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11 de Junio de 2023

El duelo es el duelo: cuando muere una mascota

El duelo es duelo: despedir a una mascota

Recuerdos, dolor y estigma social. Antes, no era común expresar el duelo por la pérdida de una mascota, por el miedo a ser tachado, o tachada, de dramático o exagerado. Lo cierto es que encontrar testimonios sobre lutos dolorosos por este tipo de partidas es como buscar paja en un pajar. Hoy, un proyecto de modificación de ley en el Senado busca otorgar el derecho a tener permiso en el trabajo por la muerte de una mascota. Accidentes, enfermedades, eutanasia llevan al luto y preluto de mascotas que, muchas veces, son parte de la familia.

Por Paula Domínguez Sarno

La infancia de Tomás Basaure, su adolescencia, las quimioterapias de su madre, sus estudios universitarios y dos casas, fueron algunos de los testigos de la vida de Kuki, su perro. El recuerdo del ruido que hacían sus pequeñas patas sobre el piso cuando corría hacia la puerta, al sentir su olor del otro lado, hoy le duele. El que hacía con la boca en un llanto silencioso –pero manipulador– cuando, desde el living, quería irse a dormir y no podía atravesar sola los pasillos oscuros por la pérdida de transparencia de sus córneas, duele más. La poodle llegó a su casa cuando él tenía nueve años y este otoño, con 25, tuvo que despedir a su compañera. En 16 años, es el primer junio sin ella. 

“Hay muchas personas que le tienen miedo a demostrar lo que están sintiendo cuando se trata de la pérdida de una mascota”, explica Gonzalo Cortés (32), psicólogo, Magíster en Psicología Clínica y autor del libro Siempre caminarás conmigo. Duelo animal. “En esta actitud hay una doble negativa: no avanza en sentirse bien y, además, dice que está bien. El duelo es el duelo y no debe minimizarse aquello que se está sintiendo”, agrega. A Cortés le cuesta encontrar diferencias entre el luto por la pérdida de una mascota querida o un humano querido.

Y así lo está entendiendo la política pública, que actualmente tiene en tramitación, en la Comisión de Trabajo y Previsión Social del Senado, una modificación del Código del Trabajo para poder obtener un permiso por la muerte de una mascota. En marzo de 2022, la Subsecretaría de Desarrollo Regional y Administrativo (Subdere) dio a conocer el informe del Programa Mascota Protegida, estudio que levantó por primera vez cifras sobre población animal en Chile. Hay 12 millones de perros y gatos “con dueños” y 4 millones sin ellos. Del primer grupo, el 65% va al veterinario al menos una vez al año y casi la mitad duerme adentro de la casa.

Javiera Zurita (29) tenía a Connie, una quiltra que había pasado a formar parte de su familia. “Despertaba a todos en la mañana”, cuenta. Para que no se agitara y los dejara dormir un rato más, muchas veces fingían estar dormidos, porque si veía que abrían un poco los ojos, ella se daba cuenta y no perdonaba. “Y si, aun así, no nos levantábamos a jugar con ella, acercaba su nariz a tu cara y botaba el aire fuerte. Así sabía que te ibas a levantar”, recuerda riendo. “A la Connie, lo único que le faltaba era hablar, ¿cachai?

A sus 10 años, en 2016, notaron que caminaba raro y la llevaron al veterinario. El diagnóstico fue devastador: tenía seis tumores en el bazo y uno se había reventado, causándole metástasis. Transfusiones de sangre y quimioterapias fueron la realidad de su último año y medio de vida. Connie murió en 2017 debido a su cáncer, pero con “muerte asistida”, y el duelo que quedó en la casa de los Zurita fue devastador.

La “muerte asistida” es un eufemismo para referirse a la eutanasia y es un procedimiento que se hace por alguna enfermedad o porque el animal está muy viejo. “Hay casos en que personas llaman para solicitar eutanasia por agresividad del paciente”, explica Daniela Muñoz, gerenta general de la Clínica Veterinaria Dr. Cefati. “En ese caso, nuestro equipo no realiza el procedimiento”.

Connie, la perrita que adoptó Javiera Zurita.

