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Entrevistas

8 de Julio de 2023

Jaime Vadell: “Al contrario de todas esas propagandas huevonas que hacen, la vejez no tiene ninguna ventaja”

Fotos: Pablo Sanhueza

Está desencantado de la izquierda, admira a las nuevas generaciones y evita hablar de la muerte. El actor de 87 años atraviesa uno de los momentos más altos de su carrera: desde marzo pasado protagoniza la exitosa obra No me deje hablando solo, escrita y dirigida por Rodrigo Bastidas, que ha sido vista por 16 mil espectadores. A contar de septiembre, estará también en El Conde, la nueva película de Pablo Larraín para Netflix, donde encarna a un Pinochet vampiro de 250 años que vuelve a la carga. “No todos van a tomarlo así, pero para mí, como actor, es un personaje como cualquier otro”, dice. En esta entrevista, Vadell vuelve al país de su juventud y analiza qué se quebró con la dictadura, recuerda la quema de su carpa en 1977 y las razones por las que nunca se fue de Chile.

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“No me parezco en nada a mi personaje”, asegura Jaime Vadell, interrumpiendo bruscamente un sorbo de té.

El experimentado actor se refiere a Javier, protagonista de la exitosa obra No me deje hablando solo, que cada fin de semana se presenta en el Teatro San Ginés del barrio Bellavista. Se trata de su más reciente colaboración junto al actor y guionista Rodrigo Bastidas (Teatro Aparte), tras el apabullante récord de Viejos de mierda, que en cuatro años y giras consecutivas por todo Chile acumuló más de un millón y medio de espectadores.

Este nuevo montaje –una comedia dramática sobre la tercera edad, el amor y la amistad, dice Vadell– parece repetir dicha senda: desde su estreno en marzo de este año, ya ha sido visto por más de 16 mil espectadores y su temporada aún no tiene fecha de término.

Éxitos de público como éste no dejan de sorprender y emocionar al actor de 87 años —y casi seis décadas de trayectoria en teatro, cine y televisión–, quien está sentado ahora en un local de un conocido centro comercial en la comuna de Lo Barnechea. Lleva puesto un abrigo oscuro y tan largo que apenas deja ver sus pies, una bufanda del mismo tono que le da vueltas en el cuello y un sombrero –de cuero café y hecho a la medida– que cubrirá, a ratos, sus delicados ojos azules durante la conversación.

La historia de la obra se centra en un matrimonio al que después de 50 años le llegó el momento de un necesario ajuste de cuentas. La esposa de Javier (Vadell), Ana (Coca Guazzini), siente que ha postergado su vida por la de su marido y que no ha hecho más que seguirle el amén en todo. Él, en cambio –jubilado y feliz de la vida– no logra comprender la frustración y las quejas de su mujer. Javier quiere hacer el esfuerzo de entenderla, y para conseguirlo se apoyará en su hija (María José Necochea) y dos amigos, interpretados por el actor y Premio Nacional Héctor Noguera, y Nicolás Mena.

Foto: Miguel Lecaros @artedelecaros.

“Mi personaje es un fanfarrón, un tipo muy agresivo y burlesco, y así ha sido con todos durante años. Incluso con su mujer, que es la persona más leal que tiene a su lado. Uno se imagina cómo será con sus empleados, con la gente que no le interesa en lo absoluto. En la obra le toca darse cuenta de que está en pelotas, que nada es como creía. Salvo en la edad, el personaje no se parece en nada a mí”, retoma Vadell.

–¿Cómo se explica el fenómeno de público de esta obra?

–Es una buena obra, en primer lugar. Hablando así, en bruto: hace reír y hace llorar. Y una obra de teatro que haga reír y haga llorar, lo tiene todo. ¿Qué más se puede pedir? Es una comedia dramática, pero no tan dramática tampoco, como la vida misma. Se identifica y se emociona mucho la gente, te saludan llorando y los más jóvenes dicen que los personajes son igualitos a sus padres. Tocar al público de esa manera es algo crucial en el teatro, y está un poco olvidado.

