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19 de Noviembre de 2023

Rodrigo Bazaes, director de teatro y de la serie “Los 80”: “La reconciliación después de la dictadura fue otra de nuestras ficciones”

El director de "Los 80" se interna en la década del 90 y la transición política en Chile en una nueva versión de "La muerte y la doncella", la aclamada obra de Ariel Dorfman que se presenta en el Teatro UC. Un thriller psicológico en el que una mujer enfrenta a su torturador y que sitúa al público ante un juicio por violación a los derechos humanos. Con 50 años y una multifacética y destacada carrera paralela en cine y televisión, Bazaes habla de su regreso a las tablas y resalta la vigencia e incomodidad que aún genera el texto. Ahonda también en la crisis que atraviesa la cultura y en las motivaciones de su propuesta de La Moneda humeante para la conmemoración del 11 de septiembre pasado, que fue desechada por el Gobierno: “Yo creo que se asustaron y que los paralizó el miedo de siempre: enfrentarse al trauma”.

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Rodrigo Bazaes nació en Iquique el 31 de octubre de 1973, un mes y medio después del golpe de Estado. Su padre murió cuando tenía apenas siete años, hecho que no solo marcó su infancia –dice ahora a los 50 recién cumplidos– sino que instaló tempranamente en su vida un sentido de la muerte y la ausencia que se antepuso al horror de aquella época.

Creció al cuidado de su madre y de cuatro hermanos mayores. Vivían en un barrio sencillo y quitado de bulla. Allí escuchó desde pequeño hablar sobre detenidos, torturados y desaparecidos. Luego, cuando entró a estudiar a la mítica Escuela Santa María, tuvo profesores que habían sobrevivido al campamento de prisioneros de Pisagua, uno de los principales centros de tortura de la dictadura en el norte del país y por el que pasaron al menos 2.500 personas.

“Mi recuerdo del mundo siempre fue de un lugar absolutamente cruel. Crecí con amigos hijos de víctimas de la tortura y la desaparición, y tuve profesores que pasaron por Pisagua y que nos hacían clases en el mismo lugar del acribillamiento de más de dos mil personas en 1907. Sin saber detalles, yo tuve siempre cerca esos testimonios, siempre estuve rodeado de fantasmas. Visto hoy, con ternura, era una conciencia extraña de que la humanidad no era sencillamente hermosa y de que este país estaba lleno de muertos por todas partes”, dice el director Rodrigo Bazaes en un local a pasos del Teatro UC, donde hasta el 25 de noviembre presenta una nueva producción de La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman.

La trama tiene al frente a Paulina (Valentina Muhr), una mujer que un día cree reconocer la voz de uno de sus torturadores en su propia casa. Ha sido su marido (Julián Marras) –un abogado a cargo de la primera comisión que investigará las muertes tras el fin del régimen– quien lo llevó accidentalmente hasta allí. Desconcertada y presa de un terror que tendrá que enfrentar, Paulina decide hacer justicia por sus propias manos. Sin embargo, si lo hace podría poner en juego la carrera de su esposo y la transición política hacia un Estado de Derecho.

La obra propone la idea del ojo por ojo, diente por diente. Todos hemos sentido ganas de vengarnos, todos hemos sentido ganas de reparar, pero ¿cómo se sobrevive a un pasado que te traumatizó? ¿Cómo se hace eso, olvidando, reparando? Es una paradoja enorme que todavía no tiene respuesta”, opina.

Rodrigo Bazaes transporta al público a los primeros años 90 y lo convierte en la audiencia de un juicio contra el Estado por violaciones a los derechos humanos en el que deben tomar parte. “Cuando el teatro político pasa por lo personal, cuando hay paradojas y no solo carteles, puedes llegar a conmover más profundamente, pienso. Disfruto mucho menos de hacer o ver una obra en que la sala estemos todos de acuerdo. En el contexto de los años 90, que le da fuerza a la obra, nada se solucionaba yendo a los tribunales. Ese debate es lo que yo propongo que el público lo tenga”, apunta el director.

