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Opinión

23 de Agosto de 2022

¿Cancelación o control de la conversación pública?

La imagen muestra al autor frente a una imagen de cancelación

Cuando se abusa de la acusación de cancelación, pareciera que estamos frente a una cuestión de otro calado: el control sobre los límites de la conversación pública y quién tiene el derecho a participar de ella. Y si este es el tema de fondo, cabe preguntarse, en una sociedad hiperconectada, quiénes definen cuándo y cómo se ejercita ese derecho.

Enzo Abbagliati
Enzo Abbagliati
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Se acerca el 4 de septiembre y el debate político se va crispando. Una dinámica que dificulta el diálogo. Sabemos que estamos frente a una decisión cuyo impacto será de larga duración en nuestra convivencia y que el debate constitucional no se cerrará ese día, aún ganando el Apruebo. Y como en 1988, es un hito en nuestra vida republicana que está generando nuevos alineamientos políticos que quizás superen lo meramente electoral y marquen la próxima década. 

En este contexto, en el que se rompen lealtades, se cruzan puentes, se insinúan promesas hasta no hace mucho impensadas y se verbalizan espíritus de encuentro transversal no vistos durante la mayor parte de la Convención Constitucional, desde el Rechazo algunos de sus voceros han acusado ser objeto de una campaña de cancelación. Serían, en sus palabras, víctimas de acciones destinadas a silenciar sus argumentos, a erradicar del debate las posiciones que defienden. Y, explícita o implícitamente, responsabilizan de estas acciones a una horda digital, atribuyendo a las redes sociales una capacidad inédita para “cancelar” opiniones disidentes e imponer, citando a John Stuart Mill, la “tiranía de la mayoría”.

Pero el concepto de cancelación en el debate del Plebiscito no resiste análisis. Primero, porque cancelación, entendida como acto de censura a las ideas y a las personas que las encarnan, ha existido siempre, mucho antes de las redes sociales. Segundo, porque a quienes han enarbolado el concepto para defenderse, si algo les sobra es un acceso preferente a múltiples tribunas mediáticas con grandes audiencias e impacto en la formación de la opinión pública sobre la propuesta de nueva Constitución. Y, tercero, por la curiosa apelación a la idea de Stuart Mill cuando todas las encuestas le dan al Rechazo la preferencia mayoritaria para ganar el 4 de septiembre. ¿Qué minoría estaría siendo silenciada en el debate?

Tal como ha ocurrido con el uso del argumento de desinformación para desacreditar algunas posturas en favor o en contra de la propuesta, cuando en realidad hay -en muchos casos- legítimas interpretaciones en ámbitos en que el texto no es preciso o dejó a la ley los alcances, tildar de cancelación la simple contraposición de argumentos en una red social sólo desarma la posibilidad de diálogo genuino y real. Está de más decir que en ese intercambio, no son legítimos los ataques o funas que utilizan elementos de la vida personal de aquellos cuyos argumentos se quieren rebatir. 

Cuando se abusa de la acusación de cancelación, pareciera que estamos frente a una cuestión de otro calado: el control sobre los límites de la conversación pública y quién tiene el derecho a participar de ella. Y si este es el tema de fondo, cabe preguntarse, en una sociedad hiperconectada, quiénes definen cuándo y cómo se ejercita ese derecho. 

El concepto de cancelación en el debate del Plebiscito no resiste análisis.

Sin querer revivir un ingenuo tecno optimismo, se puede afirmar que no existen guardianes de la conversación pública digital. Ni los Estados (acostumbrados a usar la censura de manera directa o indirecta); ni los medios (influyendo en la opinión pública a través de líneas editoriales no siempre todo lo explícitas que se esperaría); ni las empresas propietarias de las plataformas (crecientemente cuestionadas por decisiones arbitrarias y algoritmos que afectan la libertad de expresión), pueden ejercer un control real. La porosidad de lo digital siempre facilita -no sin riesgos de monitoreo y seguimiento- la construcción de atajos para la libertad de expresión. 

Esto no es cómodo para la élite que definía hasta hace poco quién participaba en la conversación pública, una pretensión de control de la cual no es fácil deshacerse. Señalaba la abogada Verónica Undurraga recientemente en el seminario #HablemosDeLaConstitución de Espacio Público, que en Chile le tememos a la participación ciudadana, y que, en vez de crear y fortalecer espacios de consulta continua a las personas, nos refugiamos en una pulsión por el control de la participación. Una pretensión inútil, añado yo. Hoy una cuenta anónima en Twitter puede moldear de manera más efectiva el estado de opinión sobre un tema que el más reputado columnista de un medio de comunicación tradicional. Algo tan insospechado para muchos hasta hace poco como insoportable para algunos en la actualidad.

Si hablamos de verdaderas cancelaciones, el impacto que los medios digitales y redes sociales han tenido en la visibilización de voces históricamente silenciadas o marginales en la conversación pública es profundo. Y desde esa visibilización, las narrativas hegemónicas en el debate han estado mutando. Así fue como el movimiento feminista supo aprovechar estos nuevos medios para, desde su lucha histórica, construir un consenso social en torno la inédita paridad en un órgano de elección popular, y los pueblos indígenas visibilizar digitalmente su bicentenaria marginación de la vida cívica, logrando a través de los escaños reservados que conceptos como plurinacionalidad e interculturalidad comenzaran a ser parte del vocabulario del diálogo republicano.

Tildar de cancelación la simple contraposición de argumentos en una red social sólo desarma la posibilidad de diálogo genuino y real.

Ante estas mutaciones y la aparición de nuevas vocerías, la reacción lógica de quienes fueron los guardianes de la conversación pública es la crítica. A las redes se las culpa de ser motores de la desinformación, de promover los discursos extremistas y de horadar la calidad del debate democrático. Y si bien algo de razón hay en esas acusaciones -aunque desinformación, extremismos y populismos han existido siempre-, su exageración también parece ser expresión de la revuelta de una élite acostumbrada a ser escuchada sin ser interpelada y de definir dónde ocurría y quienes tenían derecho a voz en ese diálogo. 

El “no lo vimos venir” del 2019 fue un ejercicio de honestidad que, entre otras cosas, transparentó la incapacidad para detectar un malestar que estaba ahí antes del estallido, expresándose en las redes, en espacios de la conversación pública mirados con cierto desdén, un malestar que no ha desaparecido y al que hoy, algunos, acusan de querer cancelarlos.

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