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Música

8 de Enero de 2020

Exiliados del GAM: Los kpopers tras el estallido

Star Candy. Foto: Juan Cruz Giraldo

Este fue un fin de año movido para la comunidad de kpopers chilenos. Durante más de una década se tomaron la zona entre el Parque San Borja y el GAM para juntarse a diario a bailar las coreografías de sus ídolos, comer ramen e intercambiar posters y poleras de sus grupos surcoreanos favoritos, pero tras el estallido social tuvieron que abandonar este punto estratégico, lleno de espejos y espacios amplios, y buscar un nuevo lugar de reunión. Como si fuera poco, el informe de “Big Data” que el Ministerio del interior entregó a la Fiscalía, apuntaba a este grupo como uno de los potenciales desestabilizadores de Chile. Los jóvenes de una comunidad silenciosa que preferían leer manga, antes del activismo y la subversión, aquí levantan su voz y expresan sus demandas sociales.

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Los últimos años han sido clave para que el K-pop (abreviatura del korean pop) se consolide como un fenómeno mundial. En 2018 el grupo BTS, una boy band surcoreana, musicalizó el Mundial de Rusia, uno de los eventos occidentales más populares de nuestra civilización. Después protagonizaron la portada de la revista TIME que los llamó los “líderes de una nueva generación”. En 2019 dieron el discurso como embajadores de la UNICEF en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y como si fuera poco,  se transformaron en el rostro internacional de una línea deportiva de Puma estableciendo el k-style.

BTS en la portada de la revista TIME

Los idols, como son conocidos estos artistas, forman parte del Hallyu. Un término que en español significa “ola coreana” y que en las últimas dos décadas ha sido una política estatal de ese país: Expandirse culturalmente, como si fuera una ola del mar, por el mundo. A mediados de los 90 y principios de los 2000 las agencias empezaron a producir bandas con talentosos músicos y bailarines que el Estado notó y que hoy capitaliza como una estrategia de política exterior. “Soy sujeto y objeto del fenómeno”, dice Constanza Jorquera, investigadora social del centro de estudios coreanos de la Universidad de Santiago. La académica en relaciones internacionales, experta en el noreste de Asia, se ha dedicado a analizar este producto cultural, y al mismo tiempo, se transformó en una consumidora. “Para sociedades como la nuestra, Corea es atractivo en las nuevas generaciones porque tiene el relato del ascenso, el desarrollo económico y la expansión cultural. Muestran un proyecto de vida que se puede emular: The korean dream. El Estado proyecta hacia afuera que es una tierra de ensueño donde todo es posible. La tierra de Oz”, agrega.

Constanza Jorquera. Foto: Juan Cruz Giraldo

Francisca Checal Chung (25) es la primera chilena de su familia. Son todos coreanos. Llegaron hace 30 años al país buscando una sociedad más relajada y menos estresante para trabajar. La estudiante de derecho en la Universidad de Chile forma parte de K-pop match, una plataforma de Canal 13 que se dedica a la difusión de temas relacionados con la cultura coreana. La cuenta en instagram tiene más de 90 mil seguidores y los posteos hablan de los protagonistas de los doramas – las teleseries de ese país que la rompen en Netflix, por ejemplo-, las rutinas de skincare  o cuidado de la piel, que en esa sociedad se transformaron en un símbolo de belleza, y por supuesto, sobre los idols. 

“Son embajadores culturales. Son ejemplos estéticos, morales y de perfección que todos quieren seguir. No tienen muchas relaciones personales públicas o no se vinculan con escándalos de consumos de drogas o alcohol. Se mantienen con un bajo perfil”, dice Fran,  “Los estándares de belleza allá también son muy altos y algunos se someten a cirugías para perfeccionarse. La más común es la operación para armarse un doble párpado, porque muchos asiáticos no tienen ese pliegue y el ojo se ve cansado. Los idols están sometidos también a dietas y a rutinas para mantenerse con cuerpo de idol: o sea, muy delgados. La homosexualidad todavía sigue siendo un tema escandaloso. Allá es aceptado que los hombres se maquillen eso sí. Hay líneas de maquillaje sólo para hombres y eso no se asume como algo femenino. La moda va más allá del género y los idols lo exageran sólo porque son artistas”

Fran cuenta que en su casa sólo se habla en coreano y que, como creció en Santiago, a veces no encaja en ninguna de las dos culturas. “No entro. Choco. Jamás podría haberle dicho ‘tú’ a un adulto, hay una jerarquía, el respeto al mayor es algo muy coreano, pero en mi familia también evito hablar de temas más progres, como debatir sobre minorías sexuales y otras cosas, porque vienen de una sociedad mucho más tradicional. Esos temas son tabú”, dice. 