Ariel Dorfman escribió este texto en 1990, pero venía dándole vueltas al encuentro entre un torturador y su víctima desde mediados de los 80, cuando varios casos comenzaron a salir a la luz. Años después, el autor definió irónicamente su obra como un “regalo a la cruda y dolorosa transición”. Aquí no le fue sencillo montarla: no encontró el apoyo económico que esperaba y tuvo que financiar el proyecto junto a su esposa haciéndose pasar por un productor extranjero.

“La muerte y la doncella”, dirigida por Rodrigo Bazaes, se presenta en el Teatro UC

Finalmente debutó el 1 de marzo de 1991 en el desaparecido Teatro de la Esquina, en Santiago. La dirigió Ana Reeves y estaba protagonizada por María Elena Duvauchelle, Hugo Medina y Tito Bustamante. Su estreno, a solo tres semanas de que el presidente Patricio Aylwin recibiera el Informe Rettig, pasó prácticamente inadvertido.

“El contexto en que se estrenó era muy difícil; el poder económico estaba en manos de unos pocos, Pinochet estaba instalado como capitán general del Ejército y la transición pretendía dar el paso al lado. La comisión Rettig abrió un proceso necesario y doloroso que al mismo tiempo proponía algo muy complejo: verdad a cambio del olvido. Nadie lo dice así, pero eso era, y fue muy duro porque terminó siendo la razón por la que la reconciliación no resultó”, opina Rodrigo Bazaes.

Y agrega: “Hasta hoy, 50 años después del Golpe, yo observo el país, nuestra incapacidad de dialogar, y más que nunca pienso que la reconciliación después de la dictadura fue otra de nuestras ficciones; no hay reconciliación en las ideas ni capacidad de analizar contextos o de sentarse a conversar a la misma mesa. Esas eran escenas de mi juventud, así era en las familias: no se podía hablar de política ni de religión, y hoy en día estamos frente a lo mismo”.  

En los años siguientes La muerte y la doncella se convirtió en una de las piezas teatrales chilenas más famosas y representadas en el mundo. También en una de las primeras en escenificar el testimonio de sobrevivientes a la tortura del régimen. Tuvo una versión en Broadway dirigida por Mike Nichols y protagonizada por Glenn Close, en 1992, una película de Roman Polanski estrenada dos años después, e incluso una ópera en Suecia con guión del propio Dorfman.

La obra regresó a la escena local recién en el 2000, dirigida por Abel Carrizo y con Norma Ortiz en el rol estelar, acompañada de Rodolfo Pulgar y Ramón Farías. Luego, en 2011, Antonia Zegers y Erto Pantoja protagonizaron una tercera versión a cargo de Moira Miller en el Teatro Antonio Varas. Bazaes solo vio esta última, además de la película de Polanski.

Me propuse verla como una película en un estilo aún más realista, y así la dirigí. Tampoco quería hacer una obra estrictamente política, discursiva ni ideológica. Es muy sencillo enfocarse en la necesidad de la justicia empañando la idea de la venganza; es generar más injusticia. Por lo tanto, nos propusimos que íbamos a proponer una versión bastante más polifónica que lo habitual para encontrar la manera de poner cada punto de vista sin ironías ni caricaturas, y eso fue un desafío complejo para dirigirla y actuarla. El sujeto moderno se ha construido desde su relación con el poder y el sexo, y pensé que eso debía estar presente siempre en la sala. En lo psíquico, aunque en distintas formas, los tres personajes están definidos por su relación con estas dos ideas”, comenta Rodrigo Bazaes.

