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Opinión

29 de Abril de 2010

Los pecadillos del cura de la clase

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Por Patricio Fernández / Foto: Alejandro Olivares
Lo del cura Karadima tiene a la clase alta conmocionadísima. Era un padre al que conocían y respetaban. En algunos causaba franca devoción. Yo estudiaba en el Verbo Divino, donde iban varios parientes suyos, y recuerdo, como si fuera hoy, el interés que sus charlas causaban entre muchos de mis compañeros. Uno de ellos, simpático, talentoso, que más tarde murió de cáncer, terminó su vida como admirador suyo. Lo seguía a todas partes. El cura llegaba, canchero pero controlado, divertido hasta por ahí no más, con la chapa de discípulo del Padre Hurtado, aunque debiéramos convenir que su figura y enseñanzas políticamente roteaban al santo. Ya antes del affaire que lo envuelve hoy, no creo que a los Jesuitas les gustara que este sacerdote vendiera esa pomada. El asunto es que en la cripta de la iglesia de mi colegio, sobre el altar de piedra, Karadima instalaba un mantelito y encima toda su artillería ceremonial. Los adolescentes lo mirábamos depositar lentamente su rosario, su virgencita, un libro negro que podía ser Biblia o Breviario, y otra serie de objetos irreconocibles desde la galería. A continuación, se ponía a hablar. ¿Qué edad tendríamos? ¿Catorce, trece, quince? Era famoso “el cura Karadima”. Se le consideraba inteligente, excepcional. Según cuentan sus denunciantes, tras concretar los actos sexuales, los mandaba a limpiar sus conciencias confesando ante otro padrecito haber cometido, sin entrar en detalles, “pecado de pureza”. Perdónenme la frivolidad, pero es maravilloso. ¡Pecado de Pu-re-za!

Karadima tenía su lugar ganado en la clase social. Y es precisamente aquí donde radica el punto central del escándalo. El diablo metió la cola en el club. Ahí donde se supone que ciertas cosas no pasan, pasaron, y no sólo pasaron, sino que se supieron. Hoy reina el temor de que se sigan abriendo ollas. En el mundo “bien”, ha entrado la desconfianza. Aquí las presuntas víctimas no son seres de piel tiznada y curioso modo de hablar, sino jóvenes como los suyos, del vecindario, amigos de juego y de oración. A cualquiera del grupo pudo sucederle. El caso de James Hamilton, quien contó que el cura seguía pidiéndole que lo masturbara después de haber almorzado con toda su familia, sin que el dueño de casa -quizás mentalmente extorsionado, quizás esclavo de sus monstruillos-, fuera capaz de decirle que no, introduce el tema en las entrañas del hogar. Ese dormitorio era parecido al de muchos de sus feligreses, y muchos de sus habitantes, tan devotos como el gastroenterólogo. Esos católicos hoy están atentos a los modos de sus pastores, a sus formas de hablar, a sus actitudes y afectuosidades. Algunos, los más fanáticos, hacen lo imposible por negar los hechos y la realidad. Si han actuado siempre así, ¿por qué no lo van a hacer ahora? Otros, en la jerarquía o fuera de ella, han sido o están siendo directamente encubridores. La mayor parte, sin embargo, se encuentra desconcertada. No está dispuesta a que sus hijos vayan a largos retiros espirituales con sacerdotes, así como así. Algunos ya exigen la supervisión de apoderados. El sacramento de la confesión está cayendo bajo sospecha. No faltan quienes opinan que se trata de una instancia peligrosa, de la que un lobo hambriento podría aprovecharse fácilmente. Las dudas de un niño pueden constituir un manjar. En fin: el terremoto no ha cesado. Ahora está remeciendo instituciones milenarias. Quienes tapen las grietas con pintura sólo ayudarán al desastre. Todo indica que las reparaciones deberían realizarse a nivel de estructuras. El problema llegó a un mundo que rechaza, más que ningún otro, las fragilidades. Es cierto que la hipocresía ayuda a sostener el andamiaje, aunque esta vez dudo que resista.

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