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Opinión

20 de Abril de 2022
La imagen muestra al autorde la columna frente a una constitución
La imagen muestra al autorde la columna frente a una constitución

La (nueva) constitución como punto de partida

La Constitución como punto de partida o actividad promueve un proceso político continuo, y sugiere y requiere que los ciudadanos y sus representantes han de tener siempre la capacidad de discutir y reconstruir el pacto, lo que es posible a través de la reforma constitucional.

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El convencional Patricio Fernández nos ha invitado a pensar la nueva Constitución como un punto de partida. Y tiene toda la razón: lo es. En efecto, en una columna reciente sostuvo: “Yo espero que no sea un libro escrito en piedra (aún no se fijan sus mecanismos de reforma), sino la primera versión, el punto de partida de una transformación modernizadora que, en los años venideros, requerirá de ajustes, correcciones, precisiones…”.

Los constitucionalistas estamos algo obsesionados con mirar el proceso constituyente actual (también el de Bachelet) y la labor de la Convención Constitucional, apelando a categorías conceptuales como las de poder constituyente originario, política constitucional, momentos constitucionales, etc., dando cuenta del carácter excepcional, solemne, histórico, único del debate constituyente.  Nuestro diccionario está repleto de referencias a la constitución como “rígida”, “arraigada”, “enclaustrada”, “ley suprema”, “ley superior”, etc. Hablamos de constituciones destinadas a durar 50, 100 años. Ello se vincula al ideal revolucionario que subyace a todo proceso constituyente: desde el siglo XVIII, las revoluciones exitosas han llevado al establecimiento de constituciones escritas que incorporan los logros sustantivos de dicha revolución. A lo anterior se suma la idea que redactar una nueva constitución es en sí misma una oportunidad para el cambio social radical.

A pesar de los diversos procesos constituyentes basados en reemplazos constitucionales en democracia (como es el nuestro) y sus peculiaridades (pluralismo, potestades limitadas a la redacción de un texto y nada más, continuidad legal, múltiples etapas con diferentes actores, etc.) y los nuevos paradigmas teóricos para pensarlos de otro modo (como el post-soberano de Arato, en que ninguno de los actores participantes puede reclamar para sí la soberanía (popular), el viejo diccionario sigue fuertemente arraigado.

Así, la Constitución es pensada desde el origen, como un punto de referencia definitivo a partir del cual se le sitúa: como instrumento escrito, es el producto de un momento, un evento; no una historia. Pero la verdad es que la constitución no es un proyecto acabado o una etapa final. Muy por el contrario, es una actividad o un punto de partida. Es por lo anterior, que la constitución debe permanecer abierta, de manera continua, a la renegociación democrática. Ello implica, entonces, reconceptualizar el momento constituyente desde un momento de transformación revolucionario, un proyecto terminado, una etapa final, hacia considerarlo, más bien, como una etapa más dentro de un largo proceso evolutivo del autogobierno de nuestra comunidad política.

Los constitucionalistas estamos algo obsesionados con mirar el proceso constituyente actual (también el de Bachelet) y la labor de la Convención Constitucional, apelando a categorías conceptuales como las de poder constituyente originario, política constitucional, momentos constitucionales, etc., dando cuenta del carácter excepcional, solemne, histórico, único del debate constituyente.  Nuestro diccionario está repleto de referencias a la constitución como “rígida”, “arraigada”, “enclaustrada”, “ley suprema”, “ley superior”, etc. Hablamos de constituciones destinadas a durar 50, 100 años.

Un punto de partida como propone Patricio Fernández.

Las consecuencias y lecciones que subyacen a esta idea son varias. Se me ocurren al menos tres.