“Quizás una de las grandes complejidades del texto es subir a escena a un torturador. A mí me interesaba que las personas se conmovieran con esta historia, y eso incluía conmoverse con el mal también. Sin embargo, no se trata de un villano. Cuando uno logra entrar en la obra se da cuenta que hay un sistema detrás de todo eso y que hay un sujeto que también está siendo instrumentalizado y que eso le da la autoridad para comportarse así. ¿Nos comportaríamos igual estando en su lugar? Ese camino hacia la oscuridad también es una forma de conocimiento”, dice Rodrigo Bazaes. Luego añade: “Para eso es la ficción; para que nos perturbe, para que nos ayude a pensar. Por lo mismo, es el público es el que resuelve la obra, puesto que el autor deja el final abierto. Mi idea era hacer una especie de versión hitchcockiana, con música de Bernard Herrmann. Obviamente, no somos calcados a eso, pero hay algo, una invitación a ver un thriller psicológico, un suspenso permanente”, expone.

Rodrigo Bazaes sin zapatos

Un vacío en su agenda propició este postergado regreso de Rodrigo Basaez a la dirección teatral tras un largo periodo alejado de los escenarios. Su último montaje fue Oleanna, de David Mamet, que circuló por varias salas de Santiago entre 2016 y 2019. Ese mismo año, con el estallido y la revuelta popular de fondo, el director comenzó a ensayar una nueva versión de La gata sobre el tejado de zinc caliente, el clásico de Tennesee Williams. Vino la pandemia, el cierre de los teatros durante más de un año, y finalmente no se estrenó.

Desde entonces, volcó su trabajo al mundo audiovisual, desempeñando diversos roles en exitosas producciones: dirigió la premiada miniserie Isabel, estuvo a cargo del diseño de producción de Noticia de un secuestro, junto a Andrés Wood, en la dirección de arte de El Conde, de Pablo Larraín, y hasta hace unas semanas acompañó en el set a Maite Alberdi en el rodaje de La homicida, su primera película de ficción.

Lo siguiente eran las grabaciones de la ambiciosa serie La casa de los espíritus (Amazon), dirigida y escrita por Francisca Alegría junto a Fernanda Urrejola, que se postergaron hasta inicios del próximo año. Bazaes no tenía un plan b y accedió a esta invitación a volver a dirigir. La hazaña de estrenar esta nueva versión de La muerte y la doncella no estuvo exenta de obstáculos: el proyecto no tenía fondos y el grupo creó un crowdfunding del que participaron más de cien personas.

La historia se repetía después de 30 años: “Cuando Dorfman supo que no teníamos fondos y que estábamos en un crowdfunding para financiar los insumos técnicos y escenográficos, nos escribió para cedernos los derechos del texto para nuestra temporada de estreno. Accedió de inmediato. Él ha tenido una gran disposición y comunicación”, revela Rodrigo Bazaes.

El director convirtió la precariedad del proyecto en una premisa de trabajo y una estética. “¿Cómo hacerla sin puertas ni ventanas ni sillones ni una silla donde amarrar a alguien? De inmediato les dije: ‘Vamos a esculpir esta historia con nada más que sus emociones y el viaje de los personajes’. Era una locura, los actores se asustaron”, recuerda.

Así lo hizo: trazó sobre el escenario un recuadro de 3,60 x 3,60 metros y de inmediato supo que la obra debía verse desde los tres puntos de vista que plantea el texto. Quitó sillas, puertas y abstrajo cuanto más pudo. Llegó al punto de quitarle los zapatos a los intérpretes.

“En primer lugar, es una propuesta estética en respuesta a las circunstancias. Es una manera de reponer la desnudez también, la honestidad del trabajo escénico. Segundo, me parece que es de una vulnerabilidad absoluta para los actores y para el público, y pone en evidencia también una desprotección. En esto último, hay una postura crítica de nosotros como grupo para enfrentar el contexto en que estamos generando nuestro espectáculo. Esta obra no pudo postular a ningún fondo porque pasó de los plazos y se tendría que esperar un año más para volver a postular un proyecto así. Eso es muy terrible”, lamenta Rodrigo Bazaes.

“Estamos viendo una crisis enorme para estimular el teatro de creación, de autor, el teatro de ideas, y que éste conviva, ojalá, en condiciones justas con el teatro comercial, que me parece bien siempre que exista”, agrega.

