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20 de Enero de 2009

Alharacos

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Por Aloisio da Cidade* – Ilustración: Carolina Salinas

Todavía recuerdo mi asombro la primera vez que abrí un diario en Chile a mediados del 2000. En la primera página figuraba, imagínense, un robo con arma a un supermercado. Robo. Arma. Supermercado. (…)

Después de la pausa, una de dos: o usted, lector, inmediatamente asintió con la cabeza resignado y empático con mi perplejidad, refunfuñando “este país realmente está cada día más violento, ¡qué absurdo!”, o más bien interpretó adecuadamente mi reacción pensando, sarcástico, “¿robo? ¿a mano armada? ¿supermercado? ¿en primera plana? En otros lugares del mundo esta noticia no figuraría en primera página, ¡ni siquiera en un diario de barrio!”.

Otros lugares del mundo, como Brasil. No soy chileno, soy brachileno. Vivo en Chile hace poco menos de un año. Hace poco menos de un año, por lo tanto, que escucho radio, tele y gente chillando por causa de la “delincuencia” en este país.

Actualmente vivo en un barrio residencial y tranquilo de Santiago. Pero comencé a notar y anotar una estadística perturbadora: escucho diariamente al menos una alarma callando a los pajaritos de dicho barrio. Un día decidí salir a campo y verificar el dato: a veces sonaba una casa, otras un auto o incluso una tienda. Y adivinen qué. En diez incursiones que hice por la alarmada vecindad, diez alarmas fueron error, equivocación, problema técnico, etc.

Antes de venir a Chile vivía en São Paulo, clase media, tenía buena condición. Crecí yendo en bici al colegio, en un sector que sería equivalente a un barrio alto santiaguino. A lo largo de los 2 km que separaban mi casa del colegio, entre los 10 y 17 años, me robaron bicicleta, reloj, zapatillas, motoneta, billetera (algunas veces) y hasta mi gorro. Atención: hurto no; robo.

A los 14 vi, por primera vez, un arma –apretada contra mi guata. A los 16, cuchillo. A los 17, ya chato después de una docena de atracos, por primera vez reacciono y enfrento al tipo que quiere robar mi bici nueva. Una viejita grita por socorro, policía. Resultado: mi oreja resentida por un combo medio esquivado, bicicleta intacta, delincuente preso, viejita ronca.

En el centro de São Paulo me han robado sólo una vez. Otra vez pistola, esa vez grande y plateada. Un robo en el centro parece poco, pero es porque allá uno aprende rápido que el centro no es lugar para amateurs. Una evidencia contundente es que el Bar do Léo, mejor bar (lejos) de la ciudad, cierra sus puertas a las 20.00 horas de lunes a viernes porque en la noche el sector pertenece a otros personajes, transfigurándose en lo que los medios llaman cariñosamente de “crackolandia”, una atmósfera brígida que puede quitar para siempre la alegría de un inofensivo borrachín bohemio.

En São Paulo, la posibilidad de ser robado con violencia es una realidad, más o menos latente de acuerdo a hora y lugar. Pero es algo con lo que los habitantes conviven. Algunos optan por blindar el auto y escaparse para una burbuja residencial en los suburbios, otros –como yo– se meten de piquero en la realidad: andan en bicicleta sin marca ni color, con reloj del persa y zapatillas carcomidas. De una u otra manera no existe quien no esté obligado a adaptarse. Y no creo que conozca persona con más de 30 que no haya sufrido al menos un robo. Atención nuevamente: hurto no; robo. Con enfrentamiento.

Pero esas historias no son exclusividad de los paulistas. En Rio de Janeiro desde septiembre del 2007 está prohibido multar por pasarse el semáforo entre 10 pm y 6 am. Repito: no está prohibido cruzar la luz roja sino que está prohibido multar a quien lo haga… La razón está clara para quien conoce esta “maravillosa” ciudad un poco más allá de Copacabana o un turisteo de dos días al Cristo, Maracanã y Pan de Azúcar. De noche en auto en Rio la cosa es así de simple: si paró, cagó.

La verdad es que la violencia real, explícita, está muy presente en mi país natal, como en tantos otros. Pero, allá en Brasil como acá en Chile, la oferta de violencia arrojada colon adentro por los medios populacheros supera la demanda, alimentando la lucrativa industria de la inseguridad percibida.

Por supuesto que leer el diario está bien. Léalo. Está bien escuchar las noticias en la radio o verlas en la tele o incluso por Internet. Hágalo. Si es The Clinic, siempre mejor. Pero tenemos la obligación moral de no olvidar tomar en cuenta nuestra experiencia personal, la de nuestros vecinos, amigos, parientes, nuestro propio poder de observación y juicio. Al final, no hay historia tan real como la historia vivida. Para ratificar la historia contada.

*Profesor brasileño radicado en Chile.

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