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Opinión

10 de Septiembre de 2023

Columna de cine de Cristián Briones: El Conde y su anemia

El Conde Festival de Venecia

El columnista de cine Cristián Briones escribe sobre el estreno de "El Conde" -que debutó en salas y que llega a Netflix este jueves-, al cinta que imagina a un Pinochet vampiro de 250 años. "Pablo Larraín arriesga con la certeza de tener una buena mano y la displicencia de quien tiene fichas gracias a una buena racha, y eleva la apuesta hasta terminar debiéndole a la casa", escribe "Fílmico".

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Una sátira puede ser cualquier obra que se dedique a señalar con agudeza, una que incluso puede rayar en la caricatura, ciertas características de algo o alguien, ya sea para reírse en general, burlarse de ellas en específico, o incluso advertirnos de sus peligros. Esto último, porque la sátira realmente funciona cuando las piedras las arroja a lo alto de la pirámide. A aquellos a los que nunca llega consecuencia alguna.

Es convertirse momentáneamente en el bufón de la corte. Lograr apuntar con sorna y reír del Poder mientras se baila en sus salones. De las obras más famosas y definitorias sobre este personaje, y el peso de la sátira como discurso, es un óleo polaco de Jan Matejko conocido como “Stańczyk”. En él se ve a un bufón ataviado de su traje, sentado en una excusa de trono, apesadumbrado, mientras la aristocracia continúa su baile en el salón del fondo. Es el sino del bufón. Conseguir compartir el espacio con el Poder, hacer escarnio de él y, sin embargo, no cambiar nada. Su mensaje no llega a ningún lugar que realmente lo aprecie.

En algún nivel, algo que por cierto no es un mérito en sí mismo, siento que Pablo Larraín (el cineasta chileno de mayor prestigio internacional de la última década) y su Conde caben en ese marco. Larraín ha decidido apostar a la sátira para señalar a un Poder que subyace inmortal y hacer mofa de él. Y se queda encerrado en unos amplios y bellísimos salones de su propio decorado.

El Conde es la historia de un Vampiro de 250 años que fingió su muerte, harto del desprecio de la sociedad que antes gobernó. De su vida en un exilio autoimpuesto en los confines de la nación, con el atosigo de un familia que pretende heredar su saqueo ahora que el inmortal ha decidido morir. Para este proceso de testamento, se ven la obligación de llevar a una monja y contadora, que se dedicará a auditar y rastrear los despojos.

El Conde es una idea magnífica: que Augusto Pinochet sea el vampiro sociocultural de nuestro país es una genialidad. El concepto de que su existencia persista porque se sigue alimentando de la nación que gobernó a punta de sangre derramada es tan retorcido que no queda más que admirarle. Negar las cualidades estéticas de Larraín también sería un despropósito: cuando una película en blanco y negro evoca más a Dreyer que a un comercial de perfumes, es que algo innegablemente bueno está pasando en la pantalla (igual, traerse a un director de fotografía doblemente nominado al Oscar es apostar fuerte) y aunque el uso de la banda sonora pueda dejar mucho en evidencia, el diseño de producción no decae en ningún momento y puede sentirse un pulso y una postura que son la idea más fija de la película.

Pero Pablo Larraín eligió la sátira. Y en la sátira pesa más el chiste y a quien apunta. Y menos los movimientos de pies o la vestimenta del bufón. La sátira requiere de una claridad en el sujeto a quien se señala para producir las risas. Lo sabía Kubrick en Dr Strangelove, y Lannucci en su obra en general. Chaplin en su advertencia sobre el incipiente Adolf/Adenoid en El gran Dictador. Incluso lo de Taika Waititi con Christine Leunens en JoJo Rabbit deja en claro que puedes empezar la broma en otro tono, pero tienes que afilar tus cuchillos al momento del remate.

Y es en este punto donde El Conde tropieza. En no tener una diana explícita a quién apunta sus dardos. Más allá de que la estética no afloje en ningún punto, el guión del mismo Larraín junto con Guillermo Calderón pierde fuerza al no cultivar la segunda parte de la pieza cómica: “la gracia”. No consigue continuar esa gran apertura que es “Pinochet es un Vampiro que odia a los revolucionarios porque guillotinaron a Maria Antonieta”.