La Moneda humeante

El Ministerio de las Culturas trabajaba confidencialmente en la construcción de un relato oficial en torno a la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, cuando convocó a Rodrigo Bazaes para hacerse cargo de una instalación visual para el mismo 11 de septiembre.

El director de Los 80 y coguionista de Violeta se fue a los cielos tomó el encargo siguiendo los criterios de la mesa técnica, que entonces lideraba Patricio Fernández: hallar un lenguaje capaz de hacer converger las diversas opiniones y miradas que hasta hoy se tienen del Golpe.

Rodrigo Bazaes pensó en una imagen que pocos habían presenciado: La Moneda recién bombardeada, humeante y en ruinas. La pieza era una proyección hiperrealista sobre el Palacio de Gobierno que se presentaría la noche anterior, en la víspera del lunes 11.

Pasó el tiempo y nunca obtuvo respuesta de parte de Fernández ni desde el Ministerio de las Culturas. Solo meses más tarde, el recién asumido ministro Jaime de Aguirre volvió a contactarlo, ahora para dirigir un espectáculo musical que formaría parte de un acto masivo en el espacio público. El director volvió a acceder y fue citado por el propio De Aguirre a una reunión en el ministerio, a la que este último no llegó. Al día siguiente, Bazaes se enteró de que había sido removido de la cartera de gobierno.

“A mí me gusta la síntesis, la idea simple, y en general las conversaciones con ellos eran muy barrocas, llenas de esa necesidad absurda de híper representatividad que ha tenido comunicacionalmente el gobierno; de integrarnos a todos, de insistir en que somos uno, y eso es algo falaz, no somos un país integrado. Por esa razón encontrar elementos que nos permitan integrarnos o converger, es súper difícil. Y creo que el arte es muy hábil en eso”, comenta Rodrigo Bazaes.

“Mi trabajo nunca ha sido rupturista, sí un trabajo reflexivo y contemporáneo, y esa propuesta integraba de manera inteligente y sensible nuestros conflictos. Lo dice la obra de Dorfman: no vamos a crecer ni a solucionar  ni a sanar nada sin mirar de frente al trauma y hacernos cargos de él. La democracia no se consigue mirando solo hacia adelante y olvidando, sino también viendo los horrores y errores del país. Nosotros no hemos conseguido mirar eso”.

¿Por qué cree que su propuesta no prosperó? 

-No es fácil despolitizar el trauma, está cargado de todo eso, pero en realidad, desde el punto de vista más humano y sencillo, podríamos convertir todo esto en la violencia de un ser humano contra otro ser humano. Eso es algo que ha ocurrido siempre, sigue ocurriendo y va a seguir ocurriendo, y es en esa dirección en hay que mirarlo. Nunca pensé que tuviera que ver con Allende saliendo muerto ni con Pinochet entrando a La Moneda, sino antes que ellos y después de ellos. Pensé que desde los patios de La Moneda podían emerger estrellas con una tecnología de drones y queríamos llevarlas a que se perdieran en el cielo nocturno, arriba, en el infinito. Creo que eso creaba una imagen que no hemos visto; que era reparatoria, de despedida y reflexión. Ese edificio representa algo, y cuando lo bombardeas estás quebrando la comunicación y las posibilidades de comunicarnos.

Yo creo que se asustaron y que los paralizó el miedo de siempre: enfrentarse al trauma. Siempre se quiso evitar el enfrentamiento, la confrontación y cualquier cosa que remitiera al Golpe y al trauma social que produjo. Lo querían evitar a toda costa. Eso también se reveló en las consecuencias que tuvieron; las salidas de algunas personas claves en esta conmemoración, las críticas transversales, la reacción de las agrupaciones, que son las que han mantenido esa voz despierta y esa necesidad de no olvidar.

Y que además provocaron la salida de Patricio Fernández.