–¿Y hacia dónde está más orientado el teatro ahora, según usted?

–A crear una cuestión que ojalá no se entienda o se entienda lo menos posible, y eso sí que tiene buena recepción crí–ti–ca. Puras ridiculeces. Al volverse más autoral, el teatro ha perdido su conexión con lo más esencial; la risa, el llanto, la conexión con las emociones de la gente. Lo mismo ha pasado con la política. No sé por qué se da este fenómeno, pero ahora a la política en Chile no la sigue nadie. No es solo desprestigio, sino que evidentemente no le interesa a la gente. Los que se pelean a gritos por ser presidente son los mismos que tienen a la política chilena convertida en una contienda electoral constante.

En marzo de este año, antes del estreno de No me deje hablando solo, Jaime Vadell fue a renovar su licencia de conducir. “Me mandaron a la chucha”, recuerda hoy con humor.

“Afortunadamente, se prorrogaron las licencias un año, pero ya es mi última. Trataré de seguir manejando hasta que no pueda más. Lo mismo actuar, lo mismo con todo”, dice.

–Se le empiezan a restringir ciertas libertades. ¿Cómo lleva ese tema?

–Mira, al contrario de todas esas propagandas huevonas que hacen, la vejez no tiene ninguna ventaja. Dicen que ser viejo en Chile es terrible y yo no sé cómo será en otras partes, pero ser viejo debe ser igual de terrible siempre, donde sea. Es una crisis intrínseca.

–¿No cree que haya una diferencia entre ser viejo en Chile y en otros países donde hay mejores pensiones y un Estado más presente?

–El problema no es que el Estado se comporte mal con sus viejos, el problema parte por un Estado que se comporta como las pelotas con sus niños. Eso es lo más grave. Todos hablan de educación, del Simce y tonteras, cuando muchos niños ni siquiera entienden lo que leen. ¡Eso los acompaña toda su vida! Debiese ser motivo para que el país esté parado entero.

–Volvamos a la obra. ¿Por qué cree que una historia sobre la vejez, como la de No me deje hablando solo, sí funciona y es un éxito en el teatro y no en televisión?

–La tele es una cosa masivísima, y el teatro, en cambio, es fatalmente elitista, así sea exitoso o no. Entonces, no se puede medir una cosa con la otra. Puede que a las masas o a quienes están pensando las masas no les interesen las historias de viejos. Ese, al parecer, es un hecho.

–En la obra el feminismo está muy presente también, y planteado desde el conflicto central que tiene su personaje. ¿Cómo ha tomado usted ese cuestionamiento hacia los hombres y la masculinidad de otra época?

–La Luz Croxatto lo dijo muy bien en una entrevista que dio hace poco, y si lo dice una mujer, habrá que creerle: no se puede odiar a todos los hombres solo por ser hombres. Hay mucha justicia en lo que pide la mayoría de las mujeres, pero al mismo tiempo una tendencia  al extremismo, como un deseo de venganza permanente que no me parece.

–La comedia y el humor han sido fundamentales en su carrera, y lo siguen siendo. ¿Se los ha replanteado en estos nuevos tiempos?

–Yo no sé qué pasaría con Viejos de mierda si la diéramos ahora, porque era bien machista y no había ni una sola crítica al machismo. Obviamente tenía un tono irónico, pero amable. Yo no sé hasta qué punto el público que teníamos en el Teatro La Feria entendía el humor que se le planteaba, que era más bien una herencia de Joaquín Edwards Bello, su visión del país. Si fuésemos herederos de alguien, sería de él. Y esa visión de Chile, que es de los años 20 y sigue existiendo, no sé si a la gente le gusta mucho.

–El año pasado, usted recibió un homenaje a la trayectoria en el Festival Teatro a Mil por sus casi seis décadas de trabajo. A estas alturas, ¿cómo se toma en lo personal ese y otros reconocimientos?