La joven de 25 años creció con el K-pop. “Mi mamá traía los videos en VHS de los programas de Corea que eran puros conciertos. Por eso, después, no podía entender que hubiera tanto fanático en nuestro país. La barrera del idioma es grande, pero hoy en un restaurant ponte tú, estaba sonando BTS y una chilena al lado se sabía absolutamente todas las letras”, cuenta.  

El director de cine Fernando Guzzoni estuvo durante tres años, entre el 2012 y 2015, siguiendo de cerca la comunidad de kpopers chilenos para la realización de Jesús, una película dramática con tintes de thriller donde su protagonista es un joven fanático de esta música y que baila en un dance cover (grupos que imitan las coreografías de las bandas). “Hoy podría parecer anacrónico el comentario, pero en aquel entonces había poca utilización del espacio público en esta ciudad y estos jóvenes respondían a un perfil de ciertas clases sociales, la mayoría provenía de las comunas más populares, que habían vivido invisibilizadas por el establishment y como contrarrespuesta, de manera orgánica, se reapropiaban de los espacios públicos y usaban los edificios y ventanales como espejo”, reflexiona Guzzoni.


Sobre su apariencia andrógina, no binaria, cree que es una característica que también permeó hacia lo político. “En apariencia parecían desideologizados y su gesto político era un no binarismo, no construcción de género, ni de sexo. Eso me pareció súper revolucionario y me hablaba de una cabeza que no había sido leída y que se abordaba desde un exotismo”, recuerda. 

Fernando les tomaba fotos, los grabó, los vio bailar durante largas jornadas y compartió con ellos. Pero hay un hito que no olvida. Un fin de semana la Alameda se llenó de personas que celebraban las minorías sexuales. Él les preguntó a los chicos por qué no se unían al desfile, porque aunque algunos no se etiquetan y su sexualidad es más fluida, muchos sí pertenecían a las disidencias. “La respuesta fue: ‘¿Para qué?’, ahí había una construcción de identidad que ellos planteaban. No necesitaban marchar porque tenían integrada de manera muy orgánica su sexualidad y no iban a salir a pelear por eso”. 

Durante más de diez años, de manera ininterrumpida, cientos de jóvenes chilenos ocuparon el territorio entre el Parque San Borja y el Centro Cultural Gabriela Mistral para bailar frente a los espejos las coreografías de los grupos coreanos. Imitaron sus cortes de pelo, emulaban sus rasgos orientales con maquillaje y se mantuvieron allí como una comunidad urbana consolidada en el tiempo, intocable. Pero desde el 18 de octubre la Alameda por las tardes se ha convertido en un campo de protesta, por lo que tuvieron que salir de allí y encontrar un nuevo punto de reunión. El frontis de Aguas Andinas, frente al Parque Los Reyes, se transformó en su nueva sala de ensayo. Aunque la mayoría extraña la comodidad de su antigua locación, poco a poco, se han ido acostumbrando. 