-No creo que él haya estado necesariamente equivocado en su postura y su visión, pero estaba cumpliendo un rol de responsabilidad. Siempre le pregunté por qué le tienen tanto miedo a aceptar el dolor, hay que mirarlo a la cara, pero hagámoslo con un lenguaje distinto, y en ese lenguaje yo le puedo ayudar. El lenguaje de la política no es el lenguaje de la verdad, le dije. Nunca lo ha sido. “El lenguaje es realmente lo posible”, lo sabía Aylwin cuando decía eso; es el lenguaje lo que nos permite conversar, y aquí más bien veo que nos seguimos mintiendo, que impera lo políticamente correcto, que no hay honestidad en nuestra conversación política, y eso también se extiende también, yo creo, a la ciudadanía y al mundo privado. Por eso la gente ya cerró la puerta, y para abrirla tenía que ser con algo ejemplar y simbólico. Oportunidad desperdiciada.

¿Le hace falta a este país un rito de sanación como el que proponía esta instalación?

-Sí, pero soñarlo es bien utópico. Yo creo que hasta cuando realicemos ese rito va a estar todo lleno de intereses creados, de fachadas, de hipocresías. Sigue pesándonos esta imposibilidad de representarnos y definirnos como país. En 2019, antes del estallido, me acuerdo de haber escrito en Instagram: “Este país ya no existe, desapareció”. No veía nada que nos permitiera hacernos convivir. Y cuando vino el estallido, para mí fue como una especie de oportunidad, que también se desvaneció. En los intentos por representarnos que ha tenido el gobierno de muy buena fe, ni uno alcanza a representarnos. Los mismos Juegos Panamericanos: una obertura con un equipo artístico de trayectoria, intentando articular un discurso que es totalmente artificial. Era impensado volver a eso, que es lo que hicimos en nuestras más precarias infancias, cuando no teníamos más que un pañuelo y un sombrero de cartón para encontrar una identidad nacional. No es una crítica a los artistas, sino al guión, al discurso y a la voz oficial detrás de eso. Seguramente, miraron en todas las direcciones y nadie pudo decir qué somos. Entonces, hay una necesidad de híper representatividad para que este país no esté en rabia o expresiones no resueltas o en falta de reparación.

¿Y qué piensa del nuevo texto constitucional que se votará en diciembre?

-Yo voté apruebo. Más allá de lo que piense, sobre el intento de Constitución, esta no pudo hacernos converger. Del próximo proceso espero poco y nada. Como pasa cada tanto, el lenguaje de la política ha dejado de ser suficiente para reunirnos e interpretarnos, tampoco veo que esté sirviendo para dialogar. Cuando observo y escucho a la clase política, también empresarial, como oposición, pienso que estamos a punto de interpretar una obra de Shakespeare. Lo que pase con la próxima propuesta de Constitución no sería el triunfo de nadie. En cualquier de los casos todos vamos a retroceder. Algunos desilusionados con el rechazo, declararon que Chile era ahora un país reaccionario y “facho”. No lo creo. Verlo así es una falta de comprensión de los conflictos sociales de larga data de una inmensa mayoría. Lo que sí comparto con otros es mi preocupación por las ideas que promueven quienes escriben la propuesta, como también, que un día sean el partido que gobierne y prefiramos sus reglas antes que aprender a convivir y respetarnos.

Rodrigo Bazaes dirigió las dos temporadas finales de la serie Los 80.

“Nunca he vuelto a ver Los 80”

Una cirugía en la columna le impidió a Rodrigo Bazaes convertirse en actor. Tras recuperarse, se vino de Iquique a Santiago a estudiar Licenciatura en Artes en la Universidad de Chile, donde egresó como diseñador teatral. Sin embargo, su verdadera ambición siempre fue dirigir. Consiguió no solo eso: en paralelo, se convirtió en un respetado director de arte y producción, además de guionista –como colaborador frecuente del cineasta Andrés Wood– y en uno de los reconstructores de época más solicitados de la producción nacional.

