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Opinión

4 de Mayo de 2022

¿Quién quemó el metro?

Chile no despertó porque no estaba dormido. La rabia existía hace siglos, pero la caja de Pandora no se abrió sola. Grupos más o menos organizados destruyeron las estaciones del metro bajo la mirada impávida de una policía que estaba al tanto hacía días de la posibilidad de los hechos y que, muy lejos de impedirlo, parece haberlo fomentado.

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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¿Quién quemó la mitad de las estaciones de metro de Santiago la noche del 18 de octubre del 2019? Un equipo de periodistas de La Red se ha preocupado de responder esta urgente pregunta. Llama la atención primero que el periodismo serio no se haya preocupado del tema en más de dos años. Tema que el gobierno de entonces, después de su intento frustrado de culpar a los alienígenas y, lo que es lo mismo, al gobierno de Nicolás Maduro, tampoco quiso investigar con el mínimo de rigurosidad. Para qué decir la Justicia, que sometió a juicio una suma de desinformados energúmenos en que es difícil reconocer el nivel de planificación estratégica que necesita el incendio simultáneo de la red de transporte más vigilada de Chile.

Cualquier ejército invasor, cualquier grupo terrorista más o menos organizado, cualquier estratega entrenado habría querido conseguir el objetivo que un grupo supuestamente improvisado consiguió en una sola noche: bloquear las entradas y salida de la ciudad, para inmovilizar sus habitantes y conseguir el anhelado caos total. Es, para no ir más lejos, lo que intentaron los terroristas islámicos en Londres y en Madrid con logros bastante más discretos (aunque con muchos más muertos). En términos militares, se trata de cercar la ciudad usando el menor armamento posible. Algo así no se logra sin la complicidad o el olvido de las fuerzas de seguridad que se supone están entrenadas para impedir justo eso. Si Carabineros no fue responsable de los atentados, algo más que probable, es al menos culpable de una renuncia masiva y coordinada a la que se supone era su labor. Un abandono que sólo se explica desde una coordinación superior.

Cualquier ejército invasor, cualquier grupo terrorista más o menos organizado, cualquier estratega entrenado habría querido conseguir el objetivo que un grupo supuestamente improvisado consiguió en una sola noche: bloquear las entradas y salida de la ciudad, para inmovilizar sus habitantes y conseguir el anhelado caos total.

Chile no despertó porque no estaba dormido. La rabia existía hace siglos, pero la caja de Pandora no se abrió sola. Grupos más o menos organizados destruyeron las estaciones del metro bajo la mirada impávida de una policía que estaba al tanto hacía días de la posibilidad de los hechos y que, muy lejos de impedirlo, parece haberlo fomentado. Ningún organismo de la inteligencia, que de manera nada inteligente el presidente Piñera desintegró, pudo prevenir los hechos. Luego del incendio nunca más se hablo de ningún Pacogate, ni de que los presupuestos de la policías volvieron a ser lo que eran antes de la frustrada operación “Jungla”. Otro resultado de la quema: el narco que se movía hasta entonces con cierta timidez en las periferias de Santiago, ahora lanza fuegos artificiales y se hace visible dueño de los territorios donde dejó de llegar el metro por meses.

Si alguien quería prueba que Carabineros bajo Sebastián Piñera se mandaban solos, puede mirar la acción o inacción del cuerpo armado que en la práctica fue parte de lo más parecido que hemos tenido a un golpe de Estado desde el ejercicio de enlace. Que Piñera no haya querido obviar lo obvio es parte de su mismo carácter. El problema de Piñera ha sido siempre su imposibilidad de admitir que lo odian los que no paran de declararle la guerra. Que el “octubrismo” haya adherido a la teoría del odio espontáneo, de la rabia antigua, del despertar del Chile dormido explica también el profundo equívoco en que hemos vividos estos años. Que un país celebre como un hito liberador que se queme el sistema de transporte que permite a los más pobres, los más marginados, unirse a la ciudad, habla largamente del verdadero espíritu de la rebelión. O habla al menos de su logro más próximo: disgregar, aislar a los pobres, alejarlos del centro, donde está la mayor parte de las organizaciones del Estado y del barrio oriente donde vive ese “Versalles” que el incendio del metro sólo hizo más versallesco.

Que el “octubrismo” haya adherido a la teoría del odio espontáneo, de la rabia antigua, del despertar del Chile dormido explica también el profundo equívoco en que hemos vividos estos años. Que un país celebre como un hito liberador que se queme el sistema de transporte que permite a los más pobres, los más marginados, unirse a la ciudad, habla largamente del verdadero espíritu de la rebelión.

El metro y Carabineros, dos instituciones que atraviesan las clases y la ciudad, se hicieron humo esa noche. Saberlo nos ayuda a entender hasta que punto ese 18 de octubre fue una colectiva renuncia justamente a todo lo colectivo. Fue la manera de hacer visible la imposibilidad misma de estar juntos en una sociedad que lleva demasiado tiempo celebrando la desintegración social como una salvación. Fue la imposibilidad de volver a tu casa convertida no en la pesadilla natural que es, sino en el sueño de ver encenderse como una jirafa las torres de las empresas que te ahogan con su cuenta. Fue una ciudad sitiada que celebra justamente que el enemigo invisible la encierre en sí misma, que le diga que no hay escape, que no tiene otra que quemar su casa para calentarse las manos y echar unas carnes al asado y celebrar estar libre del día a día, del deber de volver a alguna parte. Fue el sueño que Dostoievski escenificó al final de “Los Demonios”, una ciudad aterrorizada por sus nihilista que no saben ya quién mata a quién y por qué. Una ciudad que ante la imposibilidad de la policía del régimen esclavista de imponer la ley, se lanza a danzar alrededor del fuego. Claro que en Dostoievski esto no es un sueño, sino una pesadilla. ¿Cómo llegamos a soñarla nosotros?

*Rafael Gumucio es escritor.

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