–Me los tomo feliz de la vida. Recibir premios es fantástico y me da mucho gusto. Sobre todo el de Chileactores, que da plata. Por otro lado están estos otros reconocimientos que otorgan importantes instituciones como Teatro a Mil, que ha hecho tanto por el teatro chileno durante tantos años. No solo han sacado lo que se hace aquí para afuera, sino que han traído espectáculos y creadores que no hubiesen venido nunca de no ser por ellos, por la Carmen Romero, que generó todo eso.

–¿Y al Premio Nacional, no lo han postulado?

–Nunca me lo han ofrecido, pero sin duda lo aceptaría, porque también es plata, una pensión para la vida, lo que queda de vida. Ya, pero no quiero ni hablar de ese tema. La muerte… ¿Para qué? Si hay algo seguro es eso, no hay más vuelta que darle.

Salto mortal en un acto

Poco antes del temporal que azotó a varias regiones del país semanas atrás, Jaime Vadell mandó a limpiar las canaletas de su casa, ubicada en el sector precordillerano de El Arrayán. La anticipada maniobra evitó que las lluvias hicieran estragos en su patio y se aseguró de que no hubieran goteras ni ramas obstaculizando la salida. Es una tarea a la que echa mano al menos una vez al año desde 1979, cuando llegó a vivir ahí junto a su esposa, la diseñadora escénica Susana Bomchil.

Solo dos años antes –el 18 de febrero de 1977–, Vadell y el Teatro La Feria habían estrenado Hojas de Parra, montaje inspirado en poemas del antipoeta Nicanor Parra que se presentaba en la carpa de la compañía ubicada en la esquina de Marchant Pereira con Providencia. El subtítulo de la pieza –”Salto mortal en un acto”– resulta hoy una ironía cruel del destino: las funciones comenzaron a llenarse, se publicaron críticas lapidarias y rápidamente causó controversia por sus alusiones al régimen militar. La madrugada del 12 de marzo del mismo año la carpa fue quemada. Nunca aparecieron los responsables.

Vadell tenía poco más de 40 años en ese entonces. Aún recuerda y puede oler el humo.

“Temimos que nos agredieran con público adentro. Menos mal no se atrevieron. Los que hicieron todo fueron civiles, o milicos incentivados por civiles, la ultraderecha que todavía existe y que tiene más fuerza que nunca. ¡Qué barbaridad! No por nada Goebbels –el ministro de Propaganda de Hitler– decía que cuando escuchaba la palabra cultura le quitaba el seguro a la pistola”, dice el actor.

Tras el ataque a la carpa del Teatro La Feria, Vadell y su esposa optaron por irse del centro de la ciudad y buscar un refugio más apartado. Irse del país nunca fue opción, asegura: “No me parecía esa idea. Ahora mismo los jóvenes se están yendo cada vez más del país y tampoco me parece. Y se van a países desarrollados, más encima, donde está todo hecho y es más fácil. Menos me parece. Acá hay mucho que hacer aún, pero yo ya no tengo ninguna obligación de hacer nada”.

“Vivíamos muy cerca de Providencia, donde estaba la carpa, y la Susana le tomó un fastidio al barrio. Fue ella la que inició la búsqueda de casas por acá arriba, hasta que encontramos esta, que además estaba bastante al alcance del dinero”, recuerda el actor.

“La modificamos un poco y ahí estamos viviendo, hasta ahora. En un momento dado pensamos venirnos al centro, más cerca de la civilización, pero después dijimos para qué, ya nos quedamos y ahí creo que vamos a terminar. Nuestros huesos van a quedar allá arriba”. 

–¿Cómo ha visto el resurgir de la ultraderecha en el país?

–Después de lo que pasó con la Constituyente, era natural que viniera un rechazo, por supuesto, y una arremetida de ultraderecha. Hasta donde yo supe, de lo que se trataba ese primer proyecto de texto constitucional, que no supe tanto tampoco, nunca iba a ser aprobado. Era un gol dentro del área chica, pero no tenía opción y no puedo creer que el gobierno creyera que sí la tenía. Llama la atención que no tengan la información o la conexión con la calle como para haberlo intuido al menos.

–¿Faltó esa autocrítica en el gobierno y en el sector que representan?

–Bueno, digamos las cosas como son: la izquierda está bien perdida.