Su más reciente incursión en el cine fue en La homicida, la nueva película de la documentalista chilena Maite Alberdi tras La memoria infinita; una ficción de época que lo tuvo sumergido por primera vez en la elegancia y los excesos de la década de los años 50. La historia del filme se inspira en el pasaje más conocido de la vida de María Carolina Geel, la escritora chilena que en 1955 mató a su amante de cinco disparos en el Hotel Crillón. El caso se desprende del libro de ensayos Las homicidas, de Alia Trabucco, y en la pantalla estará protagonizado por Elisa Zulueta y Francisca Lewin.

“La película está contada desde el punto de vista de una mujer en esos años, una actuaria que observa y estudia el caso”, adelanta Rodrigo Bazaes.

“Somos un país imaginario y yo he enfocado mi trabajo desde ese lugar. No solo desde la reconstrucción de época, sino cómo ese prisma del pasado se proyecta en el futuro. Siento más valioso que nunca interpretar la realidad a través de las posibilidades de la ficción. El lenguaje artístico puede ser un camino más asertivo a la hora de definirnos y narrarnos”, agrega.

“Pienso en cómo va a envejecer Machuca, por ejemplo, en cómo va a envejecer La buena vida, que fue una película muy amarga en un momento y que solo pienso que va a envejecer bien; también en Araña, que es lúcida, cruel y que cuando mucha gente la vio se asustó y la vieron como amenazante. Como no era comprensible, quedó vedada”, opina Rodrigo Bazaes.

“Lo mismo le pasó a Dorfman cuando propuso en 1991 una obra como La muerte y la doncella, cuando todo lo que deseaba el país era caminar hacia adelante, aparece una obra que incomoda y mete el dedo en la llaga en un momento complejo. Me da gusto mirar con los años el alcance de estas y otras tantas producciones”, dice.

¿Vuelve a ver y a revisitar sus propios trabajos?

-No, nunca. Nunca he vuelto a ver Los 80, por ejemplo. He visto escenas, y me salgo rápidamente. En general no me gusta volver a ver mi trabajo porque le encuentro defectos. Haría cosas de nuevo, me frustro, pero siento que el tiempo me ha permitido ser más amable con mi propio trabajo. Cuando sea más anciano, voy a volver a ver todas las temporadas de esa y otras de esas producciones.

Hace un rato hablábamos de la reconciliación, que precisamente es lo que mueve la séptima y última temporada de Los 80. ¿Quedaron tan reconciliados los Herrera para usted?

-Algunos vieron solo el melodrama de la familia que termina unida, es una lectura posible, pero yo siento que bajo las cuerdas y las profundidades de esas aguas, no fue así. Hay un hijo que traicionó el ideal Herrera, que se calla su participación en un crimen y que protagoniza un pacto de silencio con su padre. Entonces, mancilla ese ideal Herrera y eso refleja el hecho de que nos acostumbramos a mentirnos como sociedad. Si hay algo que hemos hecho bien toda la vida es mentirnos. Este es un país que se miente mucho y eso no tiene nada de final feliz. Sin la música del piano, habría sido un final distinto, más derrotista, pero era necesario que terminara así para reparar en algo también.

Si la realidad nunca nos ha permitido estar juntos, si nuestros padres nunca volvieron a conversar o si nuestras familias se quebraron y no volvieron a reunirse, bueno, en la fantasía sí se puede. Los Herrera se convirtieron en la familia de ellos y todos veían ahí a la familia que no tuvieron o las conversaciones que nunca pudieron sostener ni escuchar. La televisión sirve para eso. Y creo que esa es la última televisión que yo recuerdo que se haya ocupado de eso. Ha habido muchos intentos por representarse que fracasan.

Usted mencionó también la necesidad de híper representatividad del gobierno que no cuaja. ¿Considera que estamos mejor retratados como país en la ficción que en la propia realidad?

