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Opinión

10 de Septiembre de 2014

Editorial: El candidato Ricardo Lagos Escobar

Siempre ha existido una rivalidad entre el mundo laguista y el bacheletista. No se gustan nada entre ellos. Si en uno prima el plan, en el otro prima la sensibilidad. En uno los retos, en ella la cercanía. Lagos prefiere señalar a dónde ir, qué preguntar, a dónde vamos. Bachelet, en cambio, es más oído que vozarrón. El padre y la madre. Saco a Sebastián Piñera de este relato por ser un accidente en la historia, por no representar mucho más que una pausa perpleja, un espacio de descampado en la evolución profunda de este cuento. Por más crisis económica que se avecine, Piñera no es percibido como el salvador. Tiene algo de niño obsesivo. Aquí el que posee “voz de hombre” es Lagos. A la derecha poderosa le encanta. A los de la Concertación histórica les encanta menos, pero le reconocen su peso específico.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Foto: Alejandro Olivares

Si Michelle Bachelet ganó la presidencia el 2006, entre otras cosas, fue porque representó un deseo de pausa en la competencia, de afecto más que de rigor. Con ella comandándolo, el tanque Mowag que la disparó en las encuestas perdió su carácter guerrero. Fue un momento de acogida. Mucha gente salió a la calle con la banda presidencial, un modo de festejar que no había existido nunca antes. Por estos días, Ricardo Lagos ha encarnado la demanda patriarcal: “Y los ciudadanos levantaron su voz cuando eligieron a las actuales autoridades, y yo he levantado mi voz porque creo en Chile para seguir avanzando con fuerza en los temas que he esbozado”, escribió en La Tercera. Escogió Icare para volver al ruedo, algo así como una reunión de gente grande, de apoderados, lejos de la cabrería, para demandar conducción política, es decir, pantalones. Diría que nota falta de disciplina, que es algo parecido a la visión de largo plazo. La renuncia a las inclinaciones inmediatas con miras a un objetivo futuro es lo que justifica ese orden aparente. Es paradójico que este diagnóstico se dé mientras el gobierno intenta llevar adelante reformas profundas, algunas de las cuales recién esperan ver sus frutos a décadas de distancia, aunque también es cierto que no por disparar más lejos se apunta mejor. Siempre ha existido una rivalidad entre el mundo laguista y el bacheletista. No se gustan nada entre ellos. Si en uno prima el plan, en el otro prima la sensibilidad. En uno los retos, en ella la cercanía. Lagos prefiere señalar a dónde ir, qué preguntar, a dónde vamos. Bachelet, en cambio, es más oído que vozarrón. El padre y la madre. Saco a Sebastián Piñera de este relato por ser un accidente en la historia, por no representar mucho más que una pausa perpleja, un espacio de descampado en la evolución profunda de este cuento. Por más crisis económica que se avecine, Piñera no es percibido como el salvador. Tiene algo de niño obsesivo. Aquí el que posee “voz de hombre” es Lagos. A la derecha poderosa le encanta. A los de la Concertación histórica les encanta menos, pero le reconocen su peso específico. Los quintaescencia de la Concertación respetan profundamente a Aylwin, quieren a Frei, compiten con Lagos y desconfían de Bachelet. Lagos, como a cualquier buen observador, les parece soberbio. No es un tipo de muchos amigos. Como esta misma operación demuestra, no trepida en lucir su talento en lugar de aportarlo a una causa común. Está pensando ser presidente de nuevo. Por anga o por manga, son varios los incumbentes a los que se ha encargado de hacérselos saber. Uno de sus argumentos es considerar inaceptable que los únicos candidatos en competencia, por la centro izquierda, sean ajenos a la Concertación. Ni Velasco ni Meo se sienten verdaderamente tributarios de su obra. Corren por los márgenes. Ni Carolina Tohá, pensará, ni su propio hijo, han demostrado todavía que pueden encabezar esta proeza, porque de lo contrario, en lugar de ponerse él al frente, es de suponer que empujaría desde atrás. Ve que se viene un ralentamiento económico, que las confianzas en los inversionistas están bajas, que son muchas las reformas abiertas y pocas las claridades al respecto, que una idea unitaria de país –como son las obras públicas- pueden concitar un sueño común con más facilidad que transformaciones “ideológicas”, y que, para colmo, estallan bombas en las que hoy alguno pierde los dedos, pero que mañana, si no se planta firme la autoridad, podrían matar a un ciudadano. La bomba en la sanguchería constituye un desastre para Bachelet. Es de lo peor que le pudo pasar en tiempos de inquietud e incertidumbre. En manos de quienes quieran manipular los acontecimientos, es la excusa perfecta para poner el grito en el cielo y exclamar, como la portada de La Segunda: Volvió el Miedo. Alguna vez lo escribió Hermógenes Pérez de Arce: en la derecha vivimos con miedo. Es el antídoto ideal contra los cambios, una sensación que justifica la mano dura y la cesión de soberanía.
Nada gravísimo, sin embargo, sucede aquí, aunque las ambiciones de unos y otros prefieran convencernos de lo contrario. Es momento de cortar el germen terrorista de raíz, pero no de salir a festejar, así sea con lágrimas en los ojos, un pánico artificial. Bachelet no se presentó esta vez (ni la anterior) como la poseedora de las respuestas, sino encarnando las demandas de la comunidad. Más un deseo que un proyecto. A quien quiera que comparta el rumbo que asumió, su éxito debiera comprometerlo. La derecha quiere lo contrario. Tarea de Lagos será demostrar que la candidatura en la que comienza a pensar, no se teje con las derrotas de Bachelet, sino con los deseos domesticados. Yo prefiero los deseos desatados, pero la política enseña que disimular el egoísmo, nivelar las pasiones y conducir a las huestes en pos de un objetivo, ha sido, históricamente, la tarea del patriarca. En los relatos bíblicos tienen barba larga y blanca. Acá pensamos en algún minuto que habían jubilado, pero parece que no.

Por Patricio Fernández.

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