En primer lugar, la Constitución como punto de partida o actividad promueve un proceso político continuo, y sugiere y requiere que los ciudadanos y sus representantes han de tener siempre la capacidad de discutir y reconstruir el pacto, lo que es posible a través de la reforma constitucional. Y es que muchos de los elementos y supuestos constitutivos de los acuerdos de la comunidad política en un momento dado –por ejemplo, los propuestos por la Convención Constitucional y eventualmente ratificados por una mayoría ciudadana el 4 de septiembre de 2022-, se irán modificando en el tiempo, conforme los desafíos, ideales, preocupaciones y nuevos compromisos de nuestra comunidad lo vayan haciendo. Si hoy nuestros desafíos como generación se asocian a un compromiso más exigente con la autonomía y la dignidad humana, garantizar condiciones mínimas materiales para el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales (mediante la cláusula de Estado Social y los derechos sociales), la plurinacionalidad e interculturalidad, la democracia paritaria, el cambio climático y un desarrollo sustentable, en una o dos décadas más, podrían ser la profundización de uno o más de estos compromisos, otros nuevos, o una combinación de ambos.

En segundo lugar, una Constitución no busca resolver de una vez y para siempre el conflicto entre las diversas visiones de sociedad que tenemos al interior de nuestra comunidad política, petrificando sólo una de ellas en el texto constitucional. Lejos de ser un arma en la permanente lucha ideológica, una Constitución debe ser sólo el piso mínimo compartido entre todas las visiones en disputa. Hacer lo contrario en este proceso constituyente implicará repetir los mismos errores del pasado y dotarnos de una carta fundamental con los mismos vicios que la actual. En efecto, la constitución solo puede cumplir su rol legitimador si no obstaculiza o bloquea el flujo de la deliberación de la política ordinaria; allí donde las constituciones aparecen como un obstáculo al proceso político, no es precisamente éste el que se detiene ante ellas, sino las propias cartas fundamentales ven mermadas su normatividad. Por lo demás, la constitución se desnaturaliza: de intentar dar el marco para el desarrollo del proceso político, excluyendo del mismo las cuestiones fundamentales (que por lo mismo están en la constitución), ahora ella se transforma en el único nivel en que se debe y puede dar la contienda política relevante. No ayuda en este sentido tener una constitución extensa, una “constitución de detalle”, que pretende constitucionalizar un conjunto de normas legales. Menos aún, hemos dicho antes, buscar establecer una “constitución programa”, un faro único que apunta al legislador a desarrollar la constitución en una sola dirección con poco margen para el proceso democrático.

La Constitución como punto de partida o actividad promueve un proceso político continuo, y sugiere y requiere que los ciudadanos y sus representantes han de tener siempre la capacidad de discutir y reconstruir el pacto, lo que es posible a través de la reforma constitucional.

En tercer lugar, las reglas de reforma constitucional deben ser capaces de responder satisfactoriamente dos preguntas. Así, la legitimidad de la constitución dependerá de su capacidad para permitir el autogobierno de las generaciones posteriores. Para que ello sea posible, no debe intentar resolver todos los dilemas existentes, sino incluir las reglas que hagan sostenible dicho autogobierno futuro, y especialmente, que las futuras generaciones puedan examinarlas críticamente, renegociarlas y modificarlas. Incluso, reemplazarlas completamente. En efecto, hoy debemos responder al mañana acerca de por qué las reglas que hoy deliberamos y aprobamos, les serán vinculantes a ellas. Ello da cuenta además de la sobriedad y humildad con la que la actual generación debe pensar los problemas y desafíos de las futuras generaciones: dejemos a ellas más bien contestar y responder a sus propios desafíos de las décadas por venir. Así, un texto rígido, difícil de reformar busca cerrar la puerta a los cambios. Lo intentó hacer la dictadura, no puede repetir este error la Convención. Por lo mismo, es una idea especialmente idónea, como nos está proponiendo la Convención, tener un procedimiento de revisión total o reemplazo de la futura Constitución.

Y es que la Constitución y más importante aún, la práctica constitucional y política que nacen y se desarrollan con ella, como actividad, se parecen, siguiendo a Dworkin, a la redacción de una novela en cadena, escrita en varios capítulos sucesivos, conectados entre sí, pero dejando abierta la trama, para el desarrollo de la historia y sus protagonistas, en los capítulos siguientes.

Una Constitución no busca resolver de una vez y para siempre el conflicto entre las diversas visiones de sociedad que tenemos al interior de nuestra comunidad política, petrificando sólo una de ellas en el texto constitucional.

*José Francisco García es Profesor de Derecho Constitucional en la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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