TAMBIÉN SOMOS CHILENOS

Camila Fuentes (21) tiene mechas de color celeste en el pelo, un maquillaje de ojos dorado, los labios rojos y se mueve con gracia mientras baila la coreografía de una canción de BlackPink -una girl band que tiene más de 9 millones de oyentes mensuales según Spotify-, vive en Conchalí junto a su familia y hoy no tiene trabajo. Hasta hace casi un mes trabajaba en el Jumbo del Portal la Dehesa haciendo las compras online de sus clientes. “Yo nací para ser obrera”, dice. Cuenta que cuando se difundió el viral donde un gerente de un banco roteaba a unos manifestantes dentro del mall, ella estalló. “Así nos ven. Como el empleado que solo está para servirles. A un compañero lo echaron por defenderse de las agresiones de un viejo cuico y ahí me di cuenta que no quiero trabajar más para ellos. Nunca más”, comenta. Camila dice que ya se sabía de memoria los clientes y sus compras y que eso también la impactó: “En una semana se podían gastar 70 lucas en chocolates y vino. En una pura semana. Mientras que en mi casa mi mamá hace malabares con esa plata para que podamos comer. Es injusto”.


El sueño de Camila es convertirse en maquilladora profesional, pero ella no puede pagar la carrera. Baila desde el 2017 K-pop y casi todos sus amigos más íntimos los conoció en la pista. “Bailar es una distracción, pero también nos juntamos a hablar sobre lo que nos pone tristes, nos enoja del país o nuestros dramas personales. En este momento el K-pop es mi vida. Yo maquillo a otros grupos, a veces me pagan por eso. Entre todos me armaron una maleta con maquillaje. Algo que yo no podría haber hecho sola. Mis amigos me dieron las herramientas y me he desarrollado tanto personalmente, como profesionalmente en el K-pop. Si maquillo a un grupo popular, se corre la voz. Mi vida está aquí”, dice feliz.

Dalila Quezada (20) está estudiando para convertirse en bailarina profesional. Sus compañeros la apuntan como la líder del grupo y ella con mucha personalidad toma la vocería: “Creen que vivimos en una Corea dentro de Chile, pero también nos afecta todo lo que está pasando, ¿Cómo no?”, se cuestiona. Cuenta que durante todo octubre y parte de noviembre no se celebraron eventos: Ni cumpleaños de miembros de las bandas, competencias locales, ni aniversarios de grupos, ni mucho menos Halloween. “Mi papá se rió cuando supo lo del informe. Él me conoce, le gusta que sea fanática del K-pop porque lo encuentra inofensivo y sano. Me dijo: ‘ya no saben a quién culpar de esto’”, recuerda.

Camila Fuentes (21), Dalila Quezada (20) y Fabián Alvarado (18). Foto: Juan Cruz Giraldo

Dalila da instrucciones a un grupo de más de 10 jóvenes entre los 16 y los 20 años, se dan un break de 15 minutos para responder algunas preguntas antes de seguir preparándose para una competencia que tienen el fin de semana. Son tímidos, pero levantan la voz y están totalmente de acuerdo en tres cosas: Todos marchan, quieren una nueva Constitución y creen que el voto debería ser obligatorio

“El voto debe ser obligatorio. La gente tiene que cultivar una conciencia cívica”, dice Camila, mientras juega con sus mechones de pelo azul. “La izquierda cree ser y estar de nuestro lado, pero apenas ven una oportunidad, la toman. Se dejaron llevar por los privilegios. En algún momento nos vieron, pero ahora están ciegos”, remata. El resto de sus compañeros asienten. 

HASTA QUE LA DIGNIDAD SE HAGA COSTUMBRE

Denisse López (23) es técnica en odontología y acaba de perder su trabajo en una empresa de salud. Aunque no está ansiosa, si está frustrada. Su sueño es entrar a estudiar odontología en una universidad, pero siente que es imposible. “No tengo plata, no puedo pagarlo, es una de las carreras más caras, son como siete palos al año. Además cuando he ido a tratar de convalidar lo que ya estudié me desprecian el técnico”, alega.

Mientras tanto, ella evade bailando. Es la líder de Star Candy, un grupo de seis niñas que imitan las coreografías de Red Velvet, una popular banda femenina que debutó en 2014. Las Star Candy fueron pioneras en este nuevo lugar, tuvieron que abandonar el GAM antes del estallido porque no tenían espacio para ensayar. Extrañan las comodidades de ese sector, como los baños del centro cultural que siempre estaban abiertos. Sin embargo, ahora se instalan frente a los espejos de la fachada de Aguas Andinas y cruzan la calle para ir al baño adentro de un café. 