-Sin duda lo estamos, y ahora más que nunca la ficción tiene que tomar otro vuelo aún más alto. Yo mismo me aburro como espectador de las recreaciones estrictamente politizadas, sin capas de drama psíquico, dialéctica ni riesgos interpretativos. El conde, por ejemplo, es una ficción pura que se articula con la historia y nos dice que la historia también puede volar a través de la ficción. Eso puede incomodar y tener mucho de verdad a través del humor, a través de la crueldad también. Es la capacidad del arte de mirar en dirección a lo ominoso, a lo indeseable, a lo cruel. No lo podemos hacer en la vida y el arte nos lo enseña. Son caminos de conocimiento que no podemos tomar porque son irreversibles y dolorosos, pero el arte te puede invitar también a todo eso.

Hay mucha gente, sin embargo, que no pudo entrar en el universo de El Conde. Y además, como ya es usual, hubo muchas críticas dirigidas a su director.

-Y lo entiendo perfectamente. Hay que permitirle a un espectador que elija o no. Me asombra esa postura que tienen algunos: ¿No se tiene que hacer entonces una ficción como esa? ¿No se tiene que escribir un libro que provoque lo que algunos no quieran leer? Tenemos que tener solamente la libertad de hacerlas. Hay muchas críticas extra cinematográficas que los creadores siempre reciben, pero que deberían ser una invitación a la conversación, de si es posible separar a la obra del artista y a uno mismo de sus propias familias.

¿Y lo es? ¿Es posible separar la obra del artista?

-Es una paradoja, pero yo prefiero inclinarme en que sí, y que es necesario, si no nos despojaríamos de oportunidades de conocer distintos puntos de vista. Tendríamos que reducir nuestra biblioteca bastante cancelando a varios artistas crueles, que los hay, y a veces con dobles vidas que no imaginamos y desconocemos sus verdaderas fuentes de inspiración. Podemos convivir con un personaje y con una historia con la que no estamos de acuerdo para ojalá no reproducirla en la realidad. Así es como, muchas vemos, hemos comprendido mejor muchos asuntos.

“Desconfié rápidamente de la Concertación”

En la casa de Rodrigo Bazaes nunca se habló de política, al igual que en tantos otros hogares chilenos durante la dictadura. De niño evitaba hacer preguntas de más, mejor era quedarse callado. Tampoco presenció una sola protesta en Iquique hasta fines de los 80, cuando el régimen de Pinochet ya estaba a punto de caer. Por edad no alcanzó a votar en el plebiscito 1988, y cuando pudo se abstuvo de hacerlo por años.

“Soy de los que no se inscribió hasta mucho después. Mi idea era más radical: desconfié rápidamente de la Concertación y de esa relación que ha estado eternamente en nuestra manera racional a modo de doble vínculo; nos gusta y nos asusta, nos queremos y nos rechazamos, nos amamos y maltratamos. Nos hemos acostumbrado a ese doble vínculo permanente, y no quise participar hasta mucho después”, cuenta Rodrigo Bazaes.

¿Cuándo?

-Cuando hubo necesidad y yo sentí que teníamos una responsabilidad desde el mundo cultural, que era llegar a tener un ministerio, ahí voté. Me di cuenta de que había una propuesta en la Concertación y en los fondos concursables para apoyar el desarrollo de las obras artísticas. Yo soy de los que casi siempre opta por el bien mayor, así que ahí me integré, frente a la necesidad de fortalecer nuestro sector. Tengo la impresión de que ese proceso tuvo un punto más álgido cuando se conformó el ministerio, pero en general el impulso que tuvo la Concertación se ha desvanecido en el tiempo. Hoy día deberíamos estar en la cima del proceso y es todo lo contrario. 

¿Cómo analiza usted el presente del sector cultural?

