Opinión
8 de Abril de 2022Constitución y poder errar
Con independencia de las inclinaciones privadas que cada cual considere, ninguno -ni los “apruebo-en-todos-los-casos”, ni los “rechazo-en-todos-los-casos”- propone opciones razonables. Me perdonarán tantas comillas y guiones, pero a veces, la teatralidad del lenguaje expresa más por impactante que por leído.
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El proceso constituyente vive nuevamente momentos altamente polarizados. Apenas ha comenzado abril, y ya circulan columnas de opinión y mensajes por las diversas RRSS, que intentan viralizar mensajes y consignas, en una suerte de pre-campaña en defensa o rechazo de la propuesta a ser plebiscitada en septiembre.
Hacia la izquierda, consignan unos #apruebodesalida; otros, en su mayoría de derecha, aunque no exclusivamente, comparten #rechazodesalida2022 o, con un tono despectivo, típico del sector, señala #rechazoelmamarracho. A estas alturas, ninguna de estas contrariedades es novedosa; pero no por ello debería pasar desapercibida o no inquietarnos.
Hacia la izquierda, consignan unos #apruebodesalida; otros, en su mayoría de derecha, aunque no exclusivamente, comparten #rechazodesalida2022 o, con un tono despectivo, típico del sector, señala #rechazoelmamarracho.
Porque, aunque sería francamente inocente esperar que la redacción de la nueva Carta Magna contara ya con una mayoría articulada en torno a consensos, coincidencias o, apelando a un nuevo carácter virtuoso, atentos en profesar valores como la prudencia o el “justo medio”, deberían quizás, a lo menos, poder cada uno reconocer que, en estos como en tantos otros temas, no hay una versión verdadera y otra falsa; o una correcta y la otra errada -ni en política, ni en ámbito alguno.
Con independencia de las inclinaciones privadas que cada cual considere -tú, usted(es), él, ella, nosotros, ustedes, y yo misma-, ninguno; ni los “apruebo-en-todos-los-casos”, ni los “rechazo-en-todos-los-casos”, proponen opciones razonables. Me perdonarán tantas comillas y guiones, pero a veces, la teatralidad del lenguaje expresa más por impactante que por leído.
Tanto un Apruebo como un Rechazo, incondicionados, defendidos a priori, a cinco meses de ver la propuesta por parte de la Convención Constituyente, invitan a una defensa dogmática, a la vez que, quizás más grave aún, disfrazan de convicción política o verdad histórica una vanidad irresponsable.
O ¿no les parece de un narcisismo recalcitrante que unos y otros puedan “aconsejarnos”, cual visionarios sacerdotales, sobre lo que debemos hacer? ¿Antes de que el tiempo devenga en historia? ¿Es posible que tengan acceso privilegiado a una “verdad” futura? ¿Serán los preferidos de alguna divinidad que les susurra el futuro mientras duermen?
Tanto un Apruebo como un Rechazo, incondicionados, defendidos a priori, a cinco meses de ver la propuesta por parte de la Convención Constituyente, invitan a una defensa dogmática, a la vez que, quizás más grave aún, disfrazan de convicción política o verdad histórica una vanidad irresponsable.
En el mundo, uno atiborrado de posibilidades, como nos advierte David Hume, hasta un milagro es posible. Pero lo posible no es de inmediato probable; lo probable tampoco hecho.
Siendo esto así, más que dedicar el tiempo en defensas dogmáticas –pro o contra la nueva Carta Magna-, antes de alimentar miedos (vivos, como lo están, los simpatizantes de Kast) de ofrecer defensas apuradas que, en vez de asustar, adornan los fantasmas, podríamos dar un paso atrás: a recordar el rol histórico que tiene el proceso constituyente.
Ni su genealogía, ni su resultado, son los antecedentes que deberían rondar más vivos que nunca en nuestras cabezas. Se trata más bien de defender el legítimo derecho que tenemos, en una democracia, no sólo a autodeterminarnos de la mejor y más mancomunada forma posible –sino también de, incluso, poder hasta errar en ello.
Porque de todas las tareas que tiene esta Carta Magna nueva, de todas las ilusiones, temores, conflictos, deudas, desafíos y esfuerzos que la constituyen, una es máxima e intransable: darle fin institucional y democrático a una Constitución que nos rige desde la dictadura. Una que no fue y jamás fue válida por no contar con la ratificación de la ciudadanía.
Porque de todas las tareas que tiene esta Carta Magna nueva, de todas las ilusiones, temores, conflictos, deudas, desafíos y esfuerzos que la constituyen, una es máxima e intransable: darle fin institucional y democrático, a una Constitución que nos rige desde la dictadura. Una que no fue y jamás fue válida por no contar con la ratificación de la ciudadanía.
Entonces, en vez de atrincherarnos de nuevo con una u otra; de repetir errores de separar el mundo entre “buenos” y “malos”, nos conviene la mirada pragmática, soberana, que exige que su voz – y su derecho a ensayar, experimentar y creer en un país distinto, incluso a costa de la tan humana imperfección-, sea defendido.
No importa ser de derecha(s) o izquierda(s), de entre medio o un poco medio, de banderas coloridas, enlutadas o más bien pálidas: se trata de poder llegar al fin, a la mayoría de edad y dejar de ser tratados todos y todas, como infantes.
*Diana Aurenque es filósofa. Directora del Departamento de Filosofía, USACH.
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