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Reportajes

1 de Abril de 2022

“Se arman grietas, y aparece Godzilla”: Las reflexiones de María José Ferrada sobre su libro “Diario de Japón”

Patricio Vera

Ha sido premiada por sus libros infantiles y sus novelas. En su nuevo libro, “Diario de Japón”, se sumerge en el viaje en que ha estado por décadas: leyendo, tomando apuntes y mirando a ese país remoto. De la mano de Kawabata, de Mishima, de Yoshimoto. “(La japonesa) me parece un tipo de literatura tan cercana a la vida. No como nos gustaría que fueran las cosas, sino como las cosas son”, dice en esta entrevista.

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Todo empezó con un montoncito de libros regalados. María José Ferrada tenía entonces 16 años. Frente a ella, Enrique -un señor mayor, muy culto, amigo de su familia- le entregaba el conjunto de textos que había elegido para ella, todos japoneses: “Confesiones de una máscara”, “Lo bello y lo triste”, “Sendas de la montaña”, “El hombre caja” y el segundo tomo de “Genji Monogatari”. Para él, era parte del ejercicio de vaciar su nutrida biblioteca. Para la adolescente, el inicio del viaje a un universo que nunca más abandonaría.

A casi 30 años de esa historia, María José Ferrada -escritora premiada y conocida por sus textos infantiles y dos novelas- acaba de publicar “Diario de Japón”. Que comienza, justamente, con la escena de un hombre que regala libros y de una chica que los recibe, mientras toman té. Porque ahí está el origen de todo. Porque ahí para la autora se abrió irresistible la literatura japonesa y, a partir de eso, todo lo demás: los viajes a ese país lejano, el estudio de uno de sus textos clásicos, las amistades, la cultura oriental y los muchos apuntes de esa experiencia inesperada que desde ahora están reunidos en este libro publicado por Seix Barral.

La escritora María José Ferrada. Crédito: Mónica Molina.

Si existe una columna vertebral en “El Diario de Japón”, es la reflexión sobre el libro “Genji Monogatari”, escrito por Murasaki Shikibu hace mil años a partir de los relatos que ella le hacía a una princesa de la corte Heian. Durante diez siglos, ha tenido inagotables lecturas; incluida la de María José Ferrada como investigación para una tesis académica. Pero es más que eso también. Ese texto antiguo es a la vez una excusa para que la escritora chilena nos deje asomarnos a su Japón propio.

A casi 30 años de esa historia, María José Ferrada -escritora premiada y conocida por sus textos infantiles y dos novelas- acaba de publicar “Diario de Japón”. Que comienza, justamente, con la escena de un hombre que regala libros y de una chica que los recibe, mientras toman té. Porque ahí está el origen de todo.

Instalada recién por unos meses en Alemania -por trabajo con colegios en Berlín y luego por una beca que la tendrá leyendo cuentos infantiles latinoamericanos en Münich-, María José Ferrada conversa con The Clinic sobre su travesía al alma japonesa que, de alguna forma, terminó mezclada con la suya.

-La semilla de tu acercamiento al mundo japonés fue entonces en Temuco, con el regalo de Enrique, a quien le dedicas “Diario de Japón”.

-Sí. Fue a principios de los 90, y no es que yo hubiera tenido acceso a libros japoneses. Nada. Ni siquiera debo haber sabido que existían los haikus. Mi primer contacto fue con ese primer montón de libros que él eligió para mí.

-¿Qué viste, qué encontraste, qué sentiste?

-El primero de esos libros que leí fue no sé si fue el de Mishima (“Confesiones de una máscara”) o el de Kawabata (“Lo bello y lo triste”). El de Kawabata me llamó mucho la atención, tenía como un ritmo muy plano, no había clímax. Eso me encantó, nunca me había enfrentado a algo así. Me impactó también el de Mishima, me pareció que por primera vez algo que era chocante lograba armar una estética que sólo funcionaba dentro de la novela y de manera bella. Eso me movió de mis propios conceptos. Me hizo pensar que lo bello o lo horroroso para mí tal vez en otro lugar no lo eran de la misma forma.