–En su juventud usted militó en el Partido Comunista, pero se distanció rápidamente. ¿Por qué?

–Yo me aparté del comunismo, sí, tenía mis diferencias. El comunismo dejó de ofrecer algo bueno, por lo visto, después de que la Unión Soviética cagó, y con todo lo que pasó después y aún está pasando en Cuba, y con lo que ahora mismo está pasando en Nicaragua. Los comunistas chilenos, al menos, no son extremos en nada. ¡Y mira dónde están ahora!

Jaime Vadell nació en Valparaíso el 6 de octubre de 1935, pero llegó rápidamente a Santiago junto a sus padres, a los cuatro o tal vez a los cinco años. Su máxima conexión con el puerto se traduce en haber sido toda su vida hincha de Wanderers. Y eso que ni su padre lo fue. No se lo explica ni pretende darle más vuelta. Es como es. Misma determinación tuvo con veintipocos años, cuando decidió salirse de la escuela de Teatro de la Universidad de Chile sin haber terminado la carrera.

“La prepotencia de los 20 años”, ironiza ahora el actor.

“Consideré que la escuela era mala y que el Teatro Experimental era peor. Pensaba que estaba perdiendo mi tiempo ahí. Ahora pienso que era bastante bueno. Mi curso era un gran curso. Fui compañero de Alejandro Sieveking, de Sergio Urrutia, de Víctor Jara. Todos ellos están muertos ahora. Hasta antes de la pandemia, yo estaba haciendo Viejos de mierda, que fue un éxito durante cuatro años ininterrumpidos, hasta la muerte de Tomás Vidiella. Hace unas semanas murió también mi gran amigo José Manuel Salcedo –junto a quien fundó el Teatro La Feria, en 1976–. Estoy muy apenado. Es muy duro que partan los amigos”. 

–¿Se pierde ímpetu con la edad?

–Sí, uno se pone más temeroso y cómodo. Qué mala mezcla.

–Pero usted sigue muy activo y trabajando intensamente. ¿Lo hace por opción o porque necesita seguir trabajando?

–¡Y qué más voy a hacer! No me voy a ir a sentar a mi casa (ríe). Mientras pueda caminar y memorizar textos, tendré trabajo, espero. El año pasado trabajé harto. Hice dos películas y empezamos a ensayar esta obra. Lo mejor está por venir ahora, dicen por ahí.

–Usted fue formado en la educación pública que muchos añoran, primero en el Instituto Nacional y luego en la Universidad de Chile. ¿Cómo ve la educación hoy en el país?

–Sí, una educación completamente pública y gratuita. Ha habido una involución en la educación en este país, y yo creo que eso nadie lo calcula parece, nadie mide las consecuencias que eso va a traer. ¡Es dramático que los niños no entiendan lo que leen y que aquí se espanten por no ir a la feria de Frankfurt! Son los mismos que se daban cabezazos cuando vieron que la gente no leyó la propuesta de Constitución anterior y votaron rechazo. Ellos no entienden o no le toman el peso a la raíz del problema. No sé qué se persigue desatendiendo la educación. No lo entiendo. Es un suicidio.

–¿Cuánto ha cambiado Chile desde que usted era un niño?

Me da la sensación de que este país está idéntico al que era hace cien años. Con las inundaciones, por ejemplo, queda más que claro: se inundan las mismas partes, los mismos pueblos, y de la misma forma. Mi hijo, que vive en Irlanda, me decía: oye, pero estoy escuchando desde hace 40 años, las mismas explicaciones de los políticos y los ministros. Le dije: yo las estoy escuchando desde hace más de 80.

–¿Qué aspecto no ha cambiado en Chile?

–Lo que se mantiene exactamente igual es que la derecha tiene aún la sartén por el mango. Eso no ha cambiado nada en Chile, y desde que yo era chico ya era así hacía mucho. El poder de la élite sigue siendo el mismo. Tuvimos un pequeño respiro que se llamó Unidad Popular, pero coño, cuánto costó y qué significó ese respiro, aún lo estamos dimensionando. Lo cierto es que la dictadura cambió el rumbo del país, y no para bien. La derecha dice que para bien, porque según ellos estamos ricos, pero tampoco estamos ni estuvimos ricos. Son unos pocos los únicos que se hicieron ricos.