A seis años del duelo producto de la partida de Connie, el contexto de Javiera es distinto. Vive con una amiga en un departamento y tiene una perra llamada Lúa. “Llegó a enamorar a toda la familia. Mi hermana es madrina de la Lúa, mi hermano es el tío y yo su mamá”, cuenta. “Bueno, y mi mamá, su abuela”, se ríe.

Los problemas en el bazo son comunes en los perros, de hecho, la historia de Canito es similar en diagnóstico. En 2016, Carolina Lagos (38), una agrónoma amante de los animales, adoptó al perro: era una mezcla de labrador y su pelo era casi blanco.

En 2018 tuvo a Raimundo, su primer hijo. Aunque, como lo ve ella, era el segundo: “Llegó el Rai, que era el hermano menor de Canito”. Desde la clínica mandaba con Cristián, su esposo, géneros con el olor de su hijo recién nacido para que los reconociera. “Cuando llegué, lo tenía en brazos y lo primero que hice fue presentárselo”, cuenta. 

El perro dormía donde quisiera y era quien mejor se alimentaba en la casa, cuenta: su comida era holística y libre de granos por su alergia alimentaria, además de gozar de algunos snacks de premio. Canito se iba de vacaciones con la familia a la playa y no se perdía ningún asado. No molestaba y cuando paseaban, nunca empezaba peleas, cuenta Lagos. “Salvo por una vez que un perro se le acercó al coche al Rai”. 

Cuando iban de visita a ver a su padre a Paine, se perdía entre los cerros. “Hacía manada con los otros perros y se perdía por horas”, cuenta entre risas. Una vez, salieron a las 6 am y no volvían, salieron a buscarlos y nada. “Volvieron como a las ocho de la noche y yo estaba atacada”, cuenta. “Dije: ‘¡Nunca más quiero pasar por esto!’”. Le compró un GPS, así siempre sabía dónde estaba. 

“Hace un año estaba bien”, cree Carolina. Le hicieron una operación de urgencia para sacarle el bazo, pero desarrolló una anemia y comenzó con las transfusiones de sangre. Todo fue muy rápido: rechazó las transfusiones y después de cinco días hospitalizado lo enviaron de vuelta a su casa con un cóctel de remedios a “esperar”. 

“Desde que lo dieron de alta en la clínica”, intenta contar Carolina, interrumpida por su llanto. “Desde que le dieron el alta en la clínica”, repite. “Se fue a la casa y como que tuvo una pequeña evolución. Obviamente que uno nunca pierde las esperanzas”. Lo peor que podía pasar era que la anemia se hiciera más severa y falleciera de un paro por el fallo de sus órganos. 

Y eso pasó. 

Estaba embarazada de Lucía, su segunda hija, a quien ahora sostiene en sus brazos mientras recuerda la dolorosa historia: “No hay día, desde que murió, que no me acuerde de él”.

La opinión de Gonzalo Cortés es que el duelo no se debe patologizar por la cantidad de dolor que se siente o por la razón (llorar la partida de un animal muy intensamente, por ejemplo). Sino por cómo afecta el luto a la vida diaria: “Dejar de comer, o dejar de alimentar a los animales (o personas) que dependen de ti está más cercano a algo patológico”, ejemplifica.

Para muchos, es su primer duelo

Actualmente, se encuentra en tramitación, en la Comisión de Trabajo y Previsión Social del Senado, el proyecto de ley que busca establecer un permiso laboral en caso de la muerte de una mascota. “La legislación existente no contemplaba los efectos emocionales que puede causar la muerte de un ser querido no humano”, explica Paulina Núñez, una de las senadoras que patrocinó la moción. Además, admite que el tema del duelo por una mascota la toca personalmente. “Muchas veces nuestros niños necesitan ese apoyo el día en que por primera vez, quizás, viven una pérdida. Hay que estar junto a ellos, apoyar, y esto se puede compatibilizar perfectamente con la vida laboral”.

Con la partida de Canito, Rai –de ya cinco años– empezó a preguntar por su compañero. “Sabe que se fue al cielo y le cuesta entender que no lo puede volver a ver. Hace un tiempo empezó a preguntarme: ‘¿Cuándo va a volver Canito?’”, cuenta Carolina Lagos. “Pensaba que había ido al cielo y volvía. Recién hace unos dos o tres meses que se está dando cuenta que no va a volver”.

