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Opinión

25 de Agosto de 2012

Del otro mundo

En esos días comimos en el quinto piso del departamento de la Del Valle a donde me había llevado Rubén Cortés dos años atrás. Lichi fumaba sin parar y bebía cerveza. A Lichi y a mí nos habían acercado, primero, dos o tres charlas duras, sólo suavizadas por el ron y el whisky, sobre enfermedades […]

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En esos días comimos en el quinto piso del departamento de la Del Valle a donde me había llevado Rubén Cortés dos años atrás. Lichi fumaba sin parar y bebía cerveza. A Lichi y a mí nos habían acercado, primero, dos o tres charlas duras, sólo suavizadas por el ron y el whisky, sobre enfermedades siniestras y, luego, los libros de periodismo literario que me dio para publicarlos en Cal y Arena.

Carmen, su ex mujer y madre de María José, se había instalado en ese departamento para cuidarlo. Imagino que así transcurrieron los días, rodeado de sus más cercanos amigos, hasta la mañana en que el teléfono sonó para anunciarle que el riñón que esperaba estaba listo para trasplantarlo en su cuerpo. Una cadena de complicaciones postoperatorias le quito la vida a Lichi el 31 de julio del año 2011.

Alguna vez le oí decir a Lichi, con la voz cortada de las emociones cubanas, después de la una de la mañana, hora en que los isleños lloran de melancolía, los versos de un poeta cubano cuyo nombre no supe retener en mi cabeza. Me gustó tanto que le dije a Lichi:

—A mí no me engañas. Ese poema es tuyo y nada más que tuyo —le di un sorbo a mi whisky como si hubiera descubierto la partícula de Dios.

Una voz roída por el cigarrillo, detrás de una respiración acezante como un animal herido, me respondió:
—El mejor escritor de mi generación.

La noche pasó a otros asuntos menos importantes que la poesía. Nos despedimos de madrugada con la promesa de vernos pronto y de un nuevo libro para Cal. No volví a verlo, pero el nuevo libro de periodismo llegó a mis manos por María José y Carmen, se llama como su columna del suplemento Laberinto: Viento a favor. Entre los últimos artículos de Eliseo Alberto, uno de ellos me llegó en voz de Delia Juárez:

—Este es el poeta que Lichi declamó esa noche. Le decían Wichy, Wichy Nogueras. Murió de un cáncer en 1985, a la edad de 41 años. No era mentira —dijo Delia y leyó en voz alta un trozo de un artículo de Eliseo Alberto:

“Luis Rogelio Nogueras, Wichy el Rojo, el eterno poeta joven de la literatura cubana, lleva tres días y tres noches de visita en mi cabeza, como canario en una pajarera. Dejo la portezuela abierta para que salga de la jaula cuando quiera. Ni dormido dejo de pensar en él. ¿Qué quiere decirme mi viejo amigo?”. Delia remató con estas líneas que oí aquella noche:

Donde acaba el más débil (no el más
[fuerte)
el que sueña que sueña (no el dormido)
el revés de la vida (no la muerte).

Eliseo Alberto murió tres meses después de escribir ese artículo sobre Nogueras: “No es por gusto que desde hace tres jornadas lee sus poemas en voz alta y con mis ojos. ¿Por qué mi voz dice versos suyos al taxista que me lleva al hospital, a la enfermera que me conecta a la lavadora de mi riñón artificial?”.

Al cabo del rato y muchos raros caminos de Amazon y compañía, Delia trajo a la casa Nada del otro mundo, una antología personal de Luis Rogelio Nogueras. Un libro de la Editorial Letras Cubanas con un inquietante sello en la última página: Registro Nacional de Bienes de la República Cubana. Autorizado por Jacinto, número 66. Un sello que da miedo. La dictadura cubana lo ha convertido todo en un trámite peligroso que podría terminar en la cárcel.

Leí Nada del otro mundo y me devolvió un extraño mundo que pensé que había desaparecido para siempre. El mundo en el cual los lectores pensaban que la poesía no puede separarse de la vida diaria. La poesía de Nogueras me recordó en su propuesta de conversación nocturna a algunos poemas de No me preguntes cómo pasa el tiempo de José Emilio Pacheco. Algo en su textura un tanto descarada me regresó a algunos poemas de Ricardo Castillo, un poeta elogiado una y otra vez en los años setenta hasta que un pliegue del desaliento se lo tragó en vida. También me recordó a Alberto Blanco, a Rafael Torres Sánchez y a uno que otro poema de una de las caras poéticas de Luis Miguel Aguilar, cuyo Minuto difícil tiene el único defecto de que la UNAM lo ha puesto a la sombra de las bodegas. Pero estas líneas no son una queja, al contrario, se trata de una celebración por un encuentro inesperado. Copio un poema:

Me hice viejo
Pero no sabio.
Todo lo que aprendí sobre el amor
de nada me sirvió.
Todo lo que vi en el corazón de las mujeres
no era todo lo que había en el corazón de
[las mujeres.
Con las piedras que tropecé
no volví a encontrarme;
otras nuevas me hicieron caer.
Cuando me aparté diciendo
esa perra ya me mordió
entonces
me mordió una gata.

Eliseo Alberto decía que las gentes a las que quería no envejecían nunca. Entonces Luis Rogelio Nogueras siempre tendrá menos de cuarenta años y una noche, antes del trasplante, visitó a Lichi para decirle un secreto del otro mundo.

Rafael Pérez Gay. Escritor. Entre sus libros: El corazón es un gitano, Nos acompañan los muertos y No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios.

Fuente Revista Nexos. www.nexos.com.mx

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