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Opinión

29 de Julio de 2012

El sudor en los cuerpos de Montreal

Juan y Florencia vienen de Córdoba, y como casi gran parte de los argentinos de esa región y del gran Buenos Aires se les activa una zona en el cerebro que suelen mantener en off hasta que se encuentran con otro argentino y aparece el controversial “boludo”. Esa palabra que a los chilenos nos suena […]

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Juan y Florencia vienen de Córdoba, y como casi gran parte de los argentinos de esa región y del gran Buenos Aires se les activa una zona en el cerebro que suelen mantener en off hasta que se encuentran con otro argentino y aparece el controversial “boludo”. Esa palabra que a los chilenos nos suena purgante, incomprensible y muchas veces como tábano en los oídos. Técnicamente el “boludo” puede ser equivalente a nuestro “gueón”, pero simplemente no es lo mismo, no se escribe igual, no suena igual y al menos a mí, me recuerda a fútbol, chorizo y vino con soda; todo un sacrilegio antropológico. Sin embargo, ambos convergen en su versatilidad a la hora de calificar circunstancias tan opuestas como expresar confianza y afecto a un amigo, o declarar con toda autoridad que algo o alguien nos resulta imbécil, anormal o torpe.

No es mi propósito aquí hacer un análisis académico de las extensiones polisémicas del boludo. Mi intensión es un poco más trivial para destacar lo sorprendido que me encontraba hace un par de semanas caminando por el downtown de Montreal escuchando a mis amigos trasandinos tratándose de “che boluda para acá” y “che boludo para allá”, que “che boluda que esto” y “che boludo que lo otro”. En este apasionante ejercicio dialéctico sustentado en el tamaño de las bolas, mi humilde “gueón” era solicitado de tanto en tanto con un extraño y ajeno: “guevón”. “Che guevón, y vos que opinás”. Claramente si la conversación hubiera sido un equipo de fútbol yo hubiera sido el jugador de reserva.

Sin embargo vivir en el extranjero me ha dotado de una valoración distinta en cuanto a nacionalismo se refiere. Para mi ellos no son argentinos, son mis amigos. Ya sea porque el común de los gringos tiende a pensar que más allá de la frontera de Estados Unidos sólo existe México y Colombia, o porque simplemente bajo estas condiciones entran a jugar otros elementos de identificación, me resulta mucho más fácil y cómodo sentirme latino.

De este modo la Salsa, el Tango, la Bachata y el Mole Poblano pasan a ser expresiones folclóricas tan propias como el Jurel tipo Salmón. Rumiando consideraciones por el estilo me encontraba siguiendo a este par de “boludos” en un tour por las alternativas musicales que el Festival Internacional de Jazz de Montreal ofrecía en su versión 2012. De más está decir que la calle Sainte-Catherine entre Saint-Urbain y de Bleury en pleno corazón de Montreal hervía de gente deseosa de lo mismo que nos movilizaba a los tres: escuchar buen jazz, alguna banda alternativa y algo que de paso nos hiciera bailar para aprovechar las noches de verano.

Y es que esta ciudad es definitivamente bipolar. Situada entre el río San Lorenzo y la Rivière des Prairies sus inviernos suelen ser largos y sus temperaturas fluctúan entre -40 °C y -10 °C. Sin ánimo de exagerar, un día de -1° C en medio del invierno Montrealés resulta caluroso, razón por la que los cuatro meses que suele durar el verano estallan con gente que ocupa parques, pedalea en bicicleta, sale a correr o simplemente hace picnic en cualquier lugar donde se pueda tomar sol.

La primera parada fue un escenario donde se presentó una agrupación de la que no recuerdo ni siquiera su nombre. Al ritmo de lo que calificaría como jazz fusión con fuertes dosis de experimentación, el momento más destacable me pareció cuando al escenario subió una joven mujer china, absolutamente vestida de blanco a cantar una balada en donde su apariencia resultaba ser más impresionante que la misma canción. A esas alturas y con un par de cervezas encima los tres estábamos ya preparados para probar un sonido un poco más atrevido, y luego de tropezarnos con un par de DJ´s especializados en música Ska y Reggae, y bailotear entre una masa psicológicamente marihuaneada y borracha, nos encontramos en medio de la calle Sainte-Catherine al frente de la sala de espectáculos Le Savoy du Metropolis o simplemente “el Metrópolis”, algo más pequeña que la mítica Blondie de Santiago pero con ese mismo sabor a trasnoche. Entramos, y lo que nos encontramos simplemente me sorprendió. Una masa de veinteañeros de la cultura alternativa del electro-punk vegetariano y caritativo con los animales, sudando desenfrenados al ritmo de una banda que irreverentemente mezclaba el francés con el inglés en lo que ha venido a caracterizar el “franenglish” de Montreal.
Zambullirme en esa masa de torsos desnudos fue mi primera reacción. Cuando llevas ocho meses sin ver una pierna o un brazo al aire -ni qué decir un torso- producto del frío y la nieve, y cuando el calor del verano se ha llevado toda cara agria, el olor a sobaco resulta un hilo invisible que más que desagradarme -al contrario- me produce una excitación sin límite. Y si ese mismo olor va acompañado de roces, risas y el calor de una masa bisexual que se zangolotea desenfrenada, entonces, puedo decir con toda propiedad que estoy viviendo un corto pero imprescindible momento de éxtasis.

Dice Patrick Süskind en su novela “El Perfume” que si queremos vivir estamos obligados a respirar los olores del mundo y que una vez en nuestro interior es el corazón quién decide entre inclinación y desprecio, aversión y atracción, amor y odio. Esto es especialmente sensible cuando se trata de los olores del cuerpo, asunto que los biólogos han llamado feromonas, reduciendo millones de años de vida sobre la tierra a un simple acoplamiento entre moléculas.

Por lo que se veía el concierto en vivo había comenzado hacía ya un rato, y a pesar que los fans no tiborraban el espacio se veía que conocían las composiciones del grupo que por cierto tenía un nombre excepcional: aRTIS oF tHE yEAR. Así, tal y como se lee, una agrupación Montrealesa con cinco discos a cuesta en estricto rigor difícil de definir, cargada de estribillos simples y pegajosos, ritmos infantiles, y entusiasmo contagioso. Camille, Nathael, David, y Louis, sus cuatro integrantes, parecían ser capaces de todo arriba del escenario, poniendo a prueba su versatilidad musical con bases sustentadas en la música disco pero con la suficiente marca del “electro-glitch” y el “trash”. Lo que se traduce a fuentes sonoras de material de grabación fallido funcionado con CD saltados, zumbidos eléctricos, distorsiones digitales o analógicas, toda una caravana de los mejores accidentes y arañazos del sistema de audio. A esta estética ruidosa que rendía culto a la era digital y del software se sumaban recursos visuales que aunque simples -o quizá debido a ello- hacían de estos cuatro músicos verdaderos artistas visuales preocupados por elaborar el “todo vale” del eclecticismo contemporáneo. Tutús de ballet, cascos de rugbistas, faldas, gorros de mariachis y por supuesto mucho cuerpo desnudo, generaban una especial conexión con un público groupie con marcada intimidad emocional y sexual. Todos unos incondicionales que daban la impresión de esconder más de algún “star fucker” o en español “follador o folladora de estrellas”.

El primer tema que escuché completo de ellos fue “yEAH!!!”, de su tercer disco de 2007 “wRECK lA dISCOTHÈQUE” (destruir la disco). Casi nada de letra, con un interminable “yeah, yeah, all right, all right” acompañado con un juego de guitarras alucinante, a menudo con samplers y filtros que hacían del sonido en la sala de cortinas rojas una ondulación polifónica y multitímbrica. La masa seguía saltando y las chicas amenazaban con quitarse la polera de la misma manera que los hombres. Entre tanta jarana cachonda subió al escenario uno de sus fans a bailar como poseído sacudiendo la guata ¿qué diferencia podía haber entre el fanatismo y desenfreno al grito del “all right” con una tarde de domingo en la calle San Diego o Santa Rosa en Santiago, en alguna de esas tantas iglesias evangélicas organizadas para saltar y expulsar al malévolo con la sangre caliente en un exorcismo colectivo? Para mi sólo había una, allí sólo se bailaba sin constricción entre cervezas, gin tonics y cigarros electrónicos, la nueva moda que hace del prehistórico cigarrillo una sombra de un pasado en donde en Canadá estaba permitido fumar en espacios cerrados. A esas alturas de noche de verano caliente y con mi polera absolutamente mojada pensaba “-si dios existe lo más probable que esté coordinando cuerdas, perillas y MAC´s amenizando esta danza comunitaria y lujuriosa”.

Camille, el vocalista y guitarrista principal se despidió a nombre del grupo nuevamente en franenglish, la escena me hizo recordar aquella noche en el 2006 cuando en ciudad de México me encontré por casualidad en un concierto de Rubén Albarrán, el vocalista de Café Tacvba, presentando como solista su disco “Bienvenido al Sueño” (2005) en una bodega cercana al Zócalo. Son esas experiencias en donde te quedas con la sensación de haber caído en el lugar y el momento perfecto, aquellas que te caen del cielo como limones para que hagas tu propia limonada. Salimos del teatro Metrópolis Juan, Florencia y yo, los argentinos extrañando una parrillada, yo un sándwich de atún, pero todos lo suficientemente mareados, suficientemente extasiados, y a esas alturas de la noche lo suficientemente aturdidos para que yo pasara a ser otro boludo más. Habíamos saboreado una nueva delicatessen musical en este Montreal infinito, una autoproclamada “el artista del año”.

Nota: Si usted quiere saber un poco más de aRTIS oF tHE yEAR, puede visitar su página, creo que no se arrepentirá. www.aoty.ca

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