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Cultura

29 de Octubre de 2015

Del cuerpo de Leppe al test de la blancura

Hace algunos años le escuché decir al crítico y curador cubano Gerardo Mosquera que Carlos Leppe era uno de los artistas más importantes de la performance a nivel global. Sin embargo, su problema era ser chileno. No tenía el aval cultural de artistas de la talla de Joseph Beuys o Marina Abramovic. Ser chileno no […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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CARLOS-LEPPE

Hace algunos años le escuché decir al crítico y curador cubano Gerardo Mosquera que Carlos Leppe era uno de los artistas más importantes de la performance a nivel global. Sin embargo, su problema era ser chileno. No tenía el aval cultural de artistas de la talla de Joseph Beuys o Marina Abramovic. Ser chileno no es algo beneficioso a la hora de conseguir un reconocimiento internacional (y de uno local mejor ni hablar).

Leppe hizo casi la totalidad de su obra en Chile. Destaco la que hizo durante la dictadura militar. Su cuerpo, en dicho contexto, era más territorial que global; un cuerpo tercermundista, pesado, travestido, carnavalesco, prostibulario, circense y mórbido, la mayoría de las veces padeciendo los rigores de lugares ideados para la humillación física y psíquica: cárceles, loqueríos, salas de espera de hospitales públicos, o convertido en mortaja en sus baños húmedos, de lozas quebradas, cañerías en mal estado y hongos a granel.

Pero lo más interesante de su trabajo corporal en dictadura tuvo que ver con las mediaciones fotográficas y videográficas que apresaban su desbordada humanidad. Nunca me pareció interesante el trabajo de Leppe en vivo. Me ocurre con las acciones de arte en vivo algo compartido por muchas personas: una cierta indisposición, una sensación de que en cualquier momento se pueda romper la barrera entre la puesta en escena y el espectador. Es posible que haya más violencia en el distanciamiento que en la cercanía.

Fue Susan Sontag quien teorizó acerca del carácter belicoso de las imágenes fotográficas. Consignemos algunos elementos: disparo, encuadre, captura, objetivo, corte y amputación. De ahí que siempre me pareció que el cuerpo de Leppe, en tensión con su mediación tecnológica, ejemplificaba a cabalidad el padecimiento del cuerpo individual y colectivo en la dictadura.
Durante mi actividad académica, me ha tocado hacer clases y dar conferencias en la mayoría de los países vecinos, todos con dictaduras surgidas de la Guerra Fría. Recuerdo una en Buenos Aires: podía ver cómo mis colegas y el público se asombraban del rigor y la coherencia visual de la obra de Leppe. Los trabajos corporales de nuestros vecinos no tenían el espesor que Leppe había logrado al oprimir y encerrar su obesa y obscena anatomía (y la de su madre) en despiadadas retículas y recortes fotográficos, en opresivas reproducciones de video que mostraban su cara (y la de su madre) desafinando de manera grotesca, gorgoteando babas y esputos, revelando biografías privadas, todo esto en deslumbrantes y psicóticas instalaciones hechas de basura, objetos personales y luces fluorescentes cargadas de patetismo y crueldad.

Esa mezcla entre patetismo y crueldad no la he vuelto a percibir en el arte chileno contemporáneo (quizás haya que volver a leer a Artaud y Beckett, o a ver obras de artistas como Bruce Nauman). El arte chileno actual ha ido perdiendo masa corporal, suciedad somática. ¿Las razones? A lo mejor es un asunto de contexto. Una pérdida de territorialidad, y aunque resulte paradójico en democracia, una creciente censura y quizás una autocensura de muchos artistas visuales.

El caso es que muchas obras surgidas durante la dictadura resultan más puntudas a nivel corporal que las actuales en democracia. Valga aquí una hipótesis: la derecha se ha hecho más pechoña con el paso de los años. Pensemos en los presidentes de la república previos a Pinochet. Muchos fueron gente bohemia, eximidos de la moralina actual –fomentada por las redes sociales– que piensa que un líder tiene que ser un padre magisterial, una madre consentidora o un tecnócrata robótico. Cuando Leppe realizó sus trabajos en dictadura, la derecha económica no se encontraba todavía comandada por ciertos grupos religiosos, ortodoxos y partisanos. Lo cierto es que el año 1982 Leppe vomitó, en una performance, en el elegante baño de la Bienal de París, el Cóndor Rojas se cortó la cara unos años después en el Maracaná y Miguel Ángel, el vidente de Villa Alemana, decía ver a la virgen a través de sus ojos desangrados. Más tarde, con la vuelta a la democracia, Chile dejó de portarse mal; ahora debía demostrar la madurez alcanzada luego de 17 años de dictadura. Había que hacer el test de la blancura, como mostrar un iceberg anglosajón en la Expo Sevilla de 1992. El mensaje de fondo: inviertan en Chile, hemos dejado de ser un país bananero.

Exceptuando uno que otro caso, al arte chileno de la posdictadura ya no le conviene mostrar panzas abultadas, vómitos clandestinos, putonas circenses, prostíbulos de cuarta, baños de hospitales pobres. La mayoría de los artistas tienen que rendir cuentas a poderes empresariales “liberales en lo económico” y “conservadores en lo valórico”. Todo esto termina favoreciendo un “conceptualismo beato”. Sumemos la histeria de tener que ser internacionales, y no se puede ser internacional con un cuerpo pesado y territorial; hay que castigar el cuerpo y realizar obras livianas, exportables.
En todo caso, no es incoherente que Leppe haya abandonado las performances en los últimos años, que haya perdido peso producto de un corcheteo de estómago, o que haya sido agregado cultural en Buenos Aires en el gobierno de Piñera. Con su muerte ha hecho de su imagen un fantasma del presente, pero también ha hecho, de su imagen pasada, uno de los mejores testimonios del cuerpo chileno –privado y colectivo– bajo la dictadura.

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