Yasunari Kawabata.

-¿Qué de esa primera impresión -más allá de los viajes y lecturas que luego fuiste acumulando- se ha mantenido en el tiempo?

-Me gusta cómo los japoneses, sin hacerlo de manera teórica, reflexionan en torno al tiempo y como puede ser elástico. Japón es súper moderno, sí, pero también es súper clásico, porque se van traslapando los tiempos y van conviviendo. Las novelas japonesas, sobre todo las de Kawabata, hacen eso y al final van formando tiempos medio fantasmales… También vas tomando conciencia de lo pequeño que es tu tiempo y de lo inmenso que puede ser: te puedes quedar en un solo momento por mucho tiempo. Es como si tomaran un trocito de tiempo, de una vida, y ese pedazo lo cuentan. Es un fragmento, pero como dice Kawabata: en ese fragmento está todo.

“Me impactó también el (libro) de Mishima, me pareció que por primera vez algo que era chocante lograba armar una estética que sólo funcionaba dentro de la novela y de manera bella. Eso me movió de mis propios conceptos. Me hizo pensar que lo bello o lo horroroso para mí tal vez en otro lugar no lo eran de la misma forma”.

-Son tiempos, además, que nunca se resuelven completamente.

-También eso me gusta, que las cosas no se resuelven. Se parece mucho a la vida. Por eso me parece un tipo de literatura tan cercana a la vida. No como nos gustaría que fueran las cosas, sino como las cosas son.

-Has ido cuatro veces a Japón. Sin embargo, en el libro dices: “Para mí Tokio siempre es invierno y cae una especie de granizo”. ¿Por qué?

-Es una observación metereológica. Tres veces que fui, era invierno allá. Recuerdo que la primera vez que llegué a Tokio estaba nevando, con esa nieve como que se desarma. Me impresionó tanto que me recibiera esa nieve. Además era un poco tarde, estaban ya los neones de las calles medio encendidos, todo como muy sobrecogedor.

-Primavera y otoño son estaciones hermosas en Japón. ¿No te gustaría ver Tokio así?, ¿o prefieres quedarte con esa postal más melancólica?

-Me gustaría ir en otras estaciones, pero es que yo no he elegido tanto la época, mis viajes han sido por estudio, por trabajo.

-Te lo pregunto porque las estaciones son tan definitorias en Japón: es un país distinto en cada una de ellas; por su relación con la naturaleza y cómo la celebran en los parques, al lado de los ríos, en festivales.

-Sí, claro. Y un lugar que me encantaría conocer es Hokkaido (la isla más septentrional de Japón). Hasta allá llegan los hielos de Rusia.

“Recuerdo que la primera vez que llegué a Tokio estaba nevando, con esa nieve como que se desarma. Me impresionó tanto que me recibiera esa nieve. Además era un poco tarde, estaban ya los neones de las calles medio encendidos, todo como muy sobrecogedor“.

-Es un Japón más rural.

-Claro, y están los ainus (grupo indígena de la zona). Recuerdo que fui a un museo y vi unos telares de los ainus, y las grecas se parecían mucho a las mapuches.

Shikibu, Kawabata, Yoshimoto

-Tu “Diario de Japón” es bastante personal. ¿Por qué publicarlo ahora? Eran apuntes de hace muchos años…

-Tuvo que ver con la pandemia. Tenía estas cosas desordenadas hace mucho tiempo, entre libretas, la tesis de “Genji Monogatari”, anotaciones, pero nunca había tenido la calma para reunirlas. Tampoco el estado de ánimo, pero con la pandemia necesité ocuparme de algo porque estaba muy intranquila. Algo que me diera gusto. Y volver a leer esos apuntes y volver a recordar, me lo daba. También me centró, me sacó un poco de la realidad y me acercó a lo que decía Kenzaburo Oe: que el sufrimiento no sólo es hoy, sino que es condición humana. Ha pasado en otras latitudes, en otros tiempos, es una condición con la cual convivimos. Entonces me tranquilizó volver a eso y escribirlo. Fue una escritura muy placentera. Y no es que fuera escribiendo muerta de la risa, porque escribía sobre la muerte de mi abuela, de Enrique, de los niños que cuidaba en Barcelona, de mis crisis de angustia. Pero eran parte de mí también, y me reconcilié al verlo ahí.