Después de su pérdida, no quería volver a adoptar a otro perro, “el dolor es mucho” y, cuenta, no podría reemplazarlo. Sin embargo, pensando en la felicidad de sus hijos, le ha dado unas vueltas al asunto. “Canito fue tan bueno. Tengo dos hijos, que son chicos, pero ¿cómo los voy a privar de todo lo bueno que conlleva tener un perro?”, reflexiona. 

“El día que adoptemos a un perro”, dice Carolina. “Va a ser un perro que nos va a mandar Canito. Nosotros no vamos a buscar, va a llegar solo”.

Una mascota: incondicionalidad y compañía

Desde la puerta y antes de tocar el timbre, se escucha el ruido que hacen sobre el piso flotante las garras de perros pequeños, pero hiperquinéticos. Al abrirla, Chivi se monta en las visitas y Elon, un chihuahua de 30 centímetros de alto, ladra como si un asesino hubiera entrado por la puerta. En el pasillo que conecta la entrada con el living-comedor se impone, colgado en una de las paredes, un cuadro de más de un metro por un metro con el retrato de Travis: otro chihuahua.

“Travis fue mi primer chihuahua”, cuenta. “Se lo regalé a mi polola de ese entonces, pero como que los papás no la dejaban tenerlo y, al perro, bueno, yo lo amé. Terminamos y me lo quedé yo”. 

Después de unos minutos, Elon se calma y acomoda, con el pecho en alto, para hacer guardia entre los pies de Fernando. Allí, inmóvil e impasible, se queda en un pequeño piso de apoyo que tiene la silla de ruedas de su amo, solo que él no sabe lo que es.

Con 19 años, en 2012, Fernando Demaría (30) competía en una de las fechas del Mundial de Enduro en Talca y se cayó de su moto en la última vuelta. Se quebró una de las vértebras del cuello, quedando con tetraplejia C5, lesión que solo le permite mover su cabeza, cuello y algunos músculos de sus hombros. 

Travis duró cuatro meses y lo atropellaron. Entonces, su mamá le regaló a Lupe, otra chihuahua, para ayudarlo a llevar el luto. “Era sobreprotectora”, recuerda Fernando. “No dejaba que nadie se me acercara y te podía morder muy fuerte”. Ella lo acompañó durante ocho años, lo seguía a todas partes, cuando Fernando salía a andar en bicicleta de manos, ella era capaz de seguirle el ritmo durante más de seis kilómetros. “Me daba risa, porque yo daba dos vueltas a la cancha y la huevona me daba una vuelta y a la segunda, se iba para la casa”.

En abril de 2021, estaba en el sur con su familia y Demaría le abrió la puerta a Lupe para que saliera a hacer pipí y se fue a duchar. A las 11 am se dio cuenta de que ya era tarde y que aún no volvía. 

“Salí a buscarla, cada uno salió a buscarla por distintas partes”, cuenta Fernando. “Como a las 3:30, llegué hasta el muelle para seguir buscando y estaba mi viejo con una cara atroz”. Preguntó qué había pasado, pero ya lo sabía. “Al menos no sufrió”, pensó cuando vio su cuerpo.

El preduelo es cuando el dolor por la pérdida de un ser querido llega antes de la muerte. Cuando esto ocurre, el dolor es menos impresivo, lo cual es la principal diferencia con una muerte que es traumática. Muertes como la de Lupe, se saltan por completo el preduelo, explica Cortés.

Fernando no quería más perros, pero no alcanzaron a pasar cuatro meses y llevó a la casa a su nuevo compañero: Elon. El can lleva los últimos dos años despertando a Fernando, subiéndose a la cama y lamiéndole la cara. Lo acompaña a todas partes. Ha viajado en avión, tiene una parka de pluma y un chaleco salvavidas para cuando nadan. “Pero no soy de andarle comprando ropa, con suerte me compro ropa para mí”, asegura. “Lo quiero, pero no lo mimo ni lo disfrazo. A veces, no más, si encuentro cosas choras. La otra vez, le compré unos anteojos para el buggy”, se ríe.

