada situación económica de sus alumnos no es capaz de esconder una realidad difícil, donde la adolescencia es una tensa e infructuosa búsqueda de la pertenencia, la familia es vivida como un fracaso o la experiencia escolar se rige por criterios exitistas que, sobre todo en este colegio de repitentes, no hacen nada de sentido.

En ambas novelas, Antonio comete una seguidilla de errores que lo hacen involucrarse de manera algo atolondrada en la vida de sus alumnos. En El sol tiene color papaya se ve enredado con Agustina, una linda y manipuladora adolescente a la que le sobra el dinero y la inteligencia, pero le falta la estabilidad de algún vínculo maduro. El nuevo profesor caerá, a pesar de las advertencias, en las redes de la joven, aunque terminará siendo aliado de Agustina en la búsqueda de su padre. Ese camino que recorren juntos, sin embargo, manifiesta su fracaso como profesor: su incapacidad para ceñirse a una mínima planificación, su absoluto desinterés por la disciplina y su deseo constante por transgredir las reglas llevan, ineludiblemente, a que su carrera profesional se vea, una vez más, truncada.

Las novelas de Campusano pueden leerse en diversos niveles. En primer lugar, construye un narrador cuya mirada a dos situaciones radicalmente opuestas es a un tiempo incisiva y desapegada, que con enorme fortuna evita el dramatismo y la moralina. Pero, además, permiten reflexionar desde otra perspectiva acerca de lo que significa educar. Las precariedades de los colegios de clase alta y de clase baja tienen algunos puntos en común —soledad, drogadicción, servilismo a un modelo educativo poco atento a las particularidades, etc.—, la mayoría de los cuales excede las posibilidades de un indolente treintañero que se para frente a un curso a revisar ciertas materias. Y aunque probablemente estas obras no den ninguna respuesta a los problemas de nuestro sistema educativo, sí iluminan desde un lugar distinto algunas carencias habituales de toda experiencia de aprendizaje.

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