-Además fue como volver a viajar, que en esos primeros tiempos de pandemia estaba casi proscrito.

-Sí, y fue también como una reconciliación con la tristeza, con que el viaje no tiene por qué ser siempre un momento feliz.

“Tenía estas cosas desordenadas hace mucho tiempo, entre libretas, la tesis de “Genji Monogatari”, anotaciones, pero nunca había tenido la calma para reunirlas. Tampoco el estado de ánimo, pero con la pandemia necesité ocuparme de algo porque estaba muy intranquila. Algo que me diera gusto”.

-Citas a muchos autores y libros. Se nota harta lectura, es casi una guía para navegar la literatura japonesa…

-Son como 30 años de lecturas. Enrique me regaló los libros a los 16 años. Hoy tengo 45.

-¿Cuánto de tu lectura habitual es de libros japoneses?

-Ocupan siempre y todavía un espacio importante. En los primeros años eran difíciles de encontrar, había alguna biblioteca que tenía, en San Diego encontraba de esos ejemplares de Seix Barral, con tapa blanca y hojas de papel roneo; pero no era como ahora. Cambió mucho la cosa. Entonces tengo harto para leer.

-¿Algún autor fundamental para ti?

-Sí, dos. La Murasaki Shikibu, la de “Genji Monogatari”, porque estuve mucho tiempo leyéndola, por la tesis, pero también pensando en lo que había significado este manuscrito, que empieza a vivir solo tan independiente de la vida de su autora. Y Kawabata, que me encanta.

María José hace una pausa. Piensa, de seguro, en los libros que le han gustado. Luego continúa: “También Banana Yoshimoto es súper interesante, porque tiene esta escritura más de niña. Eso es una cosa que se ataca en su escritura, que es infantilizada, que no profundiza, que se queda en la superficie de las cosas; pero hay toda una parte de lo japonés que es así. A mí eso me interesa mucho, porque veo en esa infantilización una renuncia a lo que ofrece el mundo adulto”.

“También Banana Yoshimoto es súper interesante, porque tiene esta escritura más de niña. Eso es una cosa que se ataca en su escritura, que es infantilizada, que no profundiza, que se queda en la superficie de las cosas; pero hay toda una parte de lo japonés que es así”.

-Sí. Uno se pasea por Tokio y está lleno de chicas disfrazadas de personajes de manga. O están esos jóvenes que se exilian en sus piezas, convertidos en niños para siempre…

-No crecer… Hay una teoría, no sé si será verdad, que asocia la muerte simbólica del emperador después de la Segunda Guerra Mundial como si fuera la muerte del padre. Entonces de ahí en adelante hay un miedo a crecer y muchos niños huérfanos y solos en las historias japonesas. Aparece mucho en el cine de Koreeda, en las animaciones, en Takeshi Kitano. Hay una cosa como de desamparo. Banana Yoshimoto incluso escribe con los caracteres que usan los niños.

Mujokan

-En tu libro hablas de la fugacidad, concepto del cual los japoneses son muy conscientes… Nada ni nadie escapa de eso. ¿Qué te provoca a ti?

-Pienso mucho en eso; y ese pensamiento me tranquiliza. Me saca de mi tiempo; ¿qué puede ser tan importante si en un momento me voy a morir? A veces uno se entrampa en cosas muy pequeñas, del momento, que a un libro le vaya bien… pero en realidad me voy a morir y no me voy a enterar.