Al año siguiente del accidente que lo dejó en silla de ruedas, falleció su hermano Pablo, a los 30 años, de fibrosis quística. Aparentemente, no le cuesta hablar sobre sus pérdidas y su corazón parece poner resistencia al tacto, pero –probablemente, sin darse cuenta– imposta su voz para hablarle a Elon con un tono más dulce y agudo. 

“No soy muy bueno para llorar”, admite. “Pero, cacha que con los animales me da más pena. Cuando lloro es por cosas lindas de los animales, videos o cosas por el estilo, soy mamón para eso”. Pensar en que algo le pase a Elon –a quien cataloga como el mejor compañero que ha tenido–, lo atormenta, por lo que lo evita y racionaliza: “Si algo le pasa a este huevón, me muero”.

El 89,1% de las personas que tienen mascotas es por compañía, dice el informe del Programa Mascota Protegida de la Subdere.

El perro no es solo el mejor amigo del hombre, sino también de la mujer. Así lo cree Catalina Ramírez, educadora sexual y host del podcast Hoy día te toca, quien pasó uno de los duelos más grandes que le ha tocado vivir en enero de este año. Adoptó a Lonita en 2010, con la excusa de que la casa en la que estaba viviendo era muy grande y sentía miedo. Un día se contactó con una página para la adopción de mascotas y la eligió.

“Tenía poquitos dientes, un poquito de labio leporino y estaba como inclinada hacia un costado. Su columna estaba hacia un lado y las patas de atrás como que nos las podía alternar, caminaba así”, explica haciendo ademanes con sus manos. “Como un conejo”, agrega.

Catalina tiene 44 años, es madre soltera y su hijo tiene 22. En 2014, se fue a vivir a un departamento en Valparaíso por trabajo y en 2017 volvió. Y siempre eran los mismos: ella, su hijo y Lonita. Vivió la maternidad, la adolescencia de su hijo, su matrimonio, su separación, atravesó duelos y enfermedades y en todas se sintió acompañada. “Yo encontraba en la Lonita un ser de contención, ¿cachai?”. 

Tenían su propia comunicación. “Si yo le movía la ceja de tal forma, a ella le resonaba y sabía lo que significaba”, cuenta, y no puede evitar llorar. “Generamos un lenguaje que es súper único y especial. Y eso no se da con otras personas”. La seguía a todas partes. Cuando entraba al baño, contaba hasta tres y, antes de terminar, llegaba Lonita a pedirle que le echara aire caliente con el secador, recuerda Ramírez.

Y pasa. El psicólogo especializado en duelo animal, Gonzalo Cortés, afirma que sí existe un sistema de comunicación entre muchos dueños y sus mascotas. “Esa conexión en la que sabes lo que te gusta y lo que no, él sabe a la hora que te despiertas (…), es tan única, que el vínculo termina siendo muy especial”, explica.

Lonita no era particularmente sana, incluso le sacaron el bazo, años atrás, pero siempre se mejoró. A sus 13 años, de un momento a otro, no quería caminar, no quiso comer y en la noche vomitó. La llevaron a la UCI y, ahí, le dijeron a Catalina que era probable que no pasara la noche. Poco a poco “se iba apagando”, hasta que, finalmente, la “ayudaron” con una despedida asistida. “Quería estar con ella, despedirla y que ella supiera que estábamos ahí”, recuerda sobre el doloroso momento junto a Lonita y su hijo. “Que no estaba sola”.

Claudio Cefati, médico veterinario y dueño de la Clínica Veterinaria Dr. Cefati, afirma que la eutanasia es indolora. “Se seda al animal con un relajante muscular y se le pone una vía venosa para inyectarle tiopental sódico o propofol (que son dos tipos de anestesia). Por la dosis que se utiliza, adormece y relaja todo el organismo y, a medida que se va administrando en dosis alta y continua, va suprimiendo todos los reflejos, incluidos los nervios que controlan la respiración, la presión arterial y la frecuencia del corazón”, explica. Así, todos sus sistemas se detienen y se produce la muerte.

Una imagen de Lonita, mascota de Catalina Ramírez.