Un personaje como cualquier otro

Augusto Pinochet es un vampiro que ha sobrevivido siglos lidiando con culebrones familiares y el agobio de la eternidad. Le ha tocado presenciar hechos históricos clave, como la ejecución de María Antonieta en la guillotina, en 1793, y cuando está aburrido sale de viaje como un turista privilegiado a sobrevolar la Patagonia. 

Pocos detalles se conocen de El Conde, la nueva película de Pablo Larraín (No, Jackie) producida por Netflix y Fábula. Una comedia negra en blanco y negro escrita por el director y productor chileno junto al guionista y dramaturgo Guillermo Calderón (El club, Neruda), que revive al dictador Augusto Pinochet convertido en un vampiro de 250 años, interpretado por Jaime Vadell.

El rodaje se realizó a mediados del año pasado en distintas locaciones en Valparaíso y Santiago, como los estudios de TVN. En el elenco figuran también Alfredo Castro y Gloria Munchmeyer, en el rol de Lucía Hiriart. El Conde debutará en septiembre próximo en el Festival Internacional de Cine de Venecia. Días después lo hará en la plataforma de streaming.

Vadell ya había trabajado con Larraín en películas como El club y Post Mortem, y cuando éste último le propuso interpretar al dictador aceptó de inmediato. Es poco lo que el actor puede revelar, advierte: “Hacer a un vampiro ya es singular. Y es divertido. Son personajes fascinantes. Imagínate si encima se trata de este tipo”.

“Yo desde muy joven tengo en mi cabeza la imagen de Béla Lugosi haciendo a Drácula de Bram Stoker (1931). Este, en cambio, es un vampiro serio, con conflictos internos, y en general los vampiros no tienen conflictos internos. No todos van a tomarlo así, pero para mí, como actor, es un personaje como cualquier otro”, comenta Vadell.

Foto: Fábula.

–¿Vivir eternamente no aplica como un eventual conflicto interno?

–Bueno, este tipo parte muy aburrido, pero después agarra papa. ¿Tú realmente crees que los vampiros tienen ese conflicto interno de seguir vivos? Puede ser, no sé, quizás no lo viven tan conscientemente. Este Pinochet quiere vivir, quiere sangre y apropiarse de todo lo que lo rodea. Pero en relación a desaparecer, a morirse, no lo creo.

–¿Cómo fue volver a trabajar con Pablo Larraín?

–Siempre es grato trabajar con buenos directores, y Pablo es uno de los mejores de este país. Yo trabajé con él antes en otras películas, como en El Club, que a mi parecer es la más personal. En esa película está todo: sus pensamientos, sus sentimientos y su visión de vida, porque las otras son cuentos, como le digo yo a la ficción, incluso cuando están inspiradas en hechos reales. Diría que en El conde hay algo también mucho más personal, a pesar del cuento que se narra.

–¿Qué le atrae de los proyectos en los que se involucra?

–En primer lugar, el guión. La intención de un buen guión siempre me atrae. También quiero trabajar siempre con gente joven. Hace poco me llamaron unos alumnos de cine de la Universidad del Desarrollo y grabamos un largometraje muy bueno que se llama La chupilca del diablo. De viejo uno se va poniendo grave, pesado y denso. Los jóvenes tienen una levedad espiritual, como dice Kundera, que me identifica.

–¿Y usted, se puso grave, pesado y denso?

–He tratado de no hacerlo, pero seguramente sí. Yo creo que no tanto. 

Analfabeto y admirador de la vida

–Es primera vez que protagoniza una película para Netflix. ¿Es consumidor de streaming?

–Me da lata. En esto pasa lo mismo que con las matemáticas. ¿Te acuerdas de eso que decían? “Ah, no, es que a usted le falta base”. Si pierdes el hilo, cagas. Y yo cagué: soy un analfabeto. Tengo que aprender a leer, aprender a escribir, a mandar cartas. Bueno, eso último no sé, ya nadie lee cartas, pero todo lo otro sí. Llego hasta cuando dicen: hay que meterse en la aplicación. Ahí cago.