-O qué sentido tiene planificar tanto, tener la obsesión del futuro. La fugacidad te recuerda el presente.

-Claro. Está esa idea más budista de que lo único seguro es que las cosas cambien. Si piensas así, entonces este desbarajuste de planes que ahora vivimos con la pandemia no te pilla tan desprevenido. Obvio que a mí la pandemia me hizo sufrir igual: no pude ver un tiempo a mis padres, hubo gente cercana que sufrió porque perdieron a alguien, o el miedo que uno tenía al contagio. Que también es muy japonés: el miedo a la contaminación. Eso no existía en mi radar y lo experimenté; finalmente es el miedo a morirse. Pero ésa es la única posibilidad que ha habido siempre.

-Los japoneses tienen incluso un término: mujokan, el sentimiento profundo de impermanencia de las cosas.

-Sí. Eso es importante, porque cualquier tipo de seguridad sería una ilusión, y lo mejor es irlas rompiendo a medida que aparecen. Aprender que la inseguridad está bien, que puede ser un motor de trabajo, de búsqueda.

“Obvio que a mí la pandemia me hizo sufrir igual: no pude ver un tiempo a mis padres, hubo gente cercana que sufrió porque perdieron a alguien, o el miedo que uno tenía al contagio. Que también es muy japonés: el miedo a la contaminación. Eso no existía en mi radar y lo experimenté”.

-Hablamos de la fugacidad y pienso en la floración de los cerezos, en la celebración de observarlos. Que no es más que ser espectador de una bella y dramática fugacidad: de la vida y la muerte de una flor en apenas unos días…

-Claro. Acompañan todo el ciclo hasta la muerte de la flor. Y lo van siguiendo en el tiempo, de sur a norte. Empieza en Okinawa y va subiendo.

Sakura: la floración de los cerezos en Japón.

-Adecuándose al ritmo de la naturaleza, respetuosos de él.

-Sí, esa conciencia de que uno no está separado del ciclo natural. Creo que igual la gente del sur de Chile, que tiene huertas, tiene esa conciencia. Por más que te enojes, no va a llover. Estás a merced de eso, pero sí puedes lograr una relación colaborativa con la naturaleza. Cuidas tu huerta, y si no llueve, la riegas; y como agradecimiento ésta te da los tomates. Es una relación muy cordial.

Haikus

-Pienso también en los haikus. Poemas brevísimos, fugaces, pero que encierran un universo. ¿Cómo lo ves tú?

-En el haiku también pasa que uno ve la cantidad de años de observación, de aprendizaje, del tratamiento y captura de la imagen que tienen los japoneses. Nosotros estamos más acostumbrados al discurso, en la literatura por ejemplo nos gusta la abstracción; pero si ves una novela de Kawabata es pura imagen, los diálogos y todo están en torno a que la imagen sea muy nítida. El poder que tiene ese ojo para capturar tiene más de mil años y se nota. No sólo en los escritores, sino también en la gente que no hace de capturar la imagen su trabajo.

-En el libro cuentas una visita tuya a un jardín infantil de Fukushima, post desastre nuclear. Te sentías nerviosa y lo tratas de disimular. Pero escribes: “A los japoneses no logro engañarlos. Demasiados siglos de observación y lectura de gestos”.

-Eso fue así.

En el libro, ella cuenta con detalle esa escena. Fue en su tercer viaje a Japón. A los niños les leyó cuentos, los hizo dibujar. Pero la escritora no podía sacarse de la cabeza el terremoto de marzo de 2011, el más grande de Japón, que luego derivó en un desastre nuclear ahí en Fukushima. Más tarde vio a los chicos almorzar, y cómo todos los alimentos habían pasado previamente por mediciones para descartar radiación. Lo mismo pasó una hora más tarde con su propia comida -kaisendon, ishikari nabe, jingisukan- en un restaurante. La rodeaban las profesoras de la escuela, quienes le agradecían insistentemente la visita, entre lágrimas. Las de María José no tardaron en caer también.

