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Opinión

14 de Septiembre de 2024

Rastrojos: La imposibilidad de poner límites al impulso humano por el conocimiento

Foto autor Roberto Merino Por Roberto Merino

En un mundo inundado de descubrimientos arqueológicos y enigmas históricos, la fascinación por el conocimiento a menudo se ve eclipsada por la fatiga existencial. Roberto Merino explora cómo la curiosidad por el pasado revela más sobre nuestra incapacidad para entender el presente. "Nunca pondría límites al impulso humano por el conocimiento. Me causa una sensación reconfortante ver, en los pizarrones de la universidad, anotaciones de temas que no entiendo. Me calma saber que hay seminarios, simposios intrincados a los que no voy. Sin embargo entiendo igualmente el cansancio de una mente que quiere incinerarse, extinguirse", dice.

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Todos los días me llegan al teléfono novedades arqueológicas, cuestiones sorprendentes vinculadas a los homínidos, a las ciudades romanas, a excavaciones realizadas en unos campos arcillosos de Anatolia. Probablemente me mandan estas noticias porque efectivamente termino leyéndolas, pero los datos me entran por una oreja y me salen por la otra.

La pura vida de un hombre es de por sí agotadora, sobre todo en su acentuada curva postrera. Nos hemos pasado el tiempo tratando de entender el mundo en el que nos tocó figurar, y muchas veces sentimos que regresamos al punto cero, que nuestro conocimiento es falaz, que no cachamos nada de nada. Quedamos, por tanto, sin resultados, paralizados frente a la ventana, observando la calle y los jardines de siempre con la mirada vacua del hombre de Neanderthal y cierto gesto de idiocía en la boca.

De hecho nos cuesta entender a la persona que tenemos al lado: no sabemos calibrar bien lo que oculta y lo que muestra, o si cuando canta en la ducha nos está dirigiendo mensajes cifrados en la letra de unas canciones empalagosas. O si cuando llora ríe de manera desfachatada, como Elizabeth Taylor en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?

No sabemos tampoco entender las palabras de nuestra madre cuando nos visita en sueños. Ni entendemos los sueños mismos: ¿qué significan esas esclusas, ese gato fumador, esas flores resbaladizas cuyos pistilos tratan de enrollársenos en el cuello?

Curiosidad y conocimiento

La alcaldesa de Providencia alegó recientemente porque por ley se detenían trabajos de mejoramiento ante la aparición de objetos de interés arqueológico. Ella, en un giro retórico, dijo “una tapa de Coca-Cola”, lo que me hizo recordar una escena propia del Santiago de antes: las tapas de bebidas semihundidas en el pavimento del verano, aplastadas por las ruedas de las micros. De niño me llamaban mucho la atención esas constelaciones rudimentarias, como si hubiera una forma de jugar con ellas. Años sesenta, setenta, ¿habrá transcurrido un lapso susceptible de ser considerado arqueológico? ¿Nos podrían aclarar algo de nosotros mismos las tapas de Nobis, de Frambuesa Andina, de Papaya Castel, de Sorbete Letelier (“hoy más rico que ayer”)?

Los chilenos les decíamos bebidas a las bebidas, no había alternativa, y nos extrañaba que en los doblajes televisivos se refirieran a ellas como gasesosas, refrigerios, brebajes. El doblaje venezolano o mexicano (o portorriqueño según una obtusa teoría en la que insisto) nos interponía una distancia adicional con la fuente original de todas las historias: Estados Unidos. En esta incomodidad ignorábamos si Estados Unidos nos quedaba muy lejos o muy adelante, con el agravante de esas traducciones que nos dejaban aún más aislados en el tiempo y en el espacio.

Pasados los sesenta años me he estado acordando de mi abuelo paterno, de seguro porque tenía mi edad actual cuando interactué con él. Creo comprender cómo se sentía en esa franja de la vida que precede al mutis por el foro. Me da la impresión de que en la medida en que desmejoraba su energía crecía su curiosidad: el mundo, el cuerpo humano, países lejanos, la Luna, la botánica, el más allá, la parapsicología. A veces lo veía sonreír leyendo un libro frente al televisor enmudecido.

Nunca pondría límites al impulso humano por el conocimiento. Me causa una sensación reconfortante ver, en los pizarrones de la universidad, anotaciones de temas que no entiendo. Me calma saber que hay seminarios, simposios intrincados a los que no voy. Sin embargo entiendo igualmente el cansancio de una mente que quiere incinerarse, extinguirse, cauterizar las conexiones del lenguaje, declinar al fin. En el siglo XVII, el gran John Aubrey -que anduvo desenterrando restos megalíticos- escribió lo siguiente sobre el erudito Robert Burton: “El señor Robert Hooke del Gresham College me dijo que él duerme en la pieza de Chris Church que fue del señor Burton, de quien se rumorea que, no obstante toda su astrología y su libro sobre la melancolía, terminó sus días en esa pieza colgándose a sí mismo”.

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