–Pero entiendo que solía ser muy lector.

–Cada vez menos, la verdad sea dicha. Estaba leyendo un libro de la hija de Norman Mailer. Es una biografía de ella con referencia natural al padre, que era una especie de monstruo famoso. Como la hija de José Donoso, que no sé cómo mierda escribió ese libro: Correr el tupido velo. Donoso me llamó una vez, porque quería hacer una obra sobre Rugendas, el pintor, y que yo hiciera la escena. A mí me pareció fantástico, pero se achaplinó y no lo hizo.

Usted trabajó en más de veinte teleseries (desde La Madrastra y Tic Tac, hasta Pobre Gallo e Isla Paraíso), ¿cómo ve el género hoy?

–No he visto teleseries, porque veo poca televisión. He visto más ahora, por razones completamente ajenas, estando más en casa, y creo que la televisión abierta chilena tiene que echarse una remozada entera o si no va a sucumbir.

–¿Hubo una mejor televisión abierta?

–Claro que la hubo. Las universidades hicieron una televisión mejor en la que el contenido importaba más que si era comercial o no. En ese sentido, Televisión Nacional también fue mejor, porque había otro Estado, diría que más comprometido en el deber que tiene la televisión para una sociedad. La mejor televisión que se hizo en este país tal vez era más provincial y en blanco y negro, pero mucho mejor. La televisión tuvo la evolución que tuvo el país: se hizo pituca, se puso en colores, con harta tecnología y funciona perfecto, pero por dentro está vacía. Los programas que me gustan ahora son los de viajes, los que recorren Chile, el campo. Pucha que hace falta aún conocer este país.

–¿Qué lo conmueve hoy?

–Estoy maravillado con la perfección de dos bichos, las guaguas y las flores. Las guaguas, por cómo te miran, cómo se mueven, la dignidad que tienen. Una dignidad que se va perdiendo, pero que nace como un ser humano. Es extraordinario.

–¿Siempre fue amante de las flores?

–No. Mi padre era muy amante de las flores y era odiado por eso en la casa. Teníamos un espacio de jardín bastante grande y reclamábamos que hicieran una piscina, pero en vez de haber piscina, había flores, que además no se podían tocar. Había que andar con cuidado, no se podía jugar a la pelota cerca. El jardín y la naturaleza representaban eso que había que cuidar desde siempre. Mi gusto reciente por las flores se debe a la edad que tengo, yo creo. De viejo me puse un admirador de la vida, hay algo de nostalgia también en eso.

Durante la pandemia, Jaime Vadell comenzó a escribir una novela que no prosperó. “Estuve trabajando en ella unos tres meses hasta que caí en cuenta de lo difícil que es escribir una novela. Es lo más difícil del mundo”, comenta el actor. La historia se trataba de un hombre que viajaba en el tren nocturno a Concepción para enterrar a su padre recién fallecido.

–¿La elección de que fuese Concepción tenía que ver con algo en particular?

–Yo estuve ahí un tiempo, en los inicios del Teatro Imagen, junto a Gustavo Meza, Delfina Guzmán y tanta gente. Una época increíble.

–¿Se le quedó algún personaje en el tintero? ¿Alguno que le hubiese gustado interpretar?

—¿Si me quedé con ganas de hacer a Hamlet o algo así? No (ríe). Bueno sí, tal vez el Lorenzaccio, una obra de Alfred de Musset. Me gusta ese personaje; tiene un romanticismo desatado, un idealismo y una entrega que son difíciles de vivir en la vida real.

–¿Haber permanecido hasta ahora en el teatro no le dio una sensación similar?

–El teatro me dio la sensación de estar viviendo una aventura todo el tiempo.

–¿Aún?

–¡Todavía! ¿Qué va a pasar el día de mañana? No sé. ¿Termina esta comedia en el San Ginés y luego qué? Me entregaré a la aventura que venga, seguramente.

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