“Nosotros estamos más acostumbrados al discurso, en la literatura por ejemplo nos gusta la abstracción; pero si ves una novela de Kawabata es pura imagen, los diálogos y todo están en torno a que la imagen sea muy nítida. El poder que tiene ese ojo para capturar tiene más de mil años y se nota”.

-Bueno, pero hablábamos de haikus.

-Sí. Los haikus son imágenes que resuenan en el otro. Uno cabe en esa imagen, encuentras lugar ahí.

-Aunque lo haya escrito un monje caminante en el siglo XVI, ¿no?

-Claro, y eso es lo bonito, porque cuando el monje lo escribió, se eliminó a sí mismo. Que es todo lo contrario a nuestra poesía, donde está el yo tan presente. En cambio, aquí el trabajo es que ese yo se elimine; y cuando se elimina, queda una imagen espejo que cuando la lee alguien siglos después, también se ve.

-Citas un haiku de Basho: “Caminamos / por el infierno / mirando las flores”. Lo leí por primera vez en un prólogo de un libro de Kawabata. Yo venía saliendo de un Covid grave, tratando justamente de pensar cómo hasta en lo más adverso hay alguna luz amable…

-Sí, puedes encontrar un rayo de luz incluso en lo más adverso; y al revés también. Porque es de ida y vuelta. Y ese prólogo que dices, lo escribí yo.

-Oh. ¿En serio?

-Sí. Basho me gusta. Soy bien lectora de haikus, y en los talleres con los niños hago mucho haiku. Uno como adulto piensa que tienen una trampa, que no puede ser que sea sólo observar y escribir, pero los niños no están pensando así… para ellos la explicación es que es una foto con palabras. Y lo hacen, y lo leen. Obviamente nos saltamos todas las reglas, para que sea de fácil ejecución, un haiku a la chilena.

“En cambio, aquí (en un haiku) el trabajo es que ese yo se elimine; y cuando se elimina, queda una imagen espejo que cuando la lee alguien siglos después, también se ve.”

Hiroshima

-Tu libro aborda el tiempo, y consignas una imagen tremenda: los relojes detenidos para siempre en Hiroshima justo en el momento de la explosión atómica, a las 8.15 de la mañana.

-Qué fuerte eso. Es lo que te digo de la imagen. Tú puedes leer un tratado de Hiroshima, que te explique lo que significó, pero ves ese reloj en el museo y ahí está todo.

-Un tiempo detenido hace 77 años, pero que no pasó y que aún existe en el presente. ¿Cómo entender eso?

-Lo dice Kawabata, que uno habita muchos tiempos. Y que los tiempos impactan distinto en cada individuo. A mí me impactó mucho esa parte del museo donde están los objetos. La lonchera, una silla…

Hiroshima.

-Esas botellas derretidas por la onda atómica…

-Sí, era impresionante: todo lo demás no era nada. En esa parte hasta me marié. Y el árbol del final. A pesar de todo, ese árbol sobrevivió. Los japoneses saben también apretar las teclas dramáticas. En ese museo había una narrativa que partía con la cosa geopolítica, poco mas fría, pero después viene el impacto de las pieles, los objetos, las fotos y al final el árbol. Y por suerte estaba el árbol, como diciendo que la vida sigue… Hay gente que le molesta que uno diga eso, pero es la naturaleza la que está diciendo eso: ese árbol estaba ahí, no es algo que el ser humano esté inventando. Es la cosa del tiempo: hay cosas que se van a quedar encapsuladas, como ese reloj, y que conviven con el tiempo del árbol.

“Lo dice Kawabata, que uno habita muchos tiempos. Y que los tiempos impactan distinto en cada individuo. A mí me impactó mucho esa parte del museo donde están los objetos. La lonchera, una silla…”

Godzilla

-En tu diario hablas de la nobleza del fracaso. Te lo decía Enrique, pero también suena muy japonés, ¿cierto?

