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Opinión

5 de Julio de 2012

Buscando el tono

Foto: Alejandro Olivares El jueves 28 de junio los estudiantes volvieron a marchar. Yo estuve ahí, y fueron montones. Los cifrólogos calcularon en un piso de 50.000 y un techo de 100.000 los asistentes al evento. El asunto es más simple: fue tanta gente como a cualquiera de las marchas verdaderamente masivas del año pasado. […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Foto: Alejandro Olivares

El jueves 28 de junio los estudiantes volvieron a marchar. Yo estuve ahí, y fueron montones. Los cifrólogos calcularon en un piso de 50.000 y un techo de 100.000 los asistentes al evento. El asunto es más simple: fue tanta gente como a cualquiera de las marchas verdaderamente masivas del año pasado. No reinaba, sin embargo, el mismo ánimo que en las de comienzos del 2011. Eran pocos los adultos, poquísimos los padres de familia. Creí notar un alto porcentaje de escolares. Me detuve largo rato frente a la Biblioteca Nacional a ver pasar los manifestantes, y el flujo no cesaba. En ese mismo lugar, bloqueando una de las arterias de La Alameda -la vacía, por la que, según habían acordado, la marcha no podía transitar-, estaban las fuerzas especiales de carabineros, dispuestas frente a sus buses verdes y abollados. Vi desfilar comparsas de bailes andinos, orquestas de viento, tipos disfrazados, y una infinidad de carteles y lienzos.

También vi, sin embargo, olas de liceanos(as) entonando gritos guerreros frente a las tropas policíacas: “¡Ya van a ver! ¡Ya van a ver! ¡Todas las balas se les van a devolver!” Principalmente desde esos grupos salían cuadrillas de adolescentes, en su mayoría con capucha, que atacaban con piedras y peñascos a los uniformados. Algunos, los más cobardes e inconscientes, lo hacían desde la muchedumbre, arriesgando romperle la cabeza a otro de los manifestantes. Una alumna de pedagogía, furiosa, enfrentó a los violentistas, y tras ella Giorgio Jackson, para pedirles que por favor no arruinaran la marcha, que no le dieran excusas a los oponentes, que no le faltaran el respeto a los otros miles que querían protestar en paz. Entiendo que Boric, un poco más adelante, hacía lo mismo. Sus respuestas deambulaban entre el eslogan, el insulto y la ignorancia. Eran siempre gritos: “¡Cállate, cuico culiao!”, “¡Ninguna revolución se hace sin violencia!”, “¡Todos los grandes filósofos han sido anarquistas, conchetumadre!”, “¡Amarillos de mierda!”, “¡Ellos son los asesinos del pueblo!”. Sus argumentos eran de ese tenor.

Lo cierto es que tras chillar un rato, al sentirse en minoría y acorralados, se dispersaban. Una hora más tarde, sin embargo, sólo quedaban ellos, los carabineros con su artillería, los fotógrafos y las cámaras de televisión. Al momento de convocarse, más de un mes atrás, la marcha no tenía una clara razón de ser. El ministro Beyer estaba manejando bastante bien la situación. Sin darle a nadie el gusto en plenitud, tampoco daba razones para respuestas furiosas. Pero entonces estalló el escándalo de la Universidad del Mar, donde había plata para aumentar el sueldo del directorio y sacar utilidades, pero no para pagar profesores ni mejorar los estándares educativos.

El tema del lucro, abandonado a un cierto punto por el movimiento estudiantil, volvió con todo. Las universidades, llamadas por el gobierno a rendir cuentas, salvo excepciones, no respondieron. Herman Chadwick, uno de los directores de la Universidad de las Américas, reconoció que no era ningún misterio que el negocio de estas instituciones iba por el lado inmobiliario. Las Américas, sin ir más lejos, tiene entre sus dueños fondos de inversiones estadounidenses que no buscan precisamente fomentar la educación tercermundista, sino la rentabilidad. De no haber sido por estas noticias, probablemente la convocatoria a la marcha hubiera sido menor. Le concedieron un sentido.

El domingo, vi a Gabriel Boric en Tolerancia Cero. No dio con el tono. Hablaba como si el movimiento estudiantil recién comenzara, y no hubiera conseguido nada hasta aquí. No supo instalar un nuevo sentido común. Parecía añorar la épica esplendorosa de Camila Vallejo y sus partners, en lugar de jugar con los matices de este segundo acto. Se acercan las elecciones, y el movimiento estudiantil podría tener en ellas una importancia relevante. Imaginar cualquier transformación por la vía revolucionaria, es un modo de aceptar que no cambie nada. El horno no está para esos bollos. Salir a marchar, sí, pero porque una circunstancia puntual lo amerita, y no para perpetuar el ritual de un tiempo de gloria. Yo apostaría por no dejar que se escape la discusión del lucro. Es una discusión compleja y determinante.

En la sociedad que a algunos nos atrae, toda riqueza generada en un colegio o universidad, debiera reinvertirse ahí mismo, hasta el infinito, igualdades aparte, porque nunca se termina de aprender. Pero inmediatamente la lógica se expande a la salud, porque es de verdad cruel imaginar que algunos se enriquecen a costas del sufrimiento físico de otros, y no es de locos proponer sacar el lucro de allí también. Si me preguntan a mí, metería en el mismo saco las pensiones. Si por buenas inversiones del fondo el pozo crece, que todo se reparta entre los dueños del pozo. Es miserable que unos pocos se den la gran vida, a costas del mayor bienestar de los viejos cansados.

Otros sostienen que por esta vía se han conseguido mejores pensiones que antaño. Ignoro los datos ciertos. Como sea, todo esto no se va a zanjar de un día para el otro, y vaya uno a saber por dónde pasa la línea virtuosa. El movimiento estudiantil no tiene derecho a imponer nada. Si no cautiva la complicidad ciudadana, mejor se disuelve, y cada dirigente mata su pava. Hoy no está enteramente claro por qué quererlos. Motivos hay, pero ellos mismos los tienen perdidos. Desde ya, pretenden un tipo de sociedad más pacífica que la de sus enemigos. Les falta encontrar las notas para cantarlo.

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