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Opinión

3 de Noviembre de 2016

Editorial: La verdad de Jorge González

El concierto no fue una despedida. No fue el último canto de un cisne. O quizás sí. El último de uno y el primero de otro. El fin de la rabia y el comienzo del relato de la fragilidad, de la dependencia, de la enfermedad. De eso fue que Jorge González habló en el Liguria. De la otra fuerza que ahí habita, de su belleza y de su dignidad. No fue a demostrar que estaba vivo ni que seguía igual, sino que era el mismo. Esto sólo podía suceder entre pocos y de cerca. Fue un gran acto de confianza.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Eramos algo más de cien personas las que estábamos el martes de la semana antepasada en el bar Liguria, invitados por Marcelo Cicali, para escuchar cantar a Jorge González. No estábamos ahí, en realidad, para escucharlo cantar. Estábamos por curiosidad. Queríamos saber a qué le cantaría el rockero después de su derrame cerebral. Cojeó hasta el escenario a duras penas, con las alas rotas y la risa muerta de miedo. Se sentó sin aspavientos en un sillón que desapareció bajo su cuerpo incómodo, y apoyando la boca en el micrófono, su cuerpo también desapareció. Esta vez no fue su voz espectacular quien lo cubrió todo. Fue otra cosa.
Debíamos guardar silencio para escucharlo. “Hay que creer”, fue la primera línea que murmuró apoyada en los acordes de tres guitarras, un piano y un cajón cubano que se cuidaba de no roncar más de la cuenta mientras él sacaba las palabras -una empeñosamente detrás de la otra, con la dificultad natural de los partos y los brotes- desde el fondo de un sueño a la superficie de la vida.
Las mismas canciones ya no eran las mismas. Los mismos versos eran otros. “Nada es para siempre”, “he esperado vivir la emoción de una noche entera de amor”, y hasta pasajes aparentemente tan insignificantes como “la pura verdad”, entonados en canciones que no recordaba haber oído antes, se llenaban de una significación inmensa dichos ahí, desprovistos de toda parafernalia, de todo virtuosismo, convertido en “la pura verdad”, y punto.
A continuación comenzaron los hits, y para entonces la risa asustada de Jorge ya era una risa relajada. Cantó Yo nunca te haría daño, pero en realidad esta vez no lo estaba cantando, lo estaba jurando en secreto, como antes de escribirlo en un papel, como antes de decirlo por primera vez, “porque yo lo he pasado bien, pero he vivido mal”, dijo, y “a veces no basta con el verdadero amor, y ya no sé cómo hacer… Nada te cambiará… Ya no estoy en condiciones de tratarte bien… Ya no sé cómo hacer”. Su voz sonaba apenas, pero cada uno de los presentes ofrecía su respeto como parlante, de modo que la música llenaba todo el hall central del bar, pero no era la música, sino el arte, no el sonido, sino el silencio conmovedor que lo sucede quien hacía bailar los ojos de la audiencia. Pero el rockero no está para sacar lágrimas de su público, sino para repetirle una y otra vez, Like a Rolling Stone, que la vida sigue rodando sin tiempo para gemidos, porque para lamentarse están los baladistas, y no Pat Garrett ni Billy The Kid, de manera que con esa melodía que Bob Dylan le puso a la película de Sam Peckinpah, aprovechó al mismo tiempo de homenajear al premio Nobel y de reírse de sí mismo cambiándole la letra: “no, no, mama, no quiero ser doctor; no, no, no me toques el do, no me toques el dolor”.
Cuando cantó “trata de olvidarme, porque a mí me está costando”, imaginé que le hablaba a su público. Y cuando se largó a repetir “es muy tarde, es muy tarde, es muy tarde”, escuché una despedida. Y al continuar con la Cumbia Triste –“cumbia, cumbia triste, dame el sonido del mar”- pensé que esa despedida podía durar para siempre, que es como se despiden las olas que nunca se van. Entonces Jorge González, la trutruca de San Miguel, pidió “una casa en un árbol, donde no me joda nadie”, y lo hizo con una voz que salía de los huesos y apelaba a nuestros huesos, como esa trompeta mapuche que nadie nunca ha sabido doblegar. “Es la última vez que estaremos juntos”, carraspeó la trutruca, “no digamos más palabras”. ¿Y qué quieres entonces?, me dieron ganas de preguntarle. Su respuesta vino enseguida: “¡Respirar! ¡Y no me digas pobre por ir viajando así! ¿No ves que estoy contento? ¿No ves que estoy feliz viajando en este tren al sur?”.
El concierto no fue una despedida. No fue el último canto de un cisne. O quizás sí. El último de uno y el primero de otro. El fin de la rabia y el comienzo del relato de la fragilidad, de la dependencia, de la enfermedad. De eso fue que Jorge González habló en el Liguria. De la otra fuerza que ahí habita, de su belleza y de su dignidad. No fue a demostrar que estaba vivo ni que seguía igual, sino que era el mismo. Esto sólo podía suceder entre pocos y de cerca. Fue un gran acto de confianza.
Cerró su exposición con El Baile de los que Sobran. No la pudo cantar, porque ya no le pertenecía. La cantamos todos los presentes para él, que nos miraba desde el trono del artista, sonriente, ya ni temeroso, ni relajado, sino emocionado y orgulloso. Él era el alma, y nosotros su voz. Debe haber sido estupendo ser él en ese momento. Su primer concierto resultó un éxito absoluto. El público cayó a sus pies. No fue la pena quien lo conquistó, sino la verdad. “Como siempre”, debe haber pensado Jorge González.

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