-Es que él era muy japonés. Muy lector de chinos y de japoneses. Tenía su vida inspirada en eso. La nobleza del fracaso, claro, es algo muy japonés. Esos personajes derrotados hay muchos en la literatura japonesa; y me gusta también mucho por eso. Me pareció que todos los personajes eran como personajes secundarios, y todavía lo leo en las novelas contemporáneas japonesas. Personajes muy corrientes, que no viven una gran aventura, que el gran viaje puede ser a una caja del supermercado. Y a fuerza de mirar lo corriente, encontrar ahí la belleza y el horror; me encanta.

-Cuando leí eso -la nobleza del fracaso-, pensé en el harakiri. En esos ritos para acciones que, desde otra mirada, son castigadas.

-Sí. Hay un respeto.

-Se restituye de alguna manera la dignidad perdida, me explicaron. Y en una ceremonia.

-Sí. Y bueno, los samuráis también hacen haikus y la ceremonia del té. Porque deben estar suficientemente alerta para detectar el momento en que se deben suicidar o matar a otro. Son momentos en que no puedes estar pensando en otra cosa, no pueden equivocarse. Deben estar pensando sólo en eso. Y el haiku o la ceremonia del té son artes que requieren atención total; al lugar, al momento, a los objetos. De nuevo: es pura observación. Es una cultura de la observación.

“La nobleza del fracaso, claro, es algo muy japonés. Esos personajes derrotados hay muchos en la literatura japonesa; y me gusta también mucho por eso”.

-También es una cultura de ciudadanos contenidos, medidos, pero que por dentro pueden albergar una explosión. Tú mencionas el atentado con gas sarín en el metro de Tokio. Murakami tiene un libro sobre eso, “Underground”.

-Sí, ése es un tremendo libro. La cosa acumulativa que generan esos testimonios, que siempre te están llevando al principio, a nivel de estructura es muy fuerte. Y va explicando que los que hicieron ese atentado no era gente loca; era gente muy normal, de universidades.

Un toori marca la puerta de entrada a un santuario japonés.

Nuevamente María José hace una pausa. Ordena las ideas. Y sigue: “Los ríos, pese a tener un cauce, a veces se salen. Hay sociedades que tienen momentos donde se permite la locura… pienso en Mishima que tanto se fascinó en el Carnaval de Río. Pero hay otras sociedades donde esos momentos no se tienen… y se buscan otras salidas”.

-Si una cultura no acepta fisuras; éstas se abren paso por su cuenta y con magnitudes inmanejables,

-Y se arman grietas; y sale Godzilla (se ríe).

“Hay sociedades que tienen momentos donde se permite la locura… pienso en Mishima que tanto se fascinó en el Carnaval de Río. Pero hay otras sociedades donde esos momentos no se tienen… y se buscan otras salidas”.

-Una última cosa. Cada capítulo del libro comienza con la imagen de un toori, que es la puerta de entrada a los santuarios japoneses. ¿Fue una decisión sólo estética o hay algo más?

-Fue idea del editor. Pero fue divertido. Esta colección de Seix Barral, con esta tapa blanca, tiene una línea arriba en las páginas. Él había puesto el toori bajo la línea, yo le dije que por ningún motivo, porque le estábamos poniendo un techo al toori; y eso es muy malo. Así que salió la línea y quedó el toori.

Le digo que así debe ser porque el toori es casi sagrado, marca el ingreso a lo espiritual y hay que tratarlo con respeto. María José Ferrada asiente. Y poco después, al momento de la despedida, junta sus manos y hace una discreta reverencia. Con la misma solemnidad que, imagino, recibió sus libros japoneses hace tres décadas.

DIARIO DE JAPÓN
Autora: María José Ferrada
Sello: Seix Barral
Páginas: 196 
Precio: $14.900 


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