-Primero, tenemos que aceptar que hay una crisis y asumir que nuestra crisis es, probablemente, la menor de todas. Hay otras prioridades humanas, sociales y políticas que atender antes. Que lo diga yo o cualquier otro creador es súper duro, pero es porque soy un ciudadano también, y ante todo. Yo veo muy difícil que aspiremos a ese 1% dedicado al fomento de la cultura. Lo más grave es que hoy en día nadie puede vivir de su trabajo artístico. Nadie.

Ningún actor puede ser invitado a tener un sueldo digno para vivir, para criar hijos, para dedicarse a lo que quiera con su vida. Muchos colegas tienen que sobrevivir a duras penas y hay un montón de gente talentosísima que ya se retiró, porque no da. En los últimos años solo se han reducido los fondos concursables y son cada vez más paupérrimos. Postulan 300 proyectos a los fondos del CNTV y solo un puñado ve la luz. El capital tampoco se ha reajustado y no da para pagar el sueldo a nadie, menos para comprar insumos. Yo lo encuentro realmente vergonzoso. Somos los propios artistas quienes hemos subvencionado el pensamiento cultural durante años, y lo seguimos haciendo.

¿Cuál sería una alternativa?

-No ha habido una política cultural que permita depositar no solo en el Estado la responsabilidad de apoyar el desarrollo del patrimonio cultural y a la comunidad de artistas. Los privados también podrían aportar, sentir interés. Muchos espacios culturales que debieran ser espacios para crear conocimiento, para estimular el lenguaje artístico, tienen que sobrevivir autofinanciándose con la venta de entradas, por lo tanto caen también en la tentación de hacer proselitismo y de estar preocupados más de la estadística, de Twitter y del actor famoso, que no tiene nada de malo que esté, pero no puede ser el único gancho para convocar o atraer el interés de la gente con un proyecto. Entonces, hay algo que no hemos podido ser capaces de aterrizar.

El actual gobierno venía con un sello y un discurso centrado en la cultura. ¿Cómo evalúa el desempeño y las críticas que ha habido hacia el ministerio?

-Es una contradicción que hayan mostrado una sensibilidad enorme por eso, y que su propio discurso haya sido desarticulado. No voy a ser el primero en lanzar esa piedra, se ha dicho casi todo al respecto. Pero también tengo la capacidad de reflexión, de observación y entiendo por qué es como es. Estoy decepcionado, pero más bien yo estoy por acompañar su proceso porque tengo confianza en que algo se va a poder conseguir. Si en algo sigo creyendo, y tenemos que seguir creyendo, es que sin cultura un país no crece. Es la entrada a muchos mundos y formas de pensamiento.

¿Cuánto influyó en usted?

-Yo de chico juntaba las monedas durante toda la semana para ir a ver una película al único cine que había en Iquique. Me alimenté de las grandes películas comerciales estadounidenses, de Jackie Chan, de Spielberg también, del poco cine arte que llegó después en vhs. A mí me formaron todas esas películas, los libros que leí; me dieron, teniendo esa visión tan aislada, lo único que puede hacer que un niño y la juventud crezcan. El acceso al arte es un espacio de privilegio que hay que conservar, potenciar y ofrecerle a un país, a su sociedad, a la economía. Si quieren que realmente maduremos con conciencia cívica, con sensibilidad y empatía por el otro, que es todo lo que no estamos viendo, bueno, el arte ofrece un buen camino. Se suele decir que el arte es un arma; a mí nunca me ha gustado la expresión, es un lenguaje antiguo, pero la gente lo dice desde cuando había que obtener todo combatiendo. Y ahí hay una paradoja: ¿tenemos que seguir haciéndolo para ser escuchados? 

¿Si no es un arma el arte para usted, cómo lo definiría?

-Prefiero pensar el arte como un medio de transporte hacia el futuro, pero somos un país fantasma y se me hace muy difícil imaginar cómo va a ser el futuro. En la ficción eso no es difícil, por eso sigue siendo nuestra arma, nuestra manera de comunicarnos, y la sala de teatro, la película, son una invitación a hacer ese camino de búsqueda que en la realidad, y hasta hoy, nos tenemos prohibido recorrer.

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