El segundo acto de El Conde apenas se sostiene narrativamente en algunos diálogos brillantes expuestos por un casting a la altura. Esta es una de las piezas de la película que no puedo dejar pasar: lo muy bien que funciona el reparto. Lo de Jaime Vadell haciendo un Pinochet y no imitando a Pinochet es tremendo. Frases murmuradas que se encienden en la comedia y terminan en el horror, merecen las risas incómodas en las audiencias. Vadell construye a su personaje desde su oficio y es tanto o más preciso que la aproximación al asesino chupasangre que evoca Larraín. Lo de Gloria Münchmeyer como Lucia Hiriart es exquisito en su guasa. Catalina Guerra, Amparo Noguera, Marcial Tagle, Diego Muñoz y Antonia Zegers brillan en cada pequeña aparición tanto individual como colectivamente. Y, el que debe llevarse los laureles es quien mejor capta el tono de la obra completa: Alfredo Castro. El inexpugnable, siniestro y sutilmente melodramático mayordomo. Debatiendo a su personaje entre el patetismo y el pavor en partes iguales.

Pero la película decide descansar su peso en Paula Luchsinger. Y falla ahí. No quiero implicar que su actuación no esté a la altura requerida, es lo indefinible de su personaje. Esta monja-auditora, ¿qué es? ¿Es una crítica al rol de la Iglesia en la dictadura? ¿A que ésta se dedicó a esperar si resultaba y estirar el cepillo nada más? ¿Es un repaso al progresismo que se acomodó a sentarse frente al dictador esperando si su propio cuello sería lo suficientemente atractivo para recibir una mordida del Poder?

La indecisión en las motivaciones de este personaje adolece a la película entera. Porque es la constatación de que la sátira cojea. Que, curiosamente para una película de vampiros, “le falta sangre”. ¿De qué exactamente busca reírse Larraín? ¿De que Claude Pinoche fuera nada más que un vicioso arribista? ¿Un ladrón de medio pelo que cree que solo él puede apreciar la elegancia de la alcurnia? ¿De que su viuda y prole no sean más que un tropel de avaros sin categoría y gusto alguno? ¿De que el fascismo monárquico no ha muerto en ninguna revolución y que se adapta gracias a su “discreto encanto” y se exporta de las formas más horribles posibles allí dónde puede volver a hacerse fuerte? Todos estos puntos pueden estar en distintas jerarquías, pero es el hilo conductor entre ellos el que no termina por cuajar.

Me gustaría ser (y perdón por la jerga) quien levantara la banderola y dejara fuera de juego a quienes desean afirmar que Larraín yerra su aproximación porque es un Larraín Matte. Pero es complicado. Porque es cierto, Pablo Larraín se crió en los auténticos salones del Poder de nuestro país, y quizás es eso mismo lo que le da una perspectiva que el resto podríamos no tener. Hay quienes decidirán criticar que no dirige sus dardos a quienes realmente se beneficiaron de los delitos cometidos por el dictador: “Venían unos señorones todos elegantes a pedirme favores con un regalito bajo el brazo” es, por decir lo menos, bien ambivalente. Pero hacer una notoria crítica de clase, que raya en el desprecio y al borde del “roteo”, es tan aceptable y válido como convertir a un Tirano en una encarnación de la maldad de la cultura popular. No es la temática que Larraín busca plasmar la que no funciona, sino que la ejecución narrativa de esta la que termina por fallar.

Si la temática perseguida era que la impunidad hace inmortal a esta sanguijuela sobrenatural, ¿en qué momento se habla del por qué de está impune? No hay un personaje que siga una línea medianamente ligada a ese discurso, el tema nunca se plantea. No hay referencias ni rasgos argumentales al respecto. Ni textual ni subtextualmente. Y por ello, se convierte en algo completamente extra cinematográfico cuando se termina la película.

El Conde tiene una gran idea, una decisión estética muy bien lograda, más allá de lo sobre evidente de su banda sonora que termina por caer en la majadería y convierte un esfuerzo artístico en una interpretación de una sola tecla. Más de algún diálogo retorcido que hace funcionar un reparto sumamente claro en su misión. Lo más probable es que la crítica internacional registre esto y la establezca como una película en que se pueden marcar muchas casillas que darán un resultado positivo.

Y es justamente por esto es que la deuda que contrae El Conde es consigo misma. Pablo Larraín arriesga con la certeza de tener una buena mano y la displicencia de quien tiene fichas gracias a una buena racha, y eleva la apuesta hasta terminar debiéndole a la casa. Si decides ir en contra del “vampiro emocional” más resistente de la historia de nuestro país, no basta con que tus estacas sean de la madera más noble, debes afilarlas con dedicación y consagración. Y estar dispuesto en todo momento a ir por el corazón. El Conde se merecía eso.

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