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Opinión

4 de Agosto de 2012

Sexo y anarquía: Algo más que un cachandgou con una punketa

Por Gabriel Magnesio en el Puercoespín Me dejó la llave debajo de la alfombra de la entrada y un libro de Heinrich Heine sobre su cama. Alquilé por teléfono, desde París, la habitación de una artista plástica en el barrio turco de Neuköln. Ella se mudó al atelier donde vivió David Bowie en la época […]

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Por Gabriel Magnesio en el Puercoespín

Me dejó la llave debajo de la alfombra de la entrada y un libro de Heinrich Heine sobre su cama. Alquilé por teléfono, desde París, la habitación de una artista plástica en el barrio turco de Neuköln. Ella se mudó al atelier donde vivió David Bowie en la época en que Berlín del oeste era una isla.

La vida aquí es barata y compro el pan con gestos. La habitación está cerca de Tenpelhoff, el aeropuerto que construyó Hitler, donde los domingos solo abren los almacenes turcos. Los ancianos que caminan por estas calles apenas iluminadas eran niños durante la Segunda Guerra Mundial y adultos durante la guerra fría. Por la mañana, tomo el té en la mezquita Columbiadamm, junto al cementerio musulmán más antiguo de Berlín.

Es viernes de una noche helada, y no conozco a nadie en la ciudad. Decido recorrer Berlín by night. El club Bergheim, templo del house mundial, es una antigua fábrica de la RDA, frente a un parking y detrás de la estación de trenes. El portero tiene la cara tatuada y dos piercings en las comisuras de los labios. Dentro, las escaleras de metal frío conducen al séptimo piso. En las paredes solo hay fotografías de Wolfgang Tillmans. Miro la imagen macro del hueco de un culo. En la pista, los cuerpos se mueven propulsados por las drogas sintéticas y las luces estroboscópicas. Los bips de terciopelo narran precipicios, se diluyen en la repetición. Bergheim tiene las persianas cerradas.

Una pareja de punks se me acerca. Una de ellas me pide un chicle y un cigarrillo. Se llama Karen, tiene veintisiete años y está cubierta de tatuajes. Tiene el pelo en el medio del cráneo, espeso y negro, rapado en los costados, el flequillo cortado a la altura de las pestañas, sobre los ojos húmedos y verdes. Sonríe, me entusiasmo y salgo de mi letargo. Me presenta a su novia polaca; tímida, retraída. Las dos llevan jeans negros, rotos y ajustados, remeras blancas agujereadas, los labios rojos, cadenas y chaquetas de cuero. Karen tiene, detrás de la sonrisa, cierto rigor militar. La polaca tiene puesto, detrás de Karen, un uniforme del ejército rojo dos tallas más grande.

Pido tres vodkas y pienso en lo mejor. No tendré tiempo para estar triste: al fin un trío. Me invitan a bailar, pero rechazo la oferta. Detesto la música electrónica; propongo ir a un bar. Salimos de la discoteca: miro a los solitarios que esperan un taxi, el cuerpo maltratado, el gesto de derrota. Son las seis de una mañana imprevista. Tomamos el subte.

—Tu veux coucher avec moi ce soir? (¿querés acostarte conmigo esta noche?) —me pregunta Karen en un francés golpeado.
—Oui, avec les deux (sí, con las dos) —propongo, sin esperanzas, por pura provocación.

Karen habla; la polaca asiente. Compramos una botella de vodka en el almacén turco y caminamos descalzos sobre el hielo derretido hacia mi habitación. Karen arma un porro y saca un paquete de su mochila. Prende el vibrador con forma de elefante y se baja los pantalones. Veo el piercing que le cuelga del sexo. El elefante de goma suave y temblorosa se pierde en la entrepierna. Mientras Karen se divierte, beso a la polaca. Nos desnudamos y ocurre el imprevisto.

Un movimiento en falso y el elefantito turquesa des-apareció. Karen no podía sacárselo. Se reía nerviosa, histérica, vibraba por dentro. Me empecé a asustar. La erección se enfriaba, y asumí que debía esperar a que se acabasen las pilas o vestirme y tomar un taxi hacia el hospital más cercano. ¿Cómo explicar la situación? Karen corrió al baño. Diez eternos minutos más tarde, volvió con el muerto en la mano: pudo sacárselo con las contracciones. Ya no vibraba. Nosotros tampoco.

Nos despertamos después del mediodía, desnudos, con las piernas cruzadas y un fuerte olor a tabaco mojado. La polaca me agarró de la cintura y se abrió. La polaca punk, que parece más bien una católica con buenas tetas eslavas, se sacaba la tanga con mi mano. “Soy tuya”, decía, y nos perdimos entre las sábanas. Karen nos había dejado solos.

En las pausas poscoito, la polaca me cuenta su vida. Estudiante pobre desde hace cuatro años. De padres separados, vivió con su madre, sin contacto con el padre alcohólico. La polaca tiene veinticuatro años, una bicicleta y tres hermanos exiliados en las capitales del oeste. Se refugia en sus estudios de arquitectura, que financia con trabajos precarios. A veces no le alcanza para pagar el alquiler, pero se enamoró de Karen, con quien vive en un edificio ocupado por los punks. Me dice, también, que quiere pasar más tiempo conmigo, y la acompaño a buscar ropa y el cargador del celular.