El círculo de Catalina comprendió lo que Lonita significaba para ella. Recibió flores de condolencias, le hizo un funeral y la cremó. Hoy, sus cenizas descansan en una ánfora junto a una foto de la perrita con sombrero y lentes de sol. “Todos los días pienso en la Lona”, señala.

¿Todos los perros (o gatos) van al cielo?

Los lutos no los protagonizan solo los perros. 

En la casa de Violeta Alvarado siempre hubo perros y gatos. “Pero siempre conecté más con los gatos”, asegura. “Tú, al gato, no lo puedes obligar a estar contigo. Te lo puedes llevar a la cama y si el gato no te quiere, se va”, explica.

Violeta es cientista política y vive en Curanipe. Recuerda cuando, en 2007, a sus 14 años, escuchó los maullidos de la gata negra en el patio de su casa. Tenía pocos meses y, probablemente, la habían dejado ahí para que la adoptaran. La llamó Toti y el 21 de marzo de 2017, después de 10 años juntas, murió. “La tuve que dormir y fue uno de los días más tristes de mi vida”, cuenta emocionada. 

Pasaban los días y las semanas y la pena seguía. Hasta que una mañana, despertó con una mejor sensación: “Yo estaba en un fondo negro, la Toti venía y me hablaba. Yo le decía: ‘¡Toti, qué rico que estás acá!’. Y la abrazaba y me decía: ‘Vine a despedirme’. Y yo le dije que lo sabía, pero que la iba a extrañar. Ella me dijo: ‘Donde yo estoy, estoy bien, tú tienes que estar tranquila’”, cuenta. Admite que no estaba segura de contar su sueño, porque sabe que no todos “creen en estas cosas”, pero le sirvió para conseguir calma. “Sé que en algún momento, nos vamos a volver a encontrar”.

Carolina Lagos también sueña con Canito. “A veces sueño que se mejora de su enfermedad y que vuelve a ser el mismo. Como me hubiese gustado que pasara”, cuenta. Está segura de que los perros tienen alma y, a veces, siente su presencia. 

Por otro lado, a Tomás Basaure lo calma pensar que ahora el cuerpo de Kuki está en la tierra. 

Como un error del Registro Civil, después de varias equivocaciones, su nombre había pasado a ser de ambigua escritura. Se pronunciaba como “galleta” en inglés, por lo que debió haber sido Cookie o en chileno “Kuki”, como reflexiona Tomás. Sin embargo, en su collar grabaron “Coocky”.

Fotos en la casa, en el pasto y la plaza. Videos jugando con otros perros y en la playa. Dieciseis años llevaba echando a andar ese cuerpo de menos de 40 centímetros y 10 kilos a la vista y paciencia de toda una familia de humanos: Tomás, su hermano Jose, su madre y Cris, su pareja. 

Tenía un soplo en el lado izquierdo del corazón, pero, a pesar de los remedios, empezó a tener problemas respiratorios asociados. Dejó de querer salir a caminar, ya solo le gustaba pasear al medio día y, cuando la sacaban, se notaba lenta y cansada. “Excepto”, dice Tomás entre risas, “en la salida nocturna, antes de acostarse, al volver, la poníamos en la puerta de la casa. La soltábamos y corría: desde la puerta hasta la pieza del fondo para volver a acostarse”.

Recordar aquel día en el que el veterinario le dijo a su madre que no sabía si Kuki iba a sobrevivir la noche, lo conmociona. “Ahí me puse a llorar, casi como si se hubiese muerto en ese momento, no lo podía creer”, cuenta. “Le di muchos besos y me fui a acostar. Como que uno sabe que es una situación compleja: tu perrita se te puede ir en cualquier momento. Pero tú también, como extrañamente, dices: ‘Ya, mañana en la mañana veré como está’. ¿Cachai? Uno está en negación, o algo”.

Esa noche se acostó desorientado. “Me quedé con una sensación de: si está igual de mal, no sé cómo voy a ir mañana al trabajo y, si no está, no sé cómo voy a ir mañana al trabajo”, recuerda. 

A la mañana siguiente, Kuki había fallecido. 

A la mañana siguiente, Tomás no fue al trabajo.

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