Opinión
19 de Agosto de 2023Columna de Isabel Plant: Gran Hermano: ¿Es esta la vida real?
"Si los reality de encierro son una especie de crisol donde se imita a la realidad, pero donde las pasiones, relaciones y dinámicas se exacerban, habría que decir que Gran Hermano no se ha apartado tanto de lo que pasa en el mundo: mujeres son constantemente atosigadas o humilladas y el planeta sigue dando vueltas", escribe Isabel Plant en su columna de esta semana.
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A veces una le achunta poco. Recuerdo ver el primer o segundo capítulo de Gran Hermano Chile, la versión local del famoso reality estrenada hace algunos meses por Chilevisión, y pensar que Jennifer, una mujer de Chiloé apodada “Pincoya” y vestida con tejidos propios de sus tierras, no tenía por donde sobrevivir a las votaciones semanales que eliminan concursantes. ¿Qué iba a hacer para competir por el favor del público frente a las y los jóvenes esculturales, tradicionalmente atractivos y populares, que entregan al formato de telerealidad la bencina de romances y dramas que generan adición?
Pues bien, con una mezcla de carisma, confrontación, mucho humor -sobre sí misma y sobre la experiencia de encierro-, cercanía y hasta su cuota de lucha de clases, la Pincoya se ha transformado en el alma del reality chileno. Una “Soa” en todo su esplendor, la que dice lo que piensa, la chilena real. Gana por identificación más que por aspiración, aunque a muchos les gustaría su desfachatez para opinar. Es también protagonista de una de las duplas más improbables, siendo compinche de otra favorita, Coni, modelo y bailarina y guardiana principal del perro Bigote.
La semana pasada Pincoya fue protagonista de la ira de otro concursante, Lucas Crespo, quien en un discurso entre frío y demencial la tildó de “Guarén” y amenazó con “fumigarla”. El Consejo Nacional de Televisión recibió más de 3 mil denuncias al respecto en el primer día después de la emisión, muchas de ellas por agresión verbal y sicológica y maltrato a la mujer.
Días después, desde el programa informaron que hablaron con los concursantes, recordándoles que no se permitirán violencias y denostaciones. Y ahí quedamos, todo igual (al momento de escribir esta columna, aún no se sabe cuál participante será eliminado por el público esta semana).
Si los reality de encierro son una especie de crisol donde se imita a la realidad, pero donde las pasiones, relaciones y dinámicas se exacerban, habría que decir que Gran Hermano no se ha apartado tanto de lo que pasa en el mundo: mujeres son constantemente atosigadas o humilladas y el planeta sigue dando vueltas. ¿Podría Lucas haber tratado así a un concursante varón? Es debatible. Quizás algunos vean ahí solo violencia, no de género, y tendrían un argumento válido. Pero hay algo de asimetría de relaciones donde ese tipo de violencia verbal tiene su raíz y fermento, afuera o dentro de una casa estudio.
El que un reality de este tipo, tan de moda a principios de los 2000, vuelva a ser popular podría ser un signo de fatiga mental post pandemia, o una deprimente constatación de que no avanzamos. Pero creo que lo interesante que ha sucedido con Gran Hermano, no solo en Chile sino que en el mundo, es que si bien el encierro y sus dinámicas siguen parecidas a las de hace 20 años (es un formato original de Países Bajos, estrenado en 1999), la realidad sí es distinta.
Gran Hermano Chile tuvo a su primera concursante transgénero, Trini, quien compartió la historia de su transición con sus compañeros. No solo fue un momento emotivo dentro de la casa, también fuera. Semanas después dio paso al debate si eliminar a la participante era transfobia o solo parte del juego si su partida tenía que ver más con su personalidad que con su identidad. De hecho, diría que su semana de eliminación no fue tema el ser mujer trans; algo impensado hace tan solo unos años. Se avanza, supongo.
Aunque mucho de la popularidad del reality se mide en el confuso y poco confiable termómetro de las redes sociales, en otras latitudes han ocurrido situaciones en los encierros que han tenido repercusiones en la vida real. Hoy todos los participantes del mundo que se encierran en Gran Hermano deben dar su consentimiento antes de tener relaciones sexuales; desde un dedo para arriba directo a la cámara a algo más verbal sirve.
Este año hubo una condena judicial derivada del reality español; en el año 2017, la concursante Carlota Prado fue víctima de abuso sexual de quien era su pareja al interior de la casa, José María López. Las cámaras que todo lo filman capturaron el momento en que el hombre se aprovechó de Prado, que estaba intoxicada con alcohol, sin posibilidad alguna de consentir. Este año fue condenado a 15 meses de prisión y debe pagarle a su ex 6 mil euros como indemnización, además de tener orden de alejamiento por cuatro años.
¿Habría pasado algo así antes de que el nuevo feminismo se tomara el mundo?
Difícil. Otros casos de acoso de distinta índole han sido denunciados en las versiones recientes del reality en Brasil y en Argentina, algunas han llevado a la expulsión de participantes. En Chile, además del impasse Lucas-Pincoya, hubo gran revuelo en redes ante actitudes de acoso entre Fran y Lucas, siendo ella la perseguidora de él, con cerca de dos mil denuncias al CNTV en su momento. Entonces quizás podemos sacar lo positivo de lo negativo: si los reality son una versión exacerbada del mundo, seguiremos viendo en ellos discriminaciones por género, acosos, abusos verbales, bullying y tantos comportamientos humanos más que son parte de la vida. Como también romances, y amistades, alianzas y guerras.
Pero aquí y en todas partes, pareciera que ya no estamos dispuestos a tolerar ciertas actitudes. Es cosa de hacer memoria a los años 2000, y recordar acosos y bullying y comentarios discriminatorios y peleas épicas en distintos encierros, que eran vistas como entretención y sin condena. Los castigos dependerán de la producción de cada país, de la cultura local, incluso de sus juzgados eventualmente. Pero ahí está: en el fango que a veces es la telerealidad, un efecto pecera que hace que nos miremos, reconozcamos, y que levantemos la voz de alarma cuando no nos gusta lo que vemos.
Isabel Plant, periodista, editora y cocreadora de Mujeres Bacanas.