“Nunca había ido a votar porque no sentía que alguien me representara. No me gusta la política, pero con todo esto que ha pasado y con el aburrimiento de la gente, algo hay que hacer para que cambie. No habrá alguien que nos represente totalmente, pero votar es una herramienta para generar cambios. Hasta que la dignidad se haga costumbre”, dice esperanzada.

La estudiante de turismo Constanza Gómez (19) se ríe del informe de Big data. Distingue que esto no se trata de fanáticos del K-pop, sino de un Chile cansado. “Mi abuelita tuvo un accidente de cadera y no teníamos cómo pagar un privado para que la operaran. Estuvo en el Hospital Barros Luco esperando cuatro meses. La metieron como cinco veces al pabellón y nunca la operaron. Al final estar en el hospital, siendo viejita, viendo a otras personas enfermas, le afectaba más que estar en casa”, cuenta la joven.

Star Candy: Josefa Beltrán (18), Mailen Jorquera (19), Isidora Mardones (20), Constanza Gómez (19) y Denisse López (23). Foto: Juan Cruz Giraldo

“Mi mamá es profesora en la zona sur de Santiago y ve una realidad súper dolorosa”, agrega Josefa Beltrán (18), cantante del grupo, que aunque no sabe coreano, encuentra los fonemas y se los aprende. “No le pagaron muchos días porque no iban alumnos. Y ahí se evidenció la pobreza y soledad que muchos menores viven en su casa, porque sólo iban a buscar la Junaeb y el almuerzo. Mi mamá llegaba contando que mientras se escuchaban balazos afuera, adentro treinta niños comían porque nadie les cocinaba en la casa”, relata.

Ensayos de Star Candy. Foto: Juan Cruz Giraldo

VIVIR EN LA ZONA CERO

Los viernes por la noche, después de las manifestaciones, el sector de Plaza Italia es sombrío. El humo de las barricadas que se encendieron por las tardes, permanece en el lugar como una bruma y se combina con los gases lacrimógenos. Vicuña Mackenna está lleno de restos de piedras que apenas se distinguen en la oscuridad, porque no hay ninguna luz del alumbrado público funcionando. Pocas personas transitan la zona y es muy silencioso. Un escenario de la postguerra.

Antonia Pastene (18) observa todo esto desde su ventana. Dice que esta imagen no es sólo los viernes, sino que casi todos los días. Que ella y su familia ya se acostumbraron al caos y el desorden, y que a pesar de que su vida cotidiana está completamente alterada, ella apoya las demandas. La estudiante del colegio técnico profesional Achiga Comeduc es la primera en irse de los ensayos de baile, intenta llegar temprano a su casa, antes que comiencen los enfrentamientos entre Carabineros y la primera línea. A veces no tiene suerte y entra corriendo por los estacionamientos, esquivando piedrazos.

Bigas: Antonia Pastene, Rocío Castillo, Kristhy Loaiza y Francisca Navarrete. Foto: Juan Cruz Giraldo.

“Mi familia está en contra de todo lo que está pasando. Yo los entiendo, porque acá cambió todo muy fuerte. Pero era necesario que esto pasara. Las marchas estudiantiles, ni las de género, ni las de minorías sexuales se tomaron en cuenta. No nos vieron hasta ahora”, dice. La joven agrega: “esto lo comenzaron los estudiantes porque no tienen miedo. Han tenido que crecer con rabia viendo cómo sus papás se han tenido que conformar con cualquier cosa” analiza Antonia. 

Ahora que está de vacaciones, la joven se junta dos veces a la semana para bailar junto a sus amigas. Con ellas no sólo hablan de cosas de adolescentes, sino que discuten sobre lo que pasa hoy en Chile.

Recordando estas conversaciones, Antonia hace una reflexión final sobre la crisis con un ejemplo familiar: “Necesitamos cambios. Mi mamá tiene una psoriasis avanzada y el remedio cuesta 100 mil pesos. No tenemos a veces con qué pagarlo. Ni tampoco se puede atender en las clínicas donde están los especialistas en su caso. A veces se inflama, le da fiebre, le duele, pero no podemos hacer nada. Solo esperar. Esto no es digno”.

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