Las puertas hechas de hierros recuperados están cerradas. El edificio tiene ese color marrón desteñido, quemado por el sol, las bombas y el paso del tiempo. Sobre los hierros cuelga una bandera negra: las letras blancas dicen kapitalisme con la A de anarquía. El perímetro anarquista está protegido por tejidos, cartones que tapan los agujeros del muro artesanal y alambres de púa que sirven para detener invasiones nazis, me explica la polaca.

Dentro, las habitaciones tienen humedad. Los caños rotos enfrían el edificio en ruinas. La mugre se acumula en capas desproporcionadas. Los perros duermen a los pies de los colchones de sus dueños. Karen no está.

Escuchamos un concierto en el subsuelo del edificio y volvemos a mi habitación. La polaca me mira, me respira, me acaricia. El rostro desangelado, la timidez, el asco, la piel excitada. Escuchamos a Czeslaw Niemen. La polaca canta “Tam, Gdzie Nie Siega Wzrok”.

—We fuck? —pregunto.

—No, let’s make love —dice y se desnuda sin jamás, o casi nunca, sacarse la cadena que rodea su cintura.
Afuera, un grupo de jóvenes turcos juegan fútbol. Adentro, “Ty moje kochanie” (tú eres mi amor), me susurra al oído, y me pone triste el mal gusto de la fonética eslava para el amor, mientras me lo chupa con fruición.

Paseamos en bicicleta por las avenidas de Berlín del oeste y comemos salchichas. Entramos al zoológico. Hablamos de los animales que fueron liberados por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Las ruinas de Berlín, las huellas de los tigres, monos, cocodrilos, elefantes, acechando las piedras de la Puerta de Brandemburgo: oliendo los cadáveres nazis, escapando de las balas rusas.

Volvemos a encerrarnos, a transpirar Berlín desde la cama. Pasamos así más de un mes. La polaca, en los momentos libres, habla por Skype con su madre. Tiene unasensación amarga: la madre la aburre. La madre insiste: “Hija, volvé, que estoy sola y me aburro”. La pobre vieja le cuenta y repite lo que pasó y dejó de pasar en el pueblo, que por la noche, antes de acostarse, sigue planchando el camisón porque le gusta ponérselo calentito y planchadito sobre el rosario. La polaca me pide que hable con la vieja. Le digo unas palabras en francés. La vieja se ríe, grita feliz, se excita. La hija, mientras, me penetra dulce y mojada. Las dejo hablar tranquilas y salgo a tomar aire, a tomar un café turco bajo la lluvia.

Berlín, desde la ventana, se congela. Con la polaca fumamos religiosamente la hierba que nos dejó Karen y, sobre todo, cogemos, nos abandonamos cada vez mejor en la dulce voluptuosidad de los cuerpos, jugamos con los límites, la fotografío. Sin embargo, poco a poco se instala la rutina, y fuera de la cama la polaca me exaspera. Me irrita su voz, su gesto, su simpatía. El tiempo que evapora en diálogos idiotas y para idiotas con sus amigas virtuales. El idioma como un manoseo, sin pausas ni silencios. La ilusión del manoseo, el idioma esclavo de la cultura chismosa.
Un segundo, un gesto torpe o intencional, y todo cambió. La miro, sentada a mi lado. Tiene un cuchillo en la mano.

Pela una toronja, la corta con los dedos, despelleja el fruto y pone música. Me detengo en sus gestos. Miro la toronja desnuda, sin cáscara, le saca la piel y se mete la vulva en la boca. Tengo ganas de vomitar. Me veo despellejado y pienso que no le prometí nada; pero eso poco importa si ella lo cree. Parece calma, salvaje, inocente. La polaca mira un film conectada a Facebook. Toma té, me exaspera el ruido cuando traga.

Pienso que me gustaría que esta noche fuese la última. La camisa de pésimo algodón, las axilas transpiradas, las botellas vacías. El vestido viscoso sobre la piel lechosa, los hielos en la concha, las cáscaras de toronja sobre el piso de madera. El sudor religioso y el placer culpable, el rostro saciado, ansioso, cortado. La polaca se levanta y estalla en un ataque de tos. Los nervios de lo que dirá: “Estoy embarazada”.

A la mañana siguiente, se habrá ido.

La niebla cubre la casa de punks. En el patio arden los tachos de metal, y los cuerpos negros festejan alrededor del fuego. Toman vodka puro y barato. Los punks tienen los huesos que parecen hierro resquebrajado, la piel de la cara manchada y pegada al cráneo. No hablan inglés, solo alemán periférico: punk de base.
Me acerco y pregunto por la polaca. Hace más de un mes que no sé nada de ella.
—Karen ya baja —me contesta uno de los más viejos.

Me siento sobre un tronco y espero. El fuego arde en el centro del patio. Los punks visten la pobreza de la casa con grafitis pintados de rojo y letras nerviosas. El patio está cubierto de botellas, bolsas de plástico, basura, baños químicos, mucho hierro, pedazos de esculturas y cenizas. Hay perros que mean las paredes políticas, manchadas de pis y barro.

Dos punks salen acompañados con tres perros iguales a sus dueños, con cara de malos. El más pequeño se acerca, no me mira, balbucea algo, se inclina y me desata los cordones de los borceguíes. Da media vuelta y se va.
Karen sale detrás de una puerta herrumbrada. Le pregunto por la polaca.

—Perdimos el embarazo —dice.

Me mira con desdén. Dice que están tristes, que querían ese hijo, que me habían elegido como protagonista circunstancial esa noche en Berghaim –que todo, casi todo, hubiera salido bien…

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