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Opinión

30 de Septiembre de 2011

La duración

Foto: Agencia Uno Este no es un espasmo, es un ciclo. Uno de los argumentos más falaces y repetidos por todo tipo de autoridades en los últimos tiempos es que los estudiantes son básicamente aves de paso, y que, consiguientemente, sus movilizaciones y propuestas no serían más que episodios aislados que de cuando en cuando […]

Rodrigo Ruiz
Rodrigo Ruiz
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Foto: Agencia Uno

Este no es un espasmo, es un ciclo. Uno de los argumentos más falaces y repetidos por todo tipo de autoridades en los últimos tiempos es que los estudiantes son básicamente aves de paso, y que, consiguientemente, sus movilizaciones y propuestas no serían más que episodios aislados que de cuando en cuando interrumpen la paz institucional de la administración. Ocurre que en el país de la gestión la política es una cosa extraña. Será porque se resiste a meterse en las filas y columnas de las planillas de cálculo.

Sin embargo, el movimiento estudiantil que vemos hoy actuando de diferentes formas tiene una temporalidad de más larga duración, que exige pensar los modos en que se constituyen los sujetos que allí actúan en plazos de mayor duración que su permanencia en la escuela o la universidad.

Esa condición no puede emerger de un comportamiento espasmódico. Es más bien una duración que tiene distintos comportamientos. A veces se expresa con la forma de la movilización, en la calle, se vuelve masiva porque actúa reunida en un aquí y ahora rotundo, y otras veces se dispersa, deja de hablar y edifica, como cuando los niños quedan ensimismados con esos maravillosos juegos de ensamblar piezas. Se trata de un proceso lleno de complejidades, marchas y contramarchas, contradictorio. No hay nada lineal en él. Pero aún así, cada momento tiene su belleza.

Pero eso no se reconoce. Hemos sido sistemáticamente educados para no apreciar los momentos de constitución de los sujetos. Incluso muchos partidarios del movimiento lamentan amargamente que éste se “cae”, que siempre termina “desinflándose”, que lo logran “desactivar”. Efectivamente puede que la mesa de diálogo con que concluyó el movimiento de 2006 haya sido un elefante blanco que terminó por echarse sobre el movimiento, aplastándolo. Pero esa fue sólo una circunstancia acotada. Claramente, lo que ese movimiento desencadenó a todo nivel en la sociedad chilena, en todas las generaciones, en lo político y en lo cultural, en las formas de la organización y la protesta social, es suelo vital de mayor duración.

Que hayan jóvenes en el 2011 que alcanzaron a participar en el 2006 no es un factor explicativo de la importancia que muchos han querido atribuirle. Esto no se puede apreciar dándole seguimiento a unas cuantas personas. El modo en que estas experiencias se han ido convirtiendo en saberes trasmisibles indica una pregunta que es mejor dejar abierta. El modo en que se constituyen estos sujetos estudiantiles no tiene que ver con identidades fijas, ni es su pertenencia a partidos lo que resuelve la continuidad. Sugeriríamos más bien otras claves para explicar ese “lugar vacío” que es llenado cíclicamente retomando largas sedimentaciones. Tiene que ver con la nunca del todo controlable circulación de sentidos en la sociedad, remite por otro lado a la constitución de nuevas dinámicas de formación de la fuerza de trabajo, y tiene que ver, por cierto, con el progresivo agotamiento de las formas de dirección política de nuestra sociedad.
Después de todo, ninguna desigualdad dura tanto como para que no aparezca un conjunto de voluntades que logre, intento tras intento, encontrar las claves